En pleno mes de agosto, el doctor Richard Diver y la señora Elsie Speers estaban sentados en el Café des Alliés bajo unos árboles polvorientos que les daban sombra. El suelo calcinado empañaba el brillo de la mica y de la costa llegaban, a través del Esterel, unas ráfagas de mistral que balanceaban los barcos de pesca en el puerto y hacían que sus mástiles apuntaran desde diferentes ángulos hacia aquel cielo monótono.
—He tenido carta esta mañana —dijo la señora Speers—. ¡Qué mal rato debieron pasar con todos esos negros! Pero Rosemary dice que se portó usted maravillosamente bien con ella.
—A Rosemary deberían darle una condecoración. Fue todo bastante tremendo. A la única persona a la que no le causó el menor trastorno fue a Abe North. Se fue disparado a embarcarse al Havre y probablemente no se ha enterado todavía de lo que pasó.
—Siento que la señora Diver se llevara un disgusto —dijo cautelosamente.
Rosemary le había escrito:
Nicole parecía que había perdido el juicio. No quise ir al sur con ellos porque bastante tenía ya Dick.
—Ya se encuentra bien —dijo Dick casi con impaciencia—. De modo que se va usted mañana. ¿Y cuándo se embarcan?
—Inmediatamente.
—¡Qué pena que se vayan!
—Nos alegramos mucho de haber venido. Lo hemos pasado muy bien gracias a ustedes. Es usted el primer hombre que le ha gustado realmente a Rosemary.
Otra ráfaga de viento se coló por entre las colinas purpúreas de La Napoule. Algo en el aire anunciaba que la tierra se estaba precipitando hacia un cambio atmosférico; el momento exquisito, intemporal, de la plenitud del verano había pasado ya.
—Rosemary había estado enamoriscada más de una vez, pero antes o después siempre me pasaba al hombre en cuestión… La señora Speers rió un poco y terminó la frase: —… para que le hiciera la disección.
—Así que yo me libré.
Nada hubiera podido hacer yo. Estaba enamorada de usted antes de que yo le conociera. Le dije que siguiera adelante.
Dick vio que en los planes de la señora Speers no se había tenido en cuenta lo que él pudiera pensar, o Nicole, y también que la causa de su amoralidad estaba en las condiciones de su propia renuncia. Era su derecho, la pensión que cobraba después de haber jubilado sus sentimientos personales. Las mujeres son, por necesidad, capaces de prácticamente cualquier cosa en su lucha por la supervivencia y realmente no se las puede declarar culpables de crímenes artificiales como «la crueldad». Mientras la comedia de amor y dolor no sobrepasara ciertos límites, la señora Speers la podía observar con tanta indiferencia e ironía como un eunuco. Ni siquiera había previsto la posibilidad de que Rosemary saliera malparada. ¿O no sería acaso que estaba convencida de que no existía tal posibilidad?
—Si lo que usted dice es cierto, no creo que la haya afectado mucho.
Seguía pretendiendo a toda costa que podía pensar en Rosemary de una manera objetiva.
—Ya lo ha superado. Aunque, por otra parte, tantas cosas importantes de la vida empiezan por parecer accidentales.
—Esto no fue accidental —insistió la señora Speers—. Usted fue el primer hombre y es como un ideal para ella. Me lo dice en todas las cartas.
—Es muy amable.
—No he conocido a nadie más amable que usted y Rosemary, pero esto ella lo dice en serio.
—Mi amabilidad no es más que un truco del corazón.
Esto era verdad en parte. Dick había aprendido de su padre los buenos modales, más bien intencionales, de los jóvenes sureños llegados al norte después de la guerra civil. Los usaba con frecuencia, pero a la vez los despreciaba, porque no representaban una protesta contra lo desagradable que era el egoísmo intrínsecamente, sino contra lo desagradable que resultaba su apariencia.
—Estoy enamorado de Rosemary —le dijo de pronto—. Sé que decírselo a usted supone un exceso por mi parte.
Aquella confesión le sonó muy extraña y oficial. Era como si hasta las mesas y las sillas del Café des Alliés tuvieran que recordarla para siempre. Ya había empezado a notar la ausencia de Rosemary bajo aquellos cielos: en la playa sólo podía pensar en sus hombros pelados por el sol; en Tarmes borraba con los pies las huellas de sus pisadas cuando cruzaba el jardín; y ahora, la orquesta, que se había puesto a tocar la canción del Carnaval de Niza, un eco de los placeres ya desvanecidos del año anterior, iniciaba la graciosa danza que sólo hablaba de ella. En cien horas Rosemary había llegado a poseer toda la oscura magia del mundo: la belladona, que vuelve ciego; la cafeína, que convierte la energía física en nerviosa; la mandrágora, que impone la armonía.
Haciendo un esfuerzo, llegó a convencerse una vez más de que lo veía todo desde la misma distancia que la señora Speers.
—En realidad, usted y Rosemary no se parecen en nada —dijo—. La sabiduría que usted le transmitió está amoldada a su personaje, a la máscara con que hace frente al mundo. Ella no piensa. En lo más profundo de su ser es irlandesa, romántica, ilógica.
La señora Speers también sabía que Rosemary, a pesar de su apariencia delicada, era como un potro salvaje en el que se podía reconocer al capitán médico Hoyt del Ejército de los Estados Unidos. Si se le hiciera una sección transversal, aparecerían un corazón, un hígado y un alma enormes, bien apretados bajo la deliciosa envoltura.
Mientras se despedía de ella, Dick era consciente de todo el encanto de Elsie Speers, consciente de que para él significaba bastante más que un simple fragmento último de Rosemary del que se desprendía de mala gana. Tal vez hubiera podido inventarse a Rosemary, pero nunca hubiera podido inventarse a su madre. Si la capa, las espuelas y los brillantes que Rosemary se había llevado consigo eran atributos de los que él la había dotado, qué agradable era, por otra parte, observar la elegancia natural de su madre con la certeza de que no era algo que él hubiera evocado. Tenía un aire como de estar esperando. Parecía esperar que un hombre ocupado con algo más importante que ella misma, una batalla o una operación, y al que, por tanto, no se le debía meter prisa ni molestar, terminara de hacer lo que estuviera haciendo. Cuando el hombre hubiera acabado, ella, sin mostrar inquietud ni impaciencia, le estaría esperando en algún lugar sentada en un taburete alto, volviendo las páginas de un periódico.
—Adiós. Y quisiera que las dos recordaran siempre el afecto que les hemos tomado Nicole y yo.
De regreso en Villa Diana, Dick fue a su estudio y abrió los postigos, que se habían cerrado para evitar la luz fulgurante del mediodía. En las dos largas mesas, dispuestos en un ordenado desorden, estaban los materiales de su libro. El volumen I, relativo a la Clasificación, había obtenido cierto éxito en una modesta edición subvencionada. Estaba negociando su reedición. El volumen II era una versión considerablemente ampliada de su primer librito, Psicología para psiquiatras. Como le pasa a tantos hombres, había descubierto que sólo tenía una o dos ideas, y que su pequeña colección de ensayos, ya en su quincuagésima edición en alemán, contenía el germen de todos sus posibles pensamientos o conocimientos.
Pero en aquel momento aquello le inquietaba mucho. Lamentaba los años que había perdido en New Haven, pero sobre todo consideraba que había una contradicción entre el lujo cada vez mayor con que vivían los Diver y la necesidad de hacer ostentación de él, que al parecer era una de sus condiciones intrínsecas. Cuando se acordaba de la historia que le había contado su amigo rumano del hombre que se había pasado años estudiando el cerebro de un armadillo, le entraba la sospecha de que los alemanes, con lo tenaces que eran, tenían copadas las bibliotecas de Berlín y Viena y se le iban a adelantar sin ninguna consideración. Había decidido más o menos resumir su trabajo, dejándolo en el estado en que se encontraba, y publicarlo en un tomo sin bibliografía de cien mil palabras como introducción a otros tomos más eruditos que escribiría más adelante.
Hizo firme esa decisión mientras daba vueltas en su estudio entre aquellos últimos rayos de sol. De acuerdo con el nuevo plan que se había trazado, podría acabarlo todo para la primavera. Tenía la impresión de que si a un hombre de su energía le habían acosado las dudas durante todo un año era porque había algo que fallaba en el plan.
Puso las barras de metal dorado que usaba como pisapapeles sobre los montones de notas. Barrió un poco, puesto que no permitía que entrara allí ningún criado, limpió superficialmente el cuarto de aseo con Bon Ami, arregló una pantalla y puso en el buzón un pedido para una editorial de Zurich. Luego se sirvió un dedo de ginebra con doble cantidad de agua.
Vio que Nicole estaba en el jardín. Tenía que ir a hablar con ella y quedó paralizado ante esa perspectiva. Delante de ella tenía que mantener una fachada impecable, tanto en aquel momento como al día siguiente, semana tras semana y año tras año. En París la había tenido toda la noche en sus brazos mientras ella dormía con un sueño ligero bajo los efectos del luminal. En la madrugada interrumpió su estado de confusión incipiente antes de que pudiera cobrar forma, hablándole con ternura a fin de que se sintiera protegida, y ella se volvió a dormir, rozándole la cara con el perfume cálido de su pelo. Antes de que se despertara, lo había arreglado todo por teléfono en la habitación contigua. Rosemary se tenía que ir a otro hotel. Volvía a ser la «niña de papá» y ni siquiera se iba a despedir de ellos. El propietario del hotel, el señor McBeth, iba a ser como los tres monos chinos[16]. Al mediodía, después de hacer las maletas en medio de las cajas y el papel de envolver acumulados tras las muchas compras, Dick y Nicole habían salido para la Riviera.
Pero la reacción llegó más tarde. Mientras se acomodaban en el coche-cama, Dick se dio cuenta de que Nicole le estaba esperando, y cuando se produjo, apenas salido el tren de la estación, fue una reacción fulminante y desesperada. Lo único que deseaba Dick en aquel momento era bajarse en marcha aprovechando que el tren aún iba despacio e ir corriendo en busca de Rosemary, ver lo que estaba haciendo. Se puso las gafas, abrió un libro e hizo como que se enfrascaba en su lectura, consciente de que Nicole, con la cabeza apoyada sobre su almohada, estaba enfrente de él, observándole. Como le resultaba imposible concentrarse en el libro, fingió estar cansado y cerró los ojos, pero Nicole seguía observándole, y a pesar de que estaba adormecida por los efectos del calmante que había tomado, se sentía aliviada y casi feliz de que él volviera a ser suyo.
Con los ojos cerrados era incluso peor, pues notaba una sensación rítmica de encontrar y perder algo, encontrarlo y volver a perderlo, encontrarlo y volver a perderlo, pero para que Nicole no se diera cuenta de su desasosiego, siguió inmóvil en aquella postura hasta la hora del almuerzo. Con el almuerzo las cosas se arreglaron; la comida era siempre buena ¡y eran tantas las veces que habían comido juntos en hosterías y restaurantes, trenes, cantinas de estación y aviones! El apresuramiento, tan familiar ya, de los camareros del tren, las botellas pequeñas de vino y agua mineral y la excelente comida de la línea Paris-Lyon-Mediterranée les crearon la ilusión de que nada había cambiado, y sin embargo, era prácticamente el primer viaje que hacía con Nicole que era un huir de algo y no un ir hacia algo. Mientras hablaban de la casa y de los niños, Dick se bebió una botella entera de vino salvo un vaso que se tomó Nicole. Pero en cuanto regresaron al compartimiento se hizo entre ellos un silencio semejante al del restaurante de enfrente de los jardines de Luxemburgo. Cuando tratamos de retroceder ante algo que nos causa dolor, parece que nos veamos obligados a recorrer de nuevo en sentido inverso el mismo camino que nos llevó hasta allí. Dick sentía un desasosiego que no había experimentado nunca. De repente, Nicole dijo:
—No estuvo nada bien dejar a Rosemary como la dejamos. ¿Tú crees que no le habrá pasado nada?
—¡Qué le va a pasar! Sabe cuidar de sí misma perfectamente.
Pero para que Nicole no pudiera interpretar aquello como un juicio negativo sobre su capacidad de hacer lo propio, añadió inmediatamente:
—Al fin y al cabo, es una actriz, y por mucho que su madre ande siempre detrás de ella, tiene que saber arreglárselas por sí sola.
—Es muy atractiva.
—Es una cría.
—Pero atractiva.
Mantenían una conversación deshilvanada en la que cada uno expresaba los pensamientos del otro.
—No es tan inteligente como yo pensaba —sugirió Dick.
—Es bastante lista.
—No tanto. Sigue habiendo en ella algo muy infantil.
—Desde luego es muy… muy bonita —dijo Nicole, con aire indiferente pero subrayando cada palabra—, y me pareció que estaba muy bien en la película.
—Estaba bien dirigida. Pensándolo bien, no parecía tener mucha personalidad.
—Yo creo que sí la tenía. Se entiende perfectamente que los hombres la encuentren muy atractiva.
A Dick se le hizo un nudo en la garganta. ¿Qué hombres? ¿Cuántos hombres?
¿Te importa que baje las cortinas?
No, al contrario. Entra demasiada luz.
¿Dónde estará ahora? ¿Y con quién?
—Dentro de unos pocos años va a parecer diez años mayor que tú.
—Al contrario. Hice un dibujo de ella una noche en un programa de teatro, y creo que se va a conservar por muchos años.
Esa noche ninguno de los dos podía dormir. En cuanto pasaran unos días, Dick iba a tratar de desterrar de su vida el fantasma de Rosemary antes de que fuera a habitar con ellos, pero de momento no se sentía con fuerzas para hacerlo. A veces resulta más difícil privarse de un dolor que de un placer, y el recuerdo le obsesionaba tanto que, por el momento, lo único que podía hacer era seguir fingiendo. Esto le resultaba doblemente difícil porque en esos días estaba irritado con Nicole, la cual, después de tantos años, tendría que notar cuándo le venían los primeros síntomas de depresión y hacer lo posible por combatirlos. En un plazo de dos semanas había tenido dos crisis nerviosas; la primera de ellas, la noche que dieron la cena en Tarmes, cuando la encontró en su dormitorio presa de una risa histérica diciéndole a la señora McKisco que no podía entrar en el cuarto de baño porque había arrojado la llave al pozo. La señora McKisco se había quedado atónita y parecía ofendida, pero a la vez, pese a estar desconcertada, se había mostrado comprensiva en cierto modo. En esa ocasión Dick no se había preocupado especialmente porque Nicole parecía estar avergonzada de lo que había pasado. Ella misma llamó al hotel de Gausse, pero los McKisco ya se habían ido.
La crisis de París ya era otra cosa, pues a la luz de ella la primera cobraba más importancia. Parecía anunciar un nuevo ciclo, un nuevo recrudecimiento del trastorno. Después de la tremenda zozobra, no relacionada en absoluto con su profesión de médico, que había experimentado Dick durante la larga recaída de Nicole a raíz del nacimiento de Topsy, se había visto obligado a endurecerse con respecto a ella y a establecer una perfecta separación entre la Nicole enferma y la Nicole sana. Pero eso hacía que le resultara difícil distinguir entre su actitud meramente profesional, que usaba como capa protectora, y aquella especie de frialdad que estaba empezando a sentir. Del mismo modo que la indiferencia, independientemente de que la cultivemos o dejemos que se atrofie, termina por producir un vacío, Dick se había acostumbrado a sentirse vacío de Nicole y cuidaba de ella contra su voluntad sin permitir que en ello intervinieran para nada sus sentimientos. Se habla de que las heridas cicatrizan, estableciéndose un paralelismo impreciso con la patología de la piel, pero no ocurre tal cosa en la vida de un ser humano. Lo que hay son heridas abiertas; a veces se encogen hasta no parecer más grandes que un pinchazo causado por un alfiler, pero siguen siendo heridas. Las marcas que deja el sufrimiento se deben comparar más bien a la pérdida de un dedo o la pérdida de visión en un ojo. Puede que en algún momento no notemos que nos faltan, pero el resto del tiempo, aunque los echemos de menos, nada podemos hacer.