Habían abierto las puertas-ventanas y la terraza del edificio principal estaba toda iluminada, salvo en un punto en que las negras sombras de paredes livianas y las sombras de fantasía de unas sillas de hierro parecían deslizarse hasta un macizo de gladiolos. Entre las figuras que se movían de una habitación a otra, Dick sólo distinguió fugazmente al principio la de la señorita Warren, pero se precisó claramente en cuanto ella le vio; al cruzar el umbral, su rostro captó la última luz de la sala y la llevó consigo a la terraza. Parecía seguir un ritmo al andar. Durante toda esa semana había tenido los oídos llenos de canciones, canciones de verano que evocaban cielos ardientes y sombras montaraces, y al llegar él, la música aquélla había vuelto a entrar en sus oídos con tal insistencia que podía haberse puesto a cantar.
—¿Cómo está, capitán? —dijo, separando sus ojos de los de él con dificultad, como si se hubieran enredado—. ¿Quiere que nos sentemos aquí?
Permaneció inmóvil; sólo sus ojos se movieron un instante.
—Estamos ya en verano prácticamente.
La había seguido una mujer a la terraza; era regordeta y llevaba un chal. Nicole se la presentó a Dick:
—La señora…
Franz se marchó, poniendo una disculpa, y Dick colocó tres sillas juntas.
—Qué noche tan deliciosa —dijo la señora.
—Muy hermosa —corroboró Nicole; luego se volvió a Dick—: ¿Va a estar mucho tiempo?
—¿Quiere decir en Zurich? Sí, voy a estar mucho tiempo.
—En realidad, ésta es la primera noche de primavera auténtica —observó la señora.
—¿Se va a quedar?
—Por lo menos hasta julio.
—Yo me iré en junio.
—Junio es un mes delicioso aquí —comentó la señora—. Debería quedarse todo junio y marcharse en julio, que es cuando hace realmente demasiado calor.
—¿Y adónde va? —le preguntó Dick a Nicole.
—No sé, con mi hermana. Espero que a un lugar que sea realmente divertido, porque he perdido tanto tiempo… Pero a lo mejor piensan que debería ir primero a un sitio tranquilo, a Como, por ejemplo. ¿Por qué no se viene a Como?
—Ah, Como… —empezó a decir la señora.
Dentro del edificio un trío comenzó a tocar La caballería ligera de Suppe. Nicole aprovechó para levantarse y la impresión que le producía a Dick su juventud y su belleza fue creciendo dentro de él hasta convertirse en una emoción insostenible. Ella sonrió, con una conmovedora sonrisa infantil que era como toda la juventud perdida del mundo.
—Con esa música tan fuerte es imposible hablar. ¿Qué le parece si damos un paseo? Buenas noches, señora.
—Buenas noches, buenas noches.
Bajaron dos escalones hasta el camino y enseguida se vieron envueltos en la oscuridad. Nicole se agarró del brazo de Dick.
—Tengo unos cuantos discos de gramófono que me ha mandado mi hermana de América —dijo—. La próxima vez que venga se los pondré. Sé de un sitio donde se puede escuchar el gramófono sin que nadie se entere.
—Estupendo.
—¿Conoce Indostán? —preguntó, con un dejo de melancolía—. No la había oído nunca, pero me gusta. Y también tengo ¿Por qué las llaman nena?, y Me alegro de hacerte llorar. Me imagino que habrá bailado al son de todas esas canciones en París.
—Nunca he estado en París.
Su vestido color crema, que mientras caminaban se volvía alternativamente azul o gris, y su pelo rusísimo tenían a Dick encandilado. Cada vez que se volvía a mirarla, la veía esbozar una sonrisa, y cuando les alcanzaba la luz de alguno de los focos que había al borde del camino, su rostro se iluminaba como el de un ángel. Ella le dio las gracias por todo, como si la hubiera llevado a alguna fiesta, y a medida que Dick se sentía menos seguro de la relación que tenía con ella, ella se sentía más segura de sí misma. La animación que la desbordaba parecía reflejar toda la animación que había en el mundo.
—Ahora me dejan hacer lo que quiero —dijo.
Le voy a poner dos canciones muy buenas: Espera hasta que vuelvan las vacas y Adiós, Alexander.
La vez siguiente, una semana después, Dick llegó con retraso y Nicole le estaba esperando en un punto del camino por el que tenía que pasar al volver de casa de Franz. Llevaba el pelo peinado hacia atrás por detrás de las orejas y le caía sobre los hombros de tal manera que parecía que la cara acabara de salir de él, como si fuera aquél el momento exacto en que surgiera de un bosque y entrara en un claro de luna. Parecía surgir de la nada, y Dick deseó que no tuviera un pasado, que fuera simplemente una muchacha perdida sin más señas que la noche de donde había salido. Fueron al escondrijo en donde había dejado el gramófono, torcieron a la altura del taller, treparon por una roca y se sentaron tras un muro bajo en la noche inmensa que avanzaba.
Ya estaban en América. Ni siquiera Franz, que estaba convencido de que Dick era un donjuán irresistible, se podía haber imaginado que iban a llegar tan lejos. Lo sentían tanto, cariño. Los dos fueron a la cita en un taxi, cielo. Los dos tenían sus preferencias en materia de sonrisas y se conocieron en el Indostán, y debieron pelearse poco después, porque nadie lo sabía y a nadie parecía importarle. Pero finalmente uno de ellos se fue y dejó al otro llorando, tan triste y tan solo.
Aquellas canciones insustanciales, en las que se enlazaban el tiempo ya perdido y las esperanzas futuras, giraban y giraban en la noche de Valais. En los momentos en que el gramófono dejaba de sonar, un grillo dominaba el ambiente con una sola nota. De vez en cuando Nicole paraba el aparato y le cantaba a Dick:
Si pones un dólar de plata en el suelo verás cómo rueda porque es muy redondo.
De la impecable separación de sus labios no parecía salir aliento alguno. De pronto Dick se puso en pie.
—¿Qué pasa? ¿Es que no le gusta?
—Claro que me gusta.
—La cocinera que tenemos en casa me enseñó ésta:
Una mujer nunca sabe,
lo bueno que es su marido,
hasta que ya lo ha perdido.
—¿Le gusta?
Le sonrió, asegurándose de que la sonrisa recogía todo lo que había en su interior y se lo ofrecía a él; le prometía lo más profundo que había en ella a cambio de bien poco: el latido de una respuesta, la tranquilidad de notar en él una reacción con la que se sintiera halagada. Por momentos iba penetrando en ella toda la dulzura de los sauces, toda la dulzura del oscuro mundo.
Nicole se puso en pie también y, al tropezar con el gramófono, fue a dar contra Dick, se apoyó un instante en su hombro redondeado.
—Tengo otro disco más —dijo—. ¿Ha oído Hasta luego, Letty? Supongo que sí.
—Pero en serio, aunque no me quiera creer: no he oído absolutamente nada.
Ni conocido, ni olido, ni probado, podría haber añadido; sólo muchachas de mejillas ardientes en cuartos secretos donde hacía un calor sofocante. Las chicas que había conocido en New Haven en 1914 besaban a los hombres diciendo «Pero ¿qué haces?», y poniéndoles las manos en el pecho para apartarlos. Y ahora tenía allí a aquella niña extraviada, apenas salvada del naufragio, que le ofrecía la esencia de todo un continente…