VI

La siguiente vez que la vio fue ya en mayo. El almuerzo en Zurich le hizo comprender que tenía que ser prudente. Era evidente que la lógica de su propia vida tendía a apartarle de la muchacha; y sin embargo, cuando un desconocido que estaba en una mesa cercana la miró descaradamente, con unos ojos que brillaban de manera perturbadora, como una luz no localizada, se volvió hacia él con expresión amenazante —o más bien una versión civilizada de ésta— e hizo que dejara de mirarla.

—Era un mirón —exclamó divertido—. Sólo estaba mirando su vestido. ¿Cómo es que tiene tanta ropa?

—Mi hermana dice que somos muy ricos —explicó humildemente— desde que murió la abuela.

—Está bien, la perdono.

Tenía los suficientes años más que Nicole como para que le hicieran gracia sus destellos de vanidad y pequeños placeres juveniles, como, por ejemplo, el esbozo de pausa que hizo ante el espejo del vestíbulo al salir del restaurante para que el incorruptible azogue le devolviera su propia imagen. Disfrutaba viéndola mover las manos como si alcanzara a tocar nuevas octavas ahora que se sentiría hermosa y rica. Trató sinceramente de que no se obsesionara con la idea de que su cambio se lo debía a él y se alegraba de que cada vez se sintiera más feliz y segura de sí misma sin su ayuda. El problema era que Nicole terminaba por ponerlo todo a sus pies, le entregaba la ambrosía del sacrificio, el mirto del culto.

En la primera semana del verano Dick estaba instalado de nuevo en Zurich. Había ordenado sus ensayos y los nuevos trabajos que había escrito mientras estaba en el ejército, de forma que le sirvieran de base para su revisión de Psicología para psiquiatras. Creía haber encontrado editor y se había puesto en contacto con un estudiante pobre que le iba a corregir los errores que tuviera en alemán. Franz opinaba que era un trabajo demasiado apresurado, pero Dick, para convencerle, le hizo ver que el tema tenía pocas pretensiones.

—Es una materia que nunca voy a dominar como ahora —insistió—. Y tengo el presentimiento de que si no es fundamental es simplemente porque le ha faltado reconocimiento material. El fallo de esta profesión es que atrae a gente un poco tarada, más bien débil. Una vez dentro de la profesión tratan de suplir esas deficiencias concentrándose en el aspecto clínico, «práctico», del trabajo y así consiguen ganar la batalla sin la menor lucha. Tú, Franz, por el contrario, eres un buen profesional porque el destino te eligió para esta profesión antes incluso de que hubieras nacido. Deberías dar gracias a Dios por no haberte sentido «llamado» a ella. ¿Sabes por qué decidí yo hacerme psiquiatra? Pues porque había una chica en St. Hilda, en Oxford, que iba a esas mismas clases. Tal vez esté diciendo banalidades, pero no quiero que se me ahoguen las ideas que tengo ahora en un montón de vasos de cerveza.

—Está bien —respondió Franz—. Tú eres americano y puedes hacer eso sin perjuicio para tu carrera. A mí no me gustan todas esas generalidades. Pronto te voy a ver escribiendo fascículos con títulos como «Pensamientos profundos para el hombre de la calle», de tal simplificación que se puede garantizar absolutamente que no hacen pensar a nadie. Si mi padre viviera, Dick, te miraría y soltaría un gruñido. Luego cogería su servilleta y la doblaría así y la metería en el servilletero, este mismo que ves.

Franz levantó el servilletero para enseñárselo: tenía una cabeza de jabalí esculpida en la madera oscura.

—Y te diría: «Bueno, mi impresión es…» y luego volvería a mirarte y de pronto pensaría: «¡Para qué me voy a molestar!», y se callaría lo que iba a decirte, volvería a gruñir y la cena habría terminado.

—Hoy estoy solo —dijo Dick, irritado—, pero quizá mañana no lo esté. Entonces doblaré la servilleta como tu padre y gruñiré.

Franz aguardó un momento.

—¿Y qué hay de nuestra paciente? —preguntó.

—No sé.

—Bueno, creo que deberías saber algo de ella a estas alturas.

—Me agrada. Es atractiva. ¿Qué quieres, que la lleve a coger edelweiss?

—No. Pensé que, puesto que te interesan los libros científicos, podías tener alguna idea.

—¿Que dedique mi vida a ella?

Franz llamó a su mujer, que estaba en la cocina:

Du lieber Gott! Bitte, bringe Dick noch ein Glass-Bier[12].

—No debo seguir bebiendo si he de ir a ver a Dohmler.

—Hemos pensado que lo mejor sería hacerse un plan.

Han pasado ya cuatro semanas y parece que la chica está enamorada de ti. En circunstancias normales, eso no sería asunto nuestro, pero mientras ella esté en la clínica sí que nos atañe. Dick asintió.

—Haré lo que diga el doctor Dohmler.

Pero tenía poca fe en que Dohmler fuera a arrojar mucha luz sobre el asunto. Él mismo era el elemento incalculable de la situación, en la que se había visto envuelto sin que tuviera conciencia de haberlo querido. Le recordaba una ocasión en su infancia en que todos los de la casa andaban buscando la llave del armario en que se guardaba la vajilla de plata y él sabía que la había escondido debajo de los pañuelos en el primer cajón de la cómoda de su madre. En aquella ocasión había experimentado una indiferencia filosófica, y esa misma sensación tenía ahora al dirigirse con Franz al despacho del profesor Dohmler.

El profesor, con su bello rostro enmarcado por patillas rectas, como la terraza de una espléndida mansión cubierta de parras, le desarmó. Dick conocía a algunas personas que tenían más talento, pero a nadie de una categoría cualitativamente superior a la de Dohmler. (Seis meses más tarde volvió a pensar lo mismo al ver a Dohmler muerto, pero entonces ya no había luz en la terraza, las parras de sus patillas rozaban su cuello duro y las innumerables batallas que habían presenciado aquellos ojos como hendiduras habían quedado silenciadas para siempre bajo los párpados frágiles y delicados).

—Buenos días, señor profesor.

Permaneció en posición de firme, como si se encontrara de nuevo en el cuartel.

El profesor Dohmler entrelazó los dedos en un gesto reposado. Franz se puso a hablar en parte como oficial de enlace y en parte como secretario, hasta que su superior le interrumpió a mitad de una frase.

—Nosotros hemos andado parte del camino —dijo con dulzura—. Para seguir necesitamos su ayuda, doctor Diver. Dick se sintió indefenso.

—Es que yo no veo las cosas tan ciarás —confesó.

—Sus reacciones personales no me interesan —dijo Dohmler—. Lo que sí me interesa, y mucho, es que se ponga fin a esta supuesta «transferencia» —y al decir esto lanzó una breve mirada irónica a Franz, que éste le devolvió—. La señorita Nicole va sin duda muy bien, pero no está en condiciones de sobrevivir a lo que podría tomar como una tragedia.

Franz volvió a hacer ademán de hablar, pero el doctor Dohmler hizo que se callara con un gesto.

—Me hago cargo de que su situación es difícil.

—Efectivamente lo es.

El profesor se acomodó en su sillón y se echó a reír, y antes de que se hubiera apagado el eco de su risa, dijo, con un brillo malicioso en sus penetrantes ojillos grises:

A lo mejor es que también usted se ha visto complicado sentimentalmente.

Consciente de que se le quería sonsacar algo, Dick también se echó a reír.

—Es una muchacha muy bonita. A todos nos afectan esas cosas en mayor o menor grado. No tengo ninguna intención de…

Una vez más quiso hablar Franz y una vez más se lo impidió Dohmler haciéndole una pregunta a Dick cargada de significado.

—¿No ha pensado en marcharse?

—No puedo marcharme.

El doctor Dohmler se volvió a Franz.

—Entonces podríamos hacer que se fuera la señorita Warren.

—Lo que usted crea conveniente, profesor Dohmler —dijo Dick, dispuesto a ceder—. Desde luego es un problema.

El profesor Dohmler levantó el cuerpo del sillón como un hombre sin piernas que se apoyara en un par de muletas.

—Pero un problema profesional —dijo, elevando la voz pero sin alterarse.

Se volvió a sentar en su sillón con un suspiro y esperó a que dejaran de oírse en la habitación los ecos del trueno que había lanzado. Dick comprendió que la entrevista con Dohmler había alcanzado su punto culminante y no creía que a él mismo le quedaran fuerzas para poder seguir. Cuando ya habían declinado los efectos del trueno, Franz consiguió al fin intervenir.

—El doctor Diver es un hombre muy entero —dijo—. Creo que en cuanto se dé perfecta cuenta de cuál es la situación le hará frente como es debido. En mi opinión, Dick puede colaborar con nosotros aquí, sin que sea necesario que se vaya nadie.

—¿Qué dice usted a eso? —le preguntó el profesor Dohmler a Dick.

Dick se sentía torpe, incapaz de hacer frente a la situación con elegancia. Por otra parte, en el silencio que había seguido a la declaración de Dohmler se había dado cuenta de que aquel estado de inercia no se podía prolongar por tiempo indefinido, y de repente lo soltó todo.

—Estoy medio enamorado de ella. Incluso me he planteado casarme con ella.

—¡Chsss! ¡Chsss! —hizo Franz.

—Espere —le advirtió Dohmler. Pero Franz se negó a esperar.

—¡Pero qué dices! Dedicar la mitad de tu vida a ser médico y enfermero todo a la vez. ¡Ni se te ocurra! Sé perfectamente lo que pasa en esos casos. Una vez de cada veinte se va todo al traste pasado el primer impulso. Es mejor que no la vuelvas a ver nunca.

—¿Qué piensa usted? —preguntó Dohmler a Dick.

—Franz tiene razón, eso está claro.