VIII

Durante las semanas siguientes Dick sintió una gran insatisfacción. El origen patológico de aquella historia y la forma maquinal en que se había resuelto le habían dejado un regusto desabrido y metálico. Se había hecho un uso indigno de los sentimientos de Nicole. ¿Y qué ocurriría si resultaba que él también había tenido esos mismos sentimientos? No le quedaba más remedio que renunciar a la felicidad por un tiempo. En sueños la veía camino de la clínica, con su ancho sombrero de paja en la mano…

En una ocasión la vio en persona. Mientras pasaba ante el Palace Hotel, un espléndido Rolls se metió en la entrada en forma de media luna. Dentro del coche, empequeñecidas por sus proporciones gigantescas y animadas por la potencia de sus cien caballos superfluos, iban Nicole y una joven que supuso que sería su hermana. Nicole le vio y por un instante entreabrió los labios con un gesto de pánico. Dick hizo un breve saludo con el sombrero y siguió su camino, pero durante un rato no oyó más que los ruidos de todos los trasgos de la Gross-Münster que lo rodeaban en sus corros. Tratando de librarse de aquella obsesión, escribió un memorando en el que se describía detalladamente el riguroso régimen que debía seguir Nicole, e incluso se apuntaba la posibilidad de una recaída debido a las tensiones a las que inevitablemente la iba a someter el mundo exterior. En definitiva, un memorando que hubiera convencido a cualquiera salvo a él, que era el que lo había escrito.

Aquel esfuerzo sirvió sobre todo para hacerle ver una vez más lo implicados que estaban sus propios sentimientos en aquella historia; en consecuencia, decidió procurarse antídotos. Uno de ellos fue la telefonista de Bar-sur-Aube, que estaba haciendo una gira por Europa, de Niza a Coblenz, en un intento desesperado por volverse a encontrar con todos los hombres que había conocido en lo que para ella habían sido unas vacaciones que nunca iba a poder repetir; otro fue hacer gestiones para regresar a su país en agosto en uno de los barcos que transportaban tropas; un tercero consistió en la consiguiente intensificación de su trabajo de corrección de pruebas para el libro que se iba a presentar aquel otoño al mundo de la psiquiatría de habla alemana.

Para Dick, ese libro pertenecía a una etapa ya superada. Lo que quería en aquel momento era adquirir más experiencia práctica en su profesión. Si conseguía una beca de intercambio tendría oportunidad de practicar bastante.

Entre tanto, tenía en proyecto una nueva obra: Ensayo de clasificación uniforme y pragmática de las neurosis y las psicosis basado en el estudio de mil quinientos casos prekrapaelinianos y postkrapaelinianos tal como podrían ser diagnosticados con arreglo a la terminología de las diferentes escuelas contemporáneas, acompañado de otro párrafo rimbombante: Con una cronología de las subdivisiones de opinión que han surgido independientemente.

En alemán ese título resultaría monumental.

Dick pedaleaba lentamente camino de Montreux, unos trechos embobado contemplando el Jugenhorn cada vez que le era posible verlo y otros cegado por los destellos del lago al fondo de los senderos que separaban los hoteles ribereños. Se percató de que había grupos de ingleses, que volvían a aparecer después de cuatro años de ausencia y andaban con miradas de sospecha como personajes de novela policíaca, como si temieran ser asaltados en aquel dudoso país por bandas entrenadas por los alemanes. Todo eran signos de construcción, de resurgimiento, en aquel montón de detritos formado por un torrente de montaña. En Berna y en Lausana, mientras bajaba al sur, le preguntaron ansiosamente si iba a haber americanos ese año. «¿Si no en junio, en agosto?».

Llevaba pantalones cortos de cuero, una camisa militar y botas de montaña. En la mochila llevaba un traje de algodón y una muda. En la estación del funicular de Glion facturó la bicicleta y se tomó una cerveza en el bar mientras miraba cómo descendía lentamente el pequeño insecto por la pendiente de ochenta grados de la montaña. Tenía sangre seca en una oreja desde la Tour de Pelz, donde había corrido a toda velocidad para ver si se mantenía en forma. Pidió alcohol y se limpió la oreja por fuera mientras llegaba el funicular a la estación. Se cercioró de que embarcaban la bicicleta, colgó la mochila en el compartimiento inferior del tren y a continuación se metió él.

Los trenes alpinos se construyen con una inclinación semejante a la que da al ala de su sombrero alguien que no desea ser reconocido. Mientras salía el agua a borbotones del depósito que había debajo del tren, Dick se maravilló de ver el ingenio de todo aquel concepto: en aquel momento otro tren complementario se estaba abasteciendo de agua en la cima y, en cuanto se soltaran los frenos, arrastraría hacia arriba al que se había descargado por la fuerza de la gravedad. Aquél al que se le ocurriera la idea estuvo, en verdad, muy inspirado. En el asiento de enfrente de Dick, una pareja de ingleses estaba hablando del cable propiamente dicho.

—Los que se fabrican en Inglaterra duran siempre cinco o seis años. Hace dos años los alemanes nos pisaron el contrato. ¿Cuánto crees que duró su cable?

—¿Cuánto?

—Un año y diez meses. Entonces los suizos se lo vendieron a los italianos, que no llevan un control muy rígido de los cables.

—Desde luego sería terrible para Suiza que se rompiera uno de estos cables.

El encargado cerró una puerta. Luego telefoneó a su colega entre las vibraciones del cable y, con un tirón, el tren inició su ascenso en dirección a un punto que se podía ver allá arriba, sobre una colina verde esmeralda. Una vez que se elevó sobre los tejados bajos se extendió ante los pasajeros una vista panorámica de los cielos de Vaud, Valais, la Saboya suiza y Ginebra. En el centro del lago, enfriado por la corriente del Ródano que lo penetraba, estaba el verdadero centro del mundo occidental. Sobre él flotaban cisnes como botes y botes como cisnes, unos y otros perdidos en la nada de aquella implacable belleza. Era un día luminoso y el sol resplandecía sobre la playa de hierba y sobre las blancas pistas de tenis del Kursaal. Las figuras que había en las pistas no proyectaban sombra alguna.

En cuanto se alcanzaron a ver Chillon y la isla de Salagnon con su palacio, Dick volvió la vista adentro. El funicular se había elevado sobre las casas más altas de la orilla; a ambos lados, una maraña de follaje y flores culminaba a intervalos en masas de color. Era un jardín por el que pasaba el tren y en el vagón había un cartel que decía: Défense de cueillir les fleurs[14].

Aunque no se debían coger flores mientras se ascendía, allí estaban, al alcance de la mano. Las rosas Dorothy Perkins se metían con suavidad en cada compartimiento balanceándose lentamente con el movimiento del funicular hasta que se liberaban y, con un balanceo último, volvían a su macizo rosado. Una y otra vez penetraban en el vagón aquellas flores.

En el compartimiento de arriba, enfrente de Dick, había un grupo de ingleses de pie que lanzaba gritos de admiración ante la belleza del cielo. De pronto se produjo cierta confusión entre ellos y se apartaron para dejar pasar a una pareja joven que, entre disculpas, consiguió hacerse sitio en el compartimiento de atrás del funicular: el de Dick. El joven tenía aspecto de italiano y ojos de ciervo disecado. La muchacha era Nicole.

Con tanto esfuerzo, los dos trepadores se habían quedado sin aliento. Mientras se sentaban, entre risas, y obligando a los dos ingleses a apretarse en un rincón, Nicole dijo hola. Estaba preciosa. Dick se dio cuenta inmediatamente de que algo había cambiado; enseguida vio que era su pelo sedoso, que se lo había cortado a lo Irene Castle, ahuecado y con rizos. Llevaba un suéter azulete y una falda de tenis blanca. Era como la primera mañana de mayo y no quedaba en ella ni rastro de su paso por la clínica.

—¡Uf! —dijo jadeante—. ¡Caray con el guardia! Seguro que nos detienen en la próxima parada. El doctor Diver, el conde de Marmora.

—¡Caray! —volvió a exclamar, todavía sin aliento, mientras se palpaba el nuevo peinado—. Mi hermana compró billetes de primera. Para ella es una cuestión de principio.

Cambió una mirada con Marmora y luego siguió, a gritos:

—Pero primera es esa especie de coche fúnebre detrás del conductor, rodeado de cortinas por si se pone a llover, así que no se puede ver nada. Pero mi hermana es tan digna.

Nicole y Marmora volvieron a reír con ese aire de complicidad de los jóvenes.

—¿Adónde van? —preguntó Dick.

—A Caux. ¿Usted también?

Nicole se fijó en la vestimenta que llevaba.

—¿La bicicleta esa que llevan ahí delante es suya? —Sí. Voy a correr cuesta abajo el lunes.

—¿Y me va a llevar en el manillar? Lo digo en serio. ¿Sí? Podría ser lo más divertido del mundo.

—¡Pero yo te bajo en brazos si quieres! —protestó vivamente Marmora—. O te llevo en patines. O si no, te lanzo y caes lentamente, como una pluma.

A Nicole se le iluminó el rostro. ¡Oh, volver a ser una pluma en lugar de una plomada, flotar en lugar de arrastrarse! Contemplarla era todo un espectáculo: un momento tímida y recatada y al otro afectada, haciendo muecas, gesticulando; en otros momentos se cernía sobre ella una sombra y todo su ser cobraba la dignidad del sufrimiento pasado. Dick hubiera preferido no estar allí, pues temía que su presencia le recordara a ella un mundo que había quedado muy atrás. Decidió no ir al mismo hotel que ella.

El funicular se paró de pronto y los que viajaban en él por primera vez se agitaron inquietos en sus asientos al quedar suspendidos entre dos cielos azules. Aquello se debió simplemente a un misterioso intercambio entre el conductor del tren que subía y el conductor del tren que bajaba. Volvieron a ascender sobre un sendero de bosque y un desfiladero, luego sobre una colina que se transformó en una masa sólida de narcisos, desde los pasajeros hasta el cielo. Todos los que jugaban al tenis en Montreux, en las pistas que había junto al lago, parecían ya puntitos. Había una sensación nueva en el aire, un frescor que se encarnó en música cuando el tren entró en Glion y oyeron la orquesta que tocaba en el jardín del hotel.

Cuando cambiaron al tren que les iba a llevar por la montaña, el agua que soltaba a chorros la cámara hidráulica ahogó la música. Prácticamente sobre ellos estaba Caux, donde las mil ventanas de un hotel ardían al sol del atardecer.

Pero esta vez el sistema era diferente. Una ruidosa locomotora tiraba de los pasajeros haciéndoles dar vueltas y más vueltas por una vía serpenteante que subía y volvía a subir. Subían traqueteando entre nubes bajas y por un momento Dick perdió de vista a Nicole en medio del humo de aquella pequeña locomotora en diagonal. Sortearon una racha de viento perdida; el hotel crecía de tamaño con cada vuelta hasta que, ante su gran sorpresa, se encontraron allí, encima del sol.

En la confusión de la llegada, mientras Dick se colgaba la mochila al hombro y se dirigía a recoger su bicicleta por el andén, se encontró a Nicole a su lado.

—¿Es que no se aloja en nuestro hotel? —preguntó.

—Estoy haciendo economías.

—¿Por qué no viene a cenar con nosotros?

En aquel momento se armó cierta confusión con los equipajes.

—Le presento a mi hermana. El doctor Diver, de Zurich.

Dick saludó a una joven de veinticinco años, alta y segura de sí misma. Como había conocido a otras mujeres que, como ella, llevaban los labios pintados como una flor abierta dispuesta a ser libada, pensó que, a pesar de tener una presencia que imponía, debía ser vulnerable.

—Me dejaré caer después de la cena —prometió Dick—. Primero tengo que aclimatarme.

Montó en su bicicleta y se alejó, sintiendo los ojos de Nicole fijos en él, sintiendo sobre sí la desesperación de su primer amor, que se le enroscaba dentro. Subió los trescientos metros de cuesta que había hasta el otro hotel, pidió una habitación y se encontró de pronto lavándose sin el menor recuerdo de los últimos diez minutos. En su mente sólo había una especie de exaltación ebria surcada de voces; voces insignificantes que no sabían hasta qué punto era amado.