Antes de entrar, Dick se sacudió con la gorra la nieve que cubría su traje de esquiar azul oscuro. El gran salón, en cuyo suelo habían dejado sus huellas, como picadura de viruelas, innumerables botas de suela claveteada a lo largo de dos decenios, había sido despejado para el baile de la hora del té, y un grupo numeroso de americanos jóvenes, internos en colegios de los alrededores de Gstaad, brincaba al alegre compás de No traigas a Lulú o tenía un estallido violento al atacar la orquesta un charlestón. Formaban una colonia de gente joven y adinerada pero de gustos sencillos: los verdaderamente ricos, los que hacían de su riqueza una profesión, estaban en Saint-Moritz. Baby Warren consideraba que había hecho un gran sacrificio reuniéndose allí con los Diver.
Dick localizó fácilmente a las dos hermanas en el salón delicadamente embrujado que parecía balancearse suavemente. Destacaban como un anuncio publicitario, espléndidas en sus trajes de esquiar, azul celeste el de Nicole y rojo ladrillo el de Baby. El joven inglés que estaba con ellas les estaba diciendo algo, pero ellas no prestaban atención: estaban contemplando fascinadas aquel baile de adolescentes.
El rostro de Nicole, encendido por la nieve, se iluminó aún más cuando vio a Dick.
—¿Dónde está?
—Ha perdido el tren. Tendré que volver más tarde. Dick se sentó y cruzó las piernas, balanceando una de sus botas pesadas sobre la rodilla.
—Las dos juntas resultáis realmente impresionantes. De vez en cuando me olvido de que estamos en el mismo grupo y me llevo una impresión tremenda al veros.
Baby era una mujer alta y atractiva, obsesionada por la proximidad de la treintena. Era sintomático que hubiera arrastrado desde Londres a dos hombres para que la acompañaran, uno de ellos apenas salido de Cambridge y el otro ya mayor y endurecido, con aspecto de libertino de la época victoriana. Baby tenía algunas de las características de la solterona típica: no soportaba el contacto físico, se sobresaltaba si alguien le tocaba de pronto y los contactos más prolongados, como besos o abrazos, pasaban directamente de su piel al primer plano de su conciencia. Hacía pocos movimientos con el tronco, con el cuerpo propiamente dicho, y en cambio, daba pataditas en el suelo y erguía la cabeza de una manera que resultaba casi anticuada. Gozaba presintiendo la muerte, prefigurada por las catástrofes que les ocurrían a sus amigos, y se aferraba con obstinación a la idea del trágico destino de Nicole.
El más joven de los dos ingleses de Baby acompañaba a las mujeres por las pistas adecuadas y las atormentaba con las carreras de trineos. Dick, que se había torcido un tobillo al intentar hacer un giro demasiado ambicioso, se sentía muy contento pasando el tiempo en la pista infantil con los niños o bebiendo kvas con un médico ruso que estaba hospedado en el hotel.
—Pásatelo bien, Dick, por favor —le instó Nicole—. ¿Por qué no te haces amigo de algunas de estas niñitas y bailas con ellas por las tardes?
—¿Y qué les digo?
Nicole subió varios tonos su voz grave, casi ronca, para simular una coquetería quejumbrosa:
—Les dices: «Niñita, eres lo más monito que he visto». ¿Qué crees que se dice?
—No me gustan las niñitas. Huelen a jabón y a caramelo de menta. Cuando bailo con ellas me siento como si estuviera empujando un cochecito de niño.
Era un tema delicado. Se cuidaba tanto de mirar para otro lado cuando había chicas jóvenes, haciendo como que no las veía, que se le notaba lo incómodo que estaba.
—Tenemos muchos asuntos que tratar —dijo Baby—. En primer lugar, hay noticias de casa: sobre los terrenos que solíamos llamar los terrenos de la estación. La compañía de ferrocarriles compró primero sólo la parte central. Acaba de comprar el resto, que era de mamá, y habrá que pensar en cómo invertir ese dinero.
Haciendo como que le molestaba el giro tan vulgar que había tomado la conversación, el inglés joven se levantó y fue hacia una chica que estaba en la pista de baile. Tras seguirle un instante con la mirada insegura de una muchacha norteamericana víctima de una incurable anglofilia, Baby continuó en tono desafiante:
—Es mucho dinero. Son trescientos mil para cada una. De mis propias inversiones me puedo ocupar yo, pero Nicole no sabe una palabra de valores y me imagino que tú tampoco.
—Tengo que irme a la estación —dijo Dick, no dándose por aludido.
Afuera inhaló la frescura de los copos de nieve que el cielo cada vez más oscuro no le permitía ya ver. Tres niños que pasaban en un trineo le gritaron algo que sonaba como aviso en una lengua desconocida; les oyó dar gritos en el siguiente recodo y, cuando apenas había dado unos pasos, oyó un ruido de cascabeles que avanzaba pendiente arriba en la oscuridad. La estación estaba vibrante de expectación con los cbicos y chicas que esperaban a otros chicos y chicas nuevos y, para cuando llegó el tren, a Dick ya se le había contagiado aquel ritmo e hizo creer a Franz Gregorovius que había sacrificado media hora de una lista de placeres sin fin.
Pero el propósito que animaba a Franz era tan firme que se impuso sobre cualquier posible cambio de humor por parte de Dick. «Puede que vaya a Zurich a pasar el día», le había escrito Dick, «o tal vez puedas tú venir hasta Lausana». Franz se las había arreglado para ir hasta Gstaad.
Tenía cuarenta años. Como era una persona madura y sana de mente, sabía resultar agradable en su trato oficial, pero donde más a gusto se sentía era en el ambiente más bien sofocante de su hogar, que le daba una seguridad desde la que podía permitirse despreciar a los ricos desequilibrados que acudían a él para que los reeducara. El prestigio científico heredado le había ofrecido horizontes más amplios, pero él parecía haber optado deliberadamente por una perspectiva más humilde, ejemplarizada por el tipo de esposa que había elegido. Cuando llegaron al hotel, Baby Warren le sometió a un rápido examen y, al no hallar en él ninguno de los rasgos distintivos que respetaba, los atributos o gracias más sutiles por los que se reconocían entre sí los miembros de las clases privilegiadas, le aplicó al trato reservado para los de fuera. A Nicole siempre le imponía un poco su presencia. En cuanto a Dick, le tenía afecto como tenía afecto a todos sus amigos: sin ninguna reserva.
Al llegar la noche, se deslizaron pendiente abajo en dirección al pueblo en los pequeños trineos que cumplen el mismo propósito que las góndolas en Venecia. Su destino era un hotel en el que había una anticuada taberna suiza, toda en madera y resonante, repleta de relojes, barriles, picheles y cabezas de ciervo. En torno a las largas mesas había muchos grupos de personas, como si formaran más bien un solo grupo numeroso, que estaban comiendo fondue, una versión particularmente indigesta del rarebit[17] galés, mitigada con un vino caliente y aromático.
Reinaba un ambiente de jovialidad en la gran sala. Así lo hizo notar el inglés más joven y Dick reconoció que jovialidad era la palabra exacta. El vino estimulante y cabezudo le hizo relajarse y le dio por imaginar que el mundo volvía a ser lo que había sido gracias a aquellos hombres de pelo gris salidos del alegre y desenfadado fin de siglo que cantaban viejas canciones junto al piano con voces estentóreas, aquellas voces juveniles y aquellos vistosos trajes que los remolinos de humo hacían que entonaran con el color de la sala. Por un momento tuvo la sensación de que se encontraban en un barco a punto de recalar; en los rostros de todas las muchachas se leía la misma inocente esperanza ante las posibilidades que parecían brindar la situación y la noche. Dick miró alrededor para ver si se encontraba allí una muchacha que le había llamado particularmente la atención y tuvo la impresión de que estaba en la mesa que había detrás de la suya. Enseguida se olvidó de ella, improvisó un disparate cualquiera y trató de hacer que los de su mesa lo pasaran bien.
—Tengo que hablar contigo —le dijo Franz en inglés—. No puedo estarme aquí más de veinticuatro horas.
Ya sabía yo que te traías algo entre manos.
—Tengo un plan que es… ¡maravilloso!
Franz le puso la mano a Dick en la rodilla.
—Tengo un plan que supondría el éxito para nosotros dos.
—¿Y en qué consiste?
—Dick: sé de una clínica que podría ser nuestra, la vieja clínica de Braun junto al lago de Zug. Todas las instalaciones son modernas, salvo en algunos pequeños detalles. Braun está enfermo. Se quiere ir a Austria, probablemente a morir. Es una oportunidad que no volverá a repetirse. Tú y yo. ¡Menudo par! Por favor, no digas nada hasta que acabe.
Dick dedujo que Baby estaba escuchando lo que decían por el fulgor amarillo que había en sus ojos.
—Es una empresa que tenemos que acometer juntos. No te ataría demasiado; te proporcionaría una base, un laboratorio, un centro. Podrías residir allí digamos la mitad del año, en los meses de buen tiempo. En invierno te podrías ir a Francia o a América y escribir tus libros con la nueva experiencia adquirida en la clínica.
Franz bajó la voz:
—Y para la convalecencia que tengan que hacer en tu familia, no hay que olvidar lo conveniente que puede ser contar con la atmósfera y la regularidad de la clínica siempre a mano.
Dick no le animó con su expresión a que siguiera enfocando por ahí la cuestión, y Franz se dio por enterado haciendo un gesto con la lengua y los labios, y luego prosiguió:
—Podríamos ser socios. Yo el administrador y tú el teórico, el brillante asesor y demás. Yo me conozco: sé que no tengo el talento que tú tienes. Pero se me considera muy capaz a mi manera; soy muy competente en los métodos clínicos más modernos. Más de una vez he estado prácticamente al frente de la vieja clínica, a veces durante meses. El profesor dice que este plan es excelente y me aconseja que no lo deje. Dice que él va a vivir eternamente y va a seguir trabajando hasta el último momento.
Dick trataba de ver mentalmente las posibilidades de aquel proyecto antes de emitir juicio alguno.
—¿Y en cuanto al aspecto financiero? —preguntó.
Franz levantó la barbilla, las cejas, las arrugas pasajeras de la frente, las manos, los codos, los hombros; tensó los músculos de las piernas hasta que se abultó la tela de sus pantalones, puso el corazón en la garganta y la voz en el paladar.
—¡Ésa es la cuestión! ¡El dinero! —gimió—. Yo tengo poco dinero. El precio en dinero americano es doscientos mil dólares. Los innovamientos… (no pareció quedarse muy convencido de la palabra que acababa de acuñar) que convendrás en que es necesario introducir costarán veinte mil dólares americanos. Pero la clínica es una mina de oro. Te lo digo yo, que he visto los libros de cuentas. Con una inversión de doscientos veinte mil dólares tenemos asegurados unos ingresos de…
La curiosidad de Baby era tan patente que Dick hizo que tomara parte en la conversación.
—Con tu experiencia, Baby, ¿no has notado que cuando un europeo quiere ver a un americano muy insistentemente es invariablemente para algo relacionado con dinero?
—¿De qué se trata? —dijo ella haciéndose la inocente.
—Este joven Privat-dozent[18] piensa que él y yo deberíamos iniciarnos en el mundo de los grandes negocios tratando de atraer a americanos ricos con depresiones nerviosas.
Franz, inquieto, no apartaba la mirada de Baby mientras Dick seguía hablando:
—¿Y quiénes somos nosotros, Franz? Tú llevas un apellido ilustre y yo he escrito dos libros de texto. ¿Es eso suficiente para atraer a nadie? Y yo no tengo tanto dinero. Vamos, ni la décima parte.
Franz sonrió cínicamente.
—De verdad, no lo tengo. Nicole y Baby son más ricas que Creso, pero todavía no he conseguido echar mano ni a una pequeña parte de su dinero.
Todos se habían puesto a escucharles. Dick se preguntó si no estaría escuchando también la chica de la mesa de atrás. La idea le atrajo. Decidió dejar que Baby hablara por él, como se deja muchas veces a las mujeres que se pongan a discutir problemas cuya solución no está en sus manos. Baby se transformó de pronto en su abuelo, una persona fría y experimentada.
—Creo que es una propuesta que deberías considerar, Dick. No sé lo que estaba diciendo el doctor Gregory, pero a mí me parece…
La chica de la mesa de atrás se había agachado entre volutas de humo a recoger algo del suelo. Nicole, que estaba sentada enfrente de Dick, acopló su rostro al de él. Su belleza, que dudaba entre posar y posarse, afluía a su amor, siempre preparada para protegerlo.
—Piénsalo bien, Dick —insistió Franz muy agitado—. Si quieres escribir sobre psiquiatría, necesitarás tener una experiencia clínica real. Jung escribe, Bleuler escribe, Freud escribe, Forel escribe, Adler escribe, y todos están en constante contacto con trastornos mentales.
—Dick me tiene a mí —dijo Nicole riendo—. Me parece que ya es suficiente trastorno mental para un solo hombre.
—Es diferente —dijo Franz tratando de obrar con tacto.
Baby estaba pensando que si Nicole vivía cerca de una clínica no tendría que preocuparse más por ella.
—Tendríamos que estudiarlo bien —dijo.
Aunque su insolencia le hizo cierta gracia a Dick, no la dejó que siguiera.
—Es una decisión que tengo que tomar yo, Baby —dijo en tono mesurado—. De todos modos, te agradezco que quieras comprarme una clínica.
Baby, dándose cuenta de que se había entrometido, se apresuró a recoger velas.
—Desde luego, es asunto tuyo y nada más que tuyo.
—Una decisión de esta envergadura puede llevar semanas. No sé si me convence mucho la idea de vernos anclados en Zurich Nicole y yo.
Se volvió hacia Franz, previendo lo que iba a decir:
—Sí, ya sé. Zurich tiene fábrica de gas y agua corriente y luz eléctrica. Viví allí tres años.
—Bueno, mejor será que te lo pienses bien —dijo Franz—. Confío en que…
En ese momento empezaron a sonar las fuertes pisadas de un centenar de pares de botas pesadas que se dirigían hacia la puerta, y todos les siguieron los pasos. Afuera, a la nítida luz de la luna, Dick vio cómo la muchacha amarraba su trineo a uno de los tiros que había allí delante. Se apiñaron en su propio trineo y, con el restallido de las fustas, los caballos tensaron los músculos y se lanzaron a la oscuridad. Vieron pasar ante sí un revoltijo de figuras que corrían; algumas parecían de jóvenes que se empujaban unos a otros hasta hacerse caer de trineos y patines, aterrizaban en la nieve blanda y corrían jadeantes detrás de los caballos hasta que se dejaban caer exhaustos en alguno de los trineos o se quejaban a gritos de que les habían abandonado. A ambos lados los campos estaban sumidos en una calma benéfica; la cabalgata avanzaba por un espacio elevado y sin límites. Al llegar a aquellos parajes, el ruido de voces pareció decrecer, como si todo el mundo, por un instinto atávico, estuviera atento al aullido de los lobos en la inmensidad nevada.
En Saanen se metieron en tropel en el baile del ayuntamiento, abarrotado de vaqueros, sirvientes de los hoteles, tenderos, profesores de esquí, guías, turistas y campesinos. Entrar en aquel cálido recinto después de haberse sentido afuera en una relación animal, panteística, con la naturaleza, era como volver a asumir un nombre rimbombante y absurdo de caballero que retumbaba como botas con espuelas en la guerra, como calzas de botas de fútbol en el suelo de cemento de unos vestuarios. Se oía el típico cantar tirolés, cuyo ritmo familiar hizo que la escena perdiera para Dick todo el carácter romántico que primero había visto en ella. En un principio creyó que ello se debía a que había logrado apartar a la muchacha de su pensamiento, pero luego se acordó de lo que Baby había dicho: «Tendríamos que estudiarlo bien», y todo lo que esa frase llevaba implícito: «Eres propiedad nuestra y antes o después tendrás que aceptarlo. Es absurdo que sigas pretendiendo que eres independiente».
Hacía ya muchos años que Dick no le guardaba rencor a ningún ser humano: desde que, siendo estudiante de primer año en New Haven, había caído en sus manos un libro muy popular sobre «higiene mental». Pero en aquel momento estaba tratando de contener la indignación que Baby le provocaba; su insensibilidad insolente de mujer rica creaba en él resentimiento. Tendrían que pasar cientos de años para que nuevas generaciones de amazonas llegaran a comprender que un hombre es vulnerable únicamente en lo que atañe a su orgullo, pero que una vez herido en su orgullo se vuelve tan frágil como Humpty-Dumpty, si bien algunas mujeres reconocían cautelosamente ese hecho de dientes afuera. La profesión del doctor Diver, que consistía en clasificar las cáscaras rotas de otra clase de huevo, le había infundido horror hacia cualquier tipo de rompimiento. Sin embargo:
—Se abusa demasiado de los buenos modales —dijo Dick cuando regresaban a Gstaad en el suave trineo.
—A mí me parece que están muy bien —dijo Baby.
—No, no lo están —insistió Dick al bulto de pieles anónimo—. Los buenos modales equivalen a reconocer que todo el mundo es tan delicado que se le tiene que tratar con guante blanco. Pero el respeto a los demás es otra cosa. A un hombre no se le puede llamar cobarde o mentiroso a la ligera, pero si uno se pasa la vida tratando de no herir los sentimientos de los demás y alimentando su vanidad, acaba por no saber qué es lo que debe respetar en ellos.
—A mí me parece que los americanos se toman todo eso de la buena educación demasiado en serio —dijo el inglés de más edad.
—Supongo que sí —dijo Dick—. La educación que tenía mi padre la había heredado de los tiempos en que se disparaba primero y se pedían disculpas después. Tos hombres ban armados. En cambio, en Europa los civiles dejaron de llevar armas a comienzos del siglo XVIII.
—Puede que en cierto modo dejaran de llevarlas, pero…
—No en cierto modo. Realmente dejaron de llevarlas.
—Dick, tú siempre has tenido unos modales tan exquisitos —dijo Baby en tono conciliador.
Las mujeres le miraban con cierta inquietud por entre aquel parque zoológico de abrigos. El inglés más joven no entendía nada —era de esos que se pasaban la vida saltando por cornisas y balcones como si se encontraran en la arboladura de un barco— y llenó el tiempo hasta que llegaron al hotel con una ridícula historia de un combate de boxeo con su mejor amigo que había durado una hora y en el curso del cual se habían demostrado el cariño que se tenían y se habían hecho un sinfín de magulladuras, pero siempre con gran reticencia. A Dick le entraron ganas de tomarle el pelo.
—Es decir, que con cada golpe que le daba le consideraba usted mejor amigo todavía.
—Le respetaba más.
—Lo que no acabo de entender es la premisa. Usted y su mejor amigo se ponen a pelear por un asunto sin importancia…
—Si no lo entiende, ¡para qué se lo voy a explicar! —dijo el inglés joven con frialdad.
«Esto es con lo que me voy a encontrar si me pongo a decir lo que pienso», se dijo Dick.
Se arrepintió de haberle provocado, pues se daba cuenta de que lo absurdo estaba en la forma tan compleja en que había narrado una historia que reflejaba una actitud muy inmadura.
La animación estaba en su apogeo y entraron, como el resto de la gente, en la parrilla del hotel, en donde un barman tunecino jugaba con las luces haciendo una especie de contrapunto cuya otra melodía era la luna sobre la pista de hielo, que se podía ver a través de los grandes ventanales. A Dick le pareció que bajo aquella luz la muchacha había perdido vitalidad e interés, y dejó de mirarla para gozar de la oscuridad, de las puntas encendidas de los cigarrillos que se volvían de un verde plateado cuando las luces eran rojas, de la franja blanca que se extendía sobre los que bailaban cuando se abría y cerraba la puerta que daba al bar.
—Dime una cosa, Franz. ¿Tú crees que después de haberte pasado la noche bebiendo cerveza vas a poder convencer a tus pacientes cuando vuelvas de que eres un hombre de carácter? ¿No crees que van a pensar más bien que eres un gastrópata?
—Me voy a la cama —anunció Nicole. Dick la acompañó hasta la puerta del ascensor.
—Me iría contigo, pero tengo que demostrarle a Franz que lo mío no es el trabajo de clínica.
Nicole se metió en el ascensor.
—Baby tiene mucho sentido común —dijo pensativa.
—Baby es una de las…
La puerta se cerró de golpe y, enfrentado a un zumbido de motor, Dick terminó la frase para sí: «Baby es una mujer frívola y egoísta».
Pero dos días después, cuando acompañaba a Franz a la estación en el trineo, Dick reconoció que la idea le parecía bien.
—Estamos empezando a entrar en un círculo vicioso —reconoció—. Viviendo a este ritmo se tiene una serie de tensiones inevitables, y Nicole no puede soportarlas. Además, los veranos en la Riviera cada vez tienen menos de bucólicos. Ya sólo falta que el año que viene organicen una temporada social en toda regla.
Veían al pasar el verde vibrante de las pistas de patinaje, donde resonaba la música de valses de Viena, y los colores de muchos colegios de montaña refulgentes contra el azul pálido del cielo.
—Espero que lo consigamos, Franz. Tú eres la única persona con la que lo intentaría.
¡Adiós, Gstaad! Adiós, rostros lozanos, florecillas frías, copos de nieve en la oscuridad. ¡Adiós, Gstaad, adiós!