VII

Era ya entrada la tarde cuando acabaron de deliberar qué debía hacer Dick. Decidieron que debía mostrarse sumamente amable, pero, al mismo tiempo, suprimir todo sentimiento personal. Cuando al fin se pusieron en pie los tres médicos, a Dick se le fue la mirada hacia la ventana: al otro lado caía una lluvia ligera y en algún lugar bajo aquella lluvia estaba esperando Nicole, expectante. Salió abotonándose el cuello del impermeable y bajándose el ala del sombrero y enseguida se encontró a Nicole bajo el cobertizo de la entrada principal.

—Conozco un sitio nuevo al que podemos ir —dijo ella—. Cuando estaba enferma no me importaba quedarme dentro con los demás por la tarde. Lo que decían me parecía normal. Pero, claro, ahora los veo como enfermos y es… es…

—Pronto se irá de aquí.

—Oh, sí, pronto. Mi hermana, Beth, bueno, siempre la hemos llamado Baby, va a venir dentro de unas semanas y me va a llevar no sé adónde. Después volveré aquí para estarme un último mes.

—¿Su hermana mayor?

—Sí. Es mucho mayor que yo. Tiene veinticuatro años. Es muy inglesa. Vive en Londres con la hermana de mi padre. Se iba a casar con un inglés pero lo mataron. No llegué a conocerlo.

Su rostro, de un dorado marfileño contra el difuso crepúsculo que pugnaba por dejarse ver a través de la lluvia, encerraba una promesa que Dick veía ahora por primera vez: los pómulos salientes, la ligera palidez, más fresca que febril, hacían pensar en un potro de raza en el que ya se percibían las formas del futuro caballo, un ser cuya vida no prometía ser únicamente una proyección de la juventud sobre una pantalla cada vez más gris, sino un proceso de crecimiento auténtico. Ese rostro seguiría siendo hermoso al llegar a la madurez, y sería hermoso en la vejez, porque tenía todo lo esencial: el dibujo de los rasgos y la estructura ósea.

—¿Qué está mirando?

—Estaba pensando que va a ser usted bastante feliz. Nicole se asustó.

—¿Sí? Bueno, peor de lo que me ha ido no me puede ir ya.

El lugar al que llevó a Dick era un leñero cubierto, y una vez allí se sentó con las piernas cruzadas sobre sus zapatillas de golf, envuelta en su burberry. El aire húmedo daba vigor a sus mejillas. Le devolvió la mirada a Dick con expresión grave y observó su porte más bien altanero, la forma en que se apoyaba en el poste de madera sin dejar que su cuerpo cediera del todo. Observó su rostro, que tendía de por sí a ser alegre y burlón pero él lo sometía a una disciplina constante para que pareciera serio y atento. El lado de él que parecía cuadrar con su rubicunda tez irlandesa era el que ella conocía menos; lo temía, pero era el que más deseaba explorar. Era su lado más masculino; el otro, que era su lado educado, el de un hombre siempre cortés y considerado, lo aceptaba sin pensar, como le ocurría a la mayoría de las mujeres.

—Al menos esta institución me ha servido para practicar idiomas —dijo Nicole—. He hablado en francés con dos de los médicos, en alemán con las enfermeras y en italiano, o algo parecido, con dos mujeres de la limpieza y una de las pacientes, y he aprendido mucho español con otra.

—Qué bien.

Estaba tratando de adoptar una actitud, pero no le venía ninguna que resultara lógica.

—Y también para la música. Espero que no se pensara que sólo me interesaba el ragtime. Practico todos los días; estos últimos meses he asistido a un curso en Zurich sobre la historia de la música. En realidad, era lo único que a veces me hacía soportar todo lo demás: la música y el dibujo.

De pronto se inclinó y se arrancó una tira de la suela de una de sus zapatillas que estaba suelta. Luego alzó la vista.

—Me gustaría dibujarle tal como está ahora. A Dick le entristecía que sacara a relucir todas sus habilidades para que él la aceptara.

—La envidio. Por el momento parece que no haya nada que me interese salvo mi trabajo.

—Ah, eso está bien para un hombre —se apresuro a decir—. Pero una chica, a mí me parece que tiene que cultivar todas esas pequeñas dotes para luego poder pasárselas a sus hijos.

—Supongo que sí —dijo Dick con indiferencia deliberada.

Nicole dejó de hablar. Dick deseaba que hablara para que él pudiera seguir haciendo el fácil papel de aguafiestas, pero estaba allí sentada sin decir nada.

—Ya está perfectamente bien —le dijo—. Trate de olvidar el pasado. Procure no forzar las cosas durante un año o así. Vuélvase a América y que la presenten en sociedad y enamórese. Y sea feliz.

—No me puedo enamorar.

Con la zapatilla estropeada sacó raspando un capullo de oruga pulverizado del tronco donde estaba sentada.

—Claro que puede —insistió Dick—. Tal vez no hasta que haya pasado un año o así, pero antes o después… Luego añadió, sin delicadeza alguna:

—Podrá llevar una vida completamente normal, con una casa llena de hermosos descendientes. El hecho mismo de que se haya repuesto totalmente a su edad indica que prácticamente el único problema estaba en los factores que precipitaron la crisis. Créame, jovencita, va a seguir usted al pie del cañón mucho tiempo después de que se hayan llevado a sus amigos dando gritos.

Pero había una expresión de dolor en los ojos de Nicole mientras trataba de tragar aquella píldora amarga, de aceptar aquel cruel recordatorio.

Dick estaba demasiado alterado para poder decir nada más. Miró hacia los campos de trigo e hizo un esfuerzo por recobrar su actitud distante y agresiva.

—Ya verá cómo le van bien las cosas. Todos en la clínica tienen fe en usted. El doctor Gregory está tan orgulloso de usted que probablemente…

—Odio al doctor Gregory.

—Pues no debería odiarle.

A Nicole se le había derrumbado todo su mundo, pero era un mundo frágil, apenas creado; entre las ruinas, sus sentimientos y su instinto seguían batallando. ¡Y pensar que sólo una hora antes le estaba esperando en la entrada y llevaba su esperanza en la cintura como un ramillete de flores!

Vestido, mantente tieso para él; botón, sigue en tu puesto; narciso, florece. Aire, sigue suave e inmóvil.

—Qué bien poder volver a divertirme —dijo Nicole atropelladamente.

Estaba tan desesperada que por un momento estuvo considerando la idea de hablarle de lo rica que era, de las enormes casas en las que vivía, de decirle que verdaderamente era un buen partido. Por un momento se convirtió en su abuelo, Sid Warren, el tratante de caballos. Pero no sucumbió a la tentación de confundir todos los valores y dejó que todo aquello siguiera encerrado en sus cámaras victorianas. Aunque ya no tenía un hogar al que regresar: sólo vacío y dolor.

—Tengo que volver a la clínica. Ya ha dejado de llover. Dick caminaba al lado de ella. Notaba lo infeliz que era y sentía deseos de beber la lluvia que rozaba sus mejillas.

—Tengo algunos discos nuevos —dijo Nicole—. Estoy deseando ponerlos. ¿Conoce…?

Dick pensó que esa noche después de la cena iba a consumar la ruptura. También tenía ganas de darle un puntapié en el trasero a Franz por ser en parte responsable de que se hubiera metido en aquella sórdida historia. Estaba esperando en el vestíbulo y siguió con la mirada una boina que no estaba mojada de esperar bajo la lluvia como la de Nicole, sino que cubría un cráneo recién operado. Debajo de ella había unos ojos humanos que se fijaron en él y se acercaron:

Bonjour, docteur.

Bonjour, monsieur.

II fait beau temps.

Oui, merveilleux.

Vous étes ici maintenant.

Non, pour la journée seulement.

Ah, bon. Alors, au revoir, docteur[13].

Satisfecho de haber sobrevivido a otro contacto, el desdichado de la boina se alejó. Dick seguía esperando. En esto bajó una enfermera y le dio un recado.

—La señorita Warren le pide disculpas, doctor. Quiere echarse un rato. Esta noche quiere cenar en su cuarto.

La enfermera estaba pendiente de su respuesta, casi convencida de que iba a dar a entender que la actitud de la señorita Warren era patológica.

—Ah, bien. Bueno.

Trató de controlar el flujo de su propia saliva, los latidos de su corazón.

—Espero que se mejore. Gracias.

Se sentía aturdido y descontento. En cualquier caso, aquello le liberaba.

Le dejó una nota a Franz excusándose por no cenar con él y luego fue andando a campo traviesa hasta la parada del tranvía. Mientras subía a la plataforma, en aquel crepúsculo primaveral que daba un tono dorado a los rieles y al cristal de las expendedoras automáticas de billetes, tuvo la sensación de que la parada del tranvía y el hospital oscilaban entre un movimiento centrípeto y otro centrífugo. Le entró miedo. Se sintió aliviado cuando los sólidos adoquines de Zurich resonaron una vez más con sus pisadas.

Esperaba que Nicole le llamara al día siguiente, pero no dio señales de vida. Pensó que tal vez estuviera enferma y llamó a la clínica. Habló con Franz.

—Ayer bajó a comer y hoy también —dijo Franz—. Parecía algo abstraída y como en las nubes. ¿Cómo fue todo?

Dick trató de saltar sobre el abismo insondable que separa a los sexos.

—No llegamos a hablarlo, o, por lo menos, tengo la sensación de que no lo hicimos. Traté de mostrarme distante, pero no creo que nada de lo que pasó fuera suficiente para hacerle cambiar de actitud si realmente se lo ha tomado en serio.

¿Se sentía tal vez herido en su vanidad porque no había que dar el golpe de gracia?

—A juzgar por ciertas cosas que le dijo a su enfermera, tiendo a pensar que sí que lo entendió.

—Muy bien.

—Ha sido lo mejor que podía haber pasado. No parece estar sobreexcitada. Sólo un poco como en las nubes. —Perfecto.

—Dick, ven a verme pronto.