XII

Dick encontró a Nicole en el jardín con los brazos cruzados a la altura de los hombros. Le miró directamente con sus ojos grises en los que había algo de curiosidad infantil.

—He estado en Cannes —dijo Dick—, y me he encontrado a la señora Speers. Se marcha mañana. Quería venir a despedirse de ti, pero la disuadí.

—Lo siento. Me hubiera gustado verla. Me es simpática.

—¿A que no sabes a quién más he visto? A Bartholomew Tailor.

—¡No!

—Era imposible no reconocer esa cara de viejo zorro. Andaba buscando por todas partes a la fauna del Ciro’s. El año que viene se van a presentar todos aquí. Ya sospechaba yo que la señora Abrams era una especie de avanzadilla.

—Cada vez que pienso lo escandalizada que estaba Baby el primer verano que vinimos.

—En realidad, les importa un comino estar en un sitio o en otro. No sé por qué no se quedan tranquilamente en Deauville a pasar frío.

—¿Por qué no empezamos a esparcir rumores de que hay una epidemia de cólera o algo así?

—Le dije a Bartholomew que ciertas clases de personas se morían aquí como moscas. Que un lameculos dura menos que el que dispara una ametralladora en una guerra.

—¿De verdad se lo dijiste?

—No —reconoció—. Estuvo muy amable. Tenías que habernos visto, dándonos la mano allí en el bulevar. Era como el encuentro de Sigmund Freud con Ward McAllister.

Dick no tenía ganas de hablar: deseaba estar solo y ponerse a pensar en su trabajo y en el futuro para no pensar en el amor y en el presente. Nicole lo sabía, pero sólo de una manera confusa y trágica, y el instinto la llevaba a odiarle un poco al mismo tiempo que deseaba restregarse contra su hombro.

—Un encanto de persona —dijo Dick por decir algo.

Entró en la casa y olvidó de pronto qué era lo que le había hecho ir allí. Luego recordó que había sido el piano. Se sentó silbando y tocó de oído:

Te imagino en mis rodillas,

con té para dos y dos para el «tí»,

y yo para ti y tú para mí.

Pero con la melodía le vino de repente la idea de que al escucharle, Nicole iba a adivinar enseguida que sentía nostalgia de las dos últimas semanas. Se interrumpió en una nota cualquiera y se levantó del piano.

Era difícil decidir a dónde ir. Paseó la mirada por la casa, que era obra de Nicole y se había pagado con el dinero de su abuelo. Lo único que le pertenecía a Dick era su estudio y el terreno en el que éste se levantaba. Con tres mil dólares al año y lo poco que le iba llegando de sus publicaciones tenía para vestirse, para sus gastos, para abastecer la bodega y para sufragar la educación de Lanier, que por el momento sólo consistía en pagar el sueldo de la institutriz. Cada vez que habían pensado en mudarse de sitio, Dick había calculado la parte que le correspondía en los gastos. A fuerza de llevar una vida bastante ascética, de viajar en tercera cuando iba solo, de comprar el vino más barato y procurar que la ropa le durara, aparte de castigarse cada vez que hacía un gasto superfluo, había conseguido mantener una cierta independencia económica. Pero siempre se llegaba a un punto en que las cosas se complicaban: una y otra vez tenían que decidir juntos en qué emplear el dinero de Nicole. Naturalmente, Nicole, que deseaba que Dick fuera propiedad suya y que nunca se moviera de donde estaba, alentaba cualquier signo de flojedad por su parte y constantemente le estaba inundando de regalos y dinero. La idea de construir aquella casa sobre el acantilado, que había empezado como una fantasía en la que un día se habían recreado, era un ejemplo típico de las fuerzas que los separaban de los simples arreglos en que habían convenido en un principio en Zurich.

Del «¿no sería estupendo que…?», habían pasado al «¡qué estupendo va a ser cuando…!».

Y después de todo, no era tan estupendo. Dick había llegado ya a no distinguir entre lo que era su trabajo y los problemas de Nicole y, por si fuera poco, los ingresos de ella habían aumentado con tal rapidez últimamente que parecían empequeñecer su propio trabajo. Además, con el objetivo de que Nicole se curara, había fingido durante muchos años adaptarse a una estricta vida de familia de la que cada vez se sentía más alejado, y seguir fingiendo resultaba más arduo en aquel ambiente de suave inmovilidad, en el que se veía inevitablemente sometido a un examen microscópico. Que Dick no pudiera ya tocar en el piano lo que le apeteciera era una indicación de que la vida transcurría por cauces cada vez más estrechos. Permaneció largo rato en la gran sala escuchando el zumbido del reloj eléctrico, escuchando el paso del tiempo.

En noviembre las olas ennegrecieron y saltaban por encima del malecón al paseo marítimo; el poco ambiente veraniego que aún quedaba desapareció y las playas presentaban un aspecto melancólico y desolado bajo el mistral y la lluvia. El hotel de Gausse estaba cerrado por reformas y ampliaciones y las obras del casino de verano de Jean-les-Pins habían avanzado mucho y presentaban un aspecto imponente. Cada vez que iban a Cannes o a Niza, Dick y Nicole conocían gente nueva: miembros de orquestas, dueños de restaurantes, entusiastas de la horticultura, navieros —pues Dick se había comprado una vieja lancha— y miembros del Sindicato de Iniciativas. Conocían bien a sus criados y se preocupaban de la educación de los niños. En diciembre Nicole parecía estar ya restablecida. Después de haber pasado un mes sin tensiones, sin labios apretados, sonrisas incomprensibles u observaciones de significado insondable, se fueron a los Alpes suizos a pasar las fiestas de Navidad.