Le estaban esperando y sin él estaban incompletos. Seguía siendo el elemento imprevisible. En la señorita Warren y el joven italiano se leía la expectación tan claramente como en Nicole. El salón del hotel, cuya acústica era legendaria, era exclusivamente para bailar, pero había una pequeña galería de inglesas de cierta edad con gargantillas, el pelo teñido y la cara con polvos de un gris rosado, y de americanas de cierta edad con pelucas blancas como la nieve, vestidos negros y los labios rojo cereza. La señorita Warren y Marmora ocupaban una mesa que estaba en un rincón. Nicole estaba a treinta metros de distancia, en posición diagonal con respecto a ellos, y al llegar Dick oyó su voz:
¿Me oye? Le estoy hablando sin forzar la voz.
—Perfectamente.
—Hola, doctor Diver.
—¿Qué pasa?
—¿Se da usted cuenta de que la gente que está en medio de la pista no puede entender lo que digo y usted sí?
—Nos lo dijo un camarero —explicó la señorita Warren—. De esquina a esquina. Es como la radio.
Era emocionante estar en la cima de la montaña, como en un barco que navegara por alta mar. Enseguida se les unieron los padres de Marmora. Trataban a las Warren con mucha deferencia y Dick dedujo que su fortuna tenía algo que ver con un banco de Milán que tenía algo que ver con la fortuna de los Warren. Pero Baby Warren quería hablar con Dick, quería hablar con él con el mismo impulso que la lanzaba vagarosamente a todo hombre nuevo, como si anduviera en la cuerda floja y pensara que lo mejor era llegar al otro extremo lo antes posible. Cruzaba las piernas y las volvía a cruzar una y otra vez, a la manera de las vírgenes altas e inquietas.
—Nicole me ha dicho que usted también se ocupó de ella y tuvo mucho que ver en que se pusiera bien. Lo que no acabo de entender es lo que se espera que hagamos ahora. ¡Fueron tan imprecisos en el sanatorio! Lo único que me dijeron es que procuráramos que estuviera contenta y la dejáramos ser espontánea. Pero ya ve. Como sabía que estaban aquí los Marmora, le dije a Tino que por qué no se venía con nosotras en el funicular. Y lo primero que hace Nicole es arrastrarlo de un extremo al otro del tren como si estuvieran los dos chalados.
—Pero eso fue totalmente normal —dijo Dick, echándose a reír—. Yo diría que es buena señal. Estaban los dos a ver quién impresionaba más a quién.
—Pero ¿cómo voy a saber yo qué es normal y qué no lo es? Antes de que me pudiera dar cuenta, y prácticamente ante mis propios ojos, se cortó el pelo en Zurich porque había visto una fotografía en Vanity Fair.
—No pasa nada. Es una esquizoide. Es decir, una excéntrica permanente. Eso no puede cambiarse.
—¿Y qué quiere decir eso?
—Pues lo que he dicho: una excéntrica.
—¿Y cómo se puede saber si algo es una excentricidad, una locura?
—Nadie está loco. Nicole es feliz y se encuentra como nueva. No hay nada que temer.
Baby cruzaba y descruzaba las piernas. Era un compendio de todas las mujeres insatisfechas que habían amado a Lord Byron cien años antes y, a pesar de su trágica historia con el oficial de la Guardia Real, había en ella una cierta rigidez de virgen onanista.
—No es que me importe la responsabilidad —manifestó—, pero no sé muy bien qué hacer. Nunca habíamos tenido nada así en nuestra familia. Sabemos que Nicole tuvo algún trauma y mi propia opinión es que fue algún chico, pero en realidad no sabemos nada. Papá dice que si hubiera podido saber quién era le habría pegado un tiro.
La orquesta estaba tocando Pobre mariposa y Marmora hijo bailaba con su madre. Era una canción bastante nueva para todos. Dick la escuchaba y observaba a la vez los hombros de Nicole mientras ésta charlaba con Marmora padre, que tenía el pelo a mechas blancas y negras como las teclas de un piano, y se puso a pensar en los hombros de un violín y luego en la deshonra, el secreto. Oh mariposa: los instantes se convierten en horas…
—En realidad, tengo un plan —seguía diciendo Baby, con una obstinación por la que a la vez parecía pedir disculpas—. Tal vez le parezca absurdo a usted, pero, según dicen, habrá que seguir cuidando a Nicole durante algunos años. No sé si ha estado alguna vez en Chicago…
—No, no he estado nunca.
—Bueno, el caso es que está la parte norte y la parte sur, muy separadas la una de la otra. La parte norte es la elegante y eso, y nosotros hemos vivido siempre allí, por lo menos desde hace muchos años, pero cantidad de familias antiguas, familias antiguas de Chicago, no sé si me entiende, siguen viviendo en la parte sur. Allí es donde está la Universidad. A alguna gente le resulta el ambiente opresivo, pero bueno, es diferente de la parte norte. No sé si entiende lo que estoy diciendo.
Dick asintió. Concentrándose un poco había logrado entender de qué hablaba.
—Naturalmente, conocemos cantidad de gente allí. Papá controla ciertas cátedras y becas y cosas de ésas en la Universidad, y se me ocurrió que si nos llevamos a Nicole a casa y la introducimos en ese ambiente —al fin y al cabo, a ella le gusta mucho la música y habla cantidad de idiomas y eso—, qué cosa mejor le podría pasar en su estado que enamorarse de un médico que esté bien y…
Dick estaba a punto de soltar una carcajada. O sea, que los Warren le iban a comprar un médico a Nicole. (¿No tendrán ustedes un médico que esté bien? ¿Nos lo pueden prestar?). No había que preocuparse por Nicole puesto que ellos podían permitirse el lujo de comprarle un médico joven y presentable con la pintura todavía fresca.
—Pero ¿y el médico? —dijo maquinalmente.
—Muchos habrá que no quieran perderse una oportunidad así.
Los que habían estado bailando regresaban ya, pero Baby tuvo tiempo de decirle en voz baja:
—Ésa es la idea que se me ocurrió. Bueno, y ahora ¿dónde está Nicole? ¿Dónde se habrá metido? ¿Estará arriba en su habitación? ¿Qué debo hacer? Nunca sé si es algo sin importancia o si tengo que ponerme a buscarla.
—A lo mejor sólo quiere estar a su aire un poco. La gente que vive sola se habitúa a la soledad.
Pero al ver que la señorita Warren no estaba escuchando lo que decía, se interrumpió.
—Voy a echar un vistazo.
Afuera todo estaba envuelto en niebla. Por un momento tuvo la sensación de que era como la primavera con las cortinas echadas. Sólo había vida en las proximidades del hotel. Dick pasó por delante de un sótano a través de cuyas ventanas se veía a unos ayudantes de camarero que jugaban a las cartas sentados en literas con una botella de litro de vino español. A medida que se acercaba a la avenida comenzaban a asomar las estrellas sobre las blancas cumbres alpinas. En el paseo en forma de herradura desde el que se dominaba el lago estaba Nicole, inmóvil entre dos veladores, y Dick se acercó por el césped sin hacer ruido. Al volverse a mirarlo, la expresión de su rostro no parecía denotar exactamente que se alegrara de verle allí, y por un instante se arrepintió de haber ido.
—Su hermana estaba preocupada.
—¡Oh!
Estaba acostumbrada a que la vigilaran. Trató de dar explicaciones, pero no le resultaba fácil.
—A veces me pongo un poco… todo es un poco… demasiado. He vivido tan plácidamente. Esa música que tocaban era demasiado. Me daba ganas de llorar.
—Lo entiendo.
—Ha sido un día tan emocionante.
—Lo sé.
—No quiero ser insociable. Ya he causado bastantes problemas a todos. Pero esta noche tenía que escaparme.
A Dick le vino a la cabeza de pronto —como a un moribundo le podía venir a la cabeza que había olvidado decir dónde estaba su testamento— que Nicole había sido «reeducada» por Dohmler y las generaciones fantasmales que le habían precedido. También se le ocurrió pensar que eran muchas las cosas que se le tendrían que enseñar a Nicole. Pero tras haber registrado estos datos en su mente, decidió hacer frente a la situación tal como insistía en presentarse.
—Usted es una buena persona. No se deje influir por lo que piense que los demás opinan de usted y confíe en su propio criterio.
—¿A usted le gusto?
—Claro.
—¿Y habría podido…?
Caminaban hacia el extremo más oscuro de la herradura, que estaba a doscientos metros de distancia.
—Sí no hubiera estado enferma, ¿usted habría podido…? Quiero decir, ¿hubiera sido el tipo de chica de la que usted podría…? Oh, qué tontería. Bueno, ya sabe lo que quiero decir.
Por fin había ocurrido lo que tenía que ocurrir. Dick se sentía poseído por la irracionalidad de todo aquello. La tenía tan cerca que casi no podía respirar, pero una vez más su tan ejercitado aplomo acudió en su ayuda con una risita de adolescente y una observación banal.
—Se está engañando a sí misma, jovencita. Yo conocía a un tipo que se enamoró de su enfermera…
La anécdota seguía y seguía estirándose, acentuada por el ruido de sus pasos. De pronto Nicole la interrumpió con una brusquedad muy de Chicago:
—¡Qué narices!
—Esa expresión es muy vulgar.
—¡Y qué! —repuso indignada—. Usted se cree que no tengo sentido común. Tal vez no lo tuviera antes de ponerme enferma, pero ahora sí lo tengo. Usted es el hombre más atractivo que he conocido nunca, y si no me diera cuenta de ello podría pensarse que sigo estando loca. He tenido mala suerte, lo reconozco. Pero no intente hacerme creer que no me entero de nada. Sé perfectamente todo lo que pasa entre usted y yo.
Dick estaba en situación de desventaja por otra razón, además. Se acordó de lo que había dicho la mayor de las Warren de los médicos jóvenes que se podían comprar en el mercado intelectual de la parte sur de Chicago, y por un instante se endureció.
—Es usted encantadora, pero no me puedo enamorar.
—No me da usted ni una oportunidad.
—¿Qué?
Aquella impertinencia, que parecía dar a entender que tenía derecho a invadirle, le dejó anonadado. Salvo que aceptara la anarquía total, no se le ocurría pensar en ninguna oportunidad que Nicole Warren mereciera.
—Dámela ahora.
A Nicole se le enronqueció la voz hasta hundirse en su pecho, y al acercarse a él, se tensó sobre su corazón el prieto corpiño que llevaba. Dick sintió la frescura de sus labios, su cuerpo que suspiraba de alivio en el abrazo que se hacía más fuerte. Ya no cabía hacer plan alguno, porque era como si Dick hubiera hecho arbitrariamente una mezcla indisoluble al unir unos átomos que ya no se podían separar; se podría desechar la mezcla, pero los átomos ya nunca podrían volver a ocupar el lugar que les correspondía en la escala atómica. Mientras la tenía abrazada y sentía su sabor, y ella se doblaba más y más entregándose a él, entregándole sus labios, que hasta para ella eran nuevos, ahogada y sumida en amor y sin embargo apaciguada y triunfante, se alegraba simplemente de existir, aunque sólo fuera como un reflejo en los ojos húmedos de Nicole.
—¡Oh Dios! —dijo jadeante—. Qué maravilla besarte.
Eso sólo eran palabras, pero Nicole lo tenía en su poder ya y no lo iba a soltar. De pronto se hizo la coqueta y se apartó, dejándolo tan suspenso como lo había estado en el funicular esa misma tarde. Pensaba: «Así aprenderá a no ser tan engreído; vaya manera de tratarme. Ah, pero fue ¡tan maravilloso! Ya lo tengo: es mío». Ahora le tocaba huir, pero era todo tan tierno y tan nuevo que andaba despacio, como si temiera dejar de sentirlo.
De pronto se estremeció. Allá abajo, a una distancia de seiscientos metros, se veían el collar y la pulsera de luces que eran Montreux y Vevey y, más allá, el oscuro colgante de Lausana. Desde algún lugar de aquel abismo subía el débil sonido de una música de baile. Nicole tenía ya la mente despejada. Lo veía todo con frialdad y estaba tratando de confrontar los recuerdos sentimentales de su infancia con la misma determinación con que va a emborracharse un soldado después de una batalla. Pero seguía temiendo a Dick, que estaba cerca de ella, apoyado, en una de sus posturas características, en la cerca de hierro que bordeaba la herradura; y esto la llevó a decir:
—Recuerdo que solía esperarte en el jardín sosteniendo todo mi ser en los brazos como un cesto de flores. Ésa al menos es la impresión que tenía. Me parecía tan encantador, estar allí esperando para entregarte ese cesto de flores.
Sintió la respiración de Dick en el hombro. La obligó a volverse hacia él y ella le besó varias veces, y cada vez que se acercaba, agarrándose a sus hombros, se le agrandaba el rostro.
—Está lloviendo mucho.
De repente se oyó una detonación que venía de las laderas cubiertas de viñas del otro lado del lago; estaban lanzando cañonazos contra las nubes cargadas de granizo para romperlas. Todas las luces de la avenida se apagaron y luego volvieron a encenderse. Entonces se precipitó la tormenta, que cayó primero del cielo y luego en torrentes de las montañas, arrastrándose estrepitosamente por los caminos y las acequias de piedra. Llegó acompañada de un cielo sombrío y amenazador, rayos feroces y truenos que parecían partir la tierra en dos, mientras las nubes desgarradas pasaban en su huida destructora por encima del hotel. Desaparecieron el lago y las montañas y el hotel se encogió en medio del tumulto, el caos y las tinieblas.
Para entonces Dick y Nicole habían llegado al vestíbulo, donde Baby Warren y los tres Marmora les aguardaban inquietos. Qué sensación tan vivificante haber escapado de la lluvia y la niebla y estar allí, entre aquel golpear de puertas, riendo y temblando de emoción, con el viento aún ululando en sus oídos y las ropas empapadas. En la sala de baile la orquesta tocaba un vals de Strauss y el sonido resultaba demasiado agudo y desconcertante.
«¿Que el doctor Diver se casó con una de sus pacientes? Pero ¿cómo ocurrió? ¿Cómo empezó la cosa?».
—¿Por qué no se va a cambiar y luego vuelve? —dijo Baby Warren a Dick tras examinarlo detenidamente.
—No tengo nada que ponerme, como no sea unos pantalones cortos.
Mientras caminaba trabajosamente hacia su hotel en un impermeable prestado, no cesaba de reír para sus adentros.
«Qué gran oportunidad, efectivamente. ¡Dios santo! ¿Conque decidieron comprar un médico? Pues bien: más vale que se conformen con lo que puedan encontrar en Chicago».
Pero mostrarse tan implacable le pareció repulsivo y trató de compensar a Nicole recordando que jamás había probado unos labios tan frescos como los suyos, recordando las gotas de lluvia como lágrimas que derramara por él que caían sobre sus suaves mejillas de porcelana… El silencio que se hizo al cesar la tormenta le despertó hacia las tres de la mañana. Se levantó y fue hasta la ventana. La belleza de Nicole subía por la pendiente ondulada, entraba en la habitación y se filtraba por las cortinas con un leve susurro.
A la mañana siguiente trepó los dos mil metros que había hasta Rochers de Naye, muy divertido por el hecho de que el encargado del funicular del día anterior hubiera aprovechado su día libre para trepar también.
Luego Dick bajó hasta Montreux para darse un baño y volvió a su hotel a tiempo para la cena. Tenía dos notas esperándole:
No estoy en absoluto avergonzada por lo de anoche. Fue la cosa más bonita que me ha pasado nunca e incluso si no le vuelvo a ver nunca más, mon capitain, me alegro de que haya ocurrido.
El tono era bastante desarmante. La pesada sombra de Dohmler se desvaneció mientras Dick abría el segundo sobre:
QUERIDO DOCTOR DIVER.
Le llamé por teléfono pero había salido. ¿Podría pedirle un inmenso favor? Debido a circunstancias imprevistas he de regresar a París y parece ser que es mucho más rápido si me voy por Lausana. ¿Le importaría que Nicole viajara con usted hasta Zurich, ya que se va usted el lunes, y dejarla luego en el sanatorio? ¿Es mucho pedir?
Le saluda atentamente,
BETH EVAN WARREN
Dick se puso furioso. La señorita Warren sabía que había ido en bicicleta, pero la nota estaba redactada de tal forma que era imposible negarse. ¡Qué fácil nos lo pone! ¡La bendita propincuidad y el dinero de los Warren!
Pero se equivocaba. No era ésa la intención de Baby Warren. Había examinado a Dick con su mirada experta de mujer de mundo, lo había medido con su regla retorcida de anglófila y había llegado a la conclusión de que no estaba a la altura de lo que se hubiera esperado de él; a pesar de que físicamente le parecía muy apetecible. Pero era demasiado «intelectual» para ella y le encasillaba en un tipo de ambiente similar al de cierta gente entre zarrapastrosa y con pretensiones sociales que había tenido ocasión de conocer en Londres. Era demasiado intenso para estar realmente bien. No veía ninguna posibilidad de que se pudiera convertir en lo que ella entendía por aristócrata.
Y encima, era testarudo. Por lo menos seis veces había notado que, mientras ella le hablaba, dejaba de prestarle atención y adoptaba ese aire ausente tan raro que a veces tenía la gente. Nunca le había parecido bien el desenfado con que se comportaba Nicole de niña y ya se había convencido de que lo más sensato era considerarla «un caso perdido». Pero, en todo caso, el doctor Diver no era el tipo de médico que se podía imaginar como miembro de su familia.
Simplemente se servía de él en esa ocasión porque le convenía.
Pero aquel favor que le pedía tuvo las consecuencias que Dick daba por supuesto que ella deseaba. Un viaje en tren puede ser algo terrible, doloroso o divertido; puede ser como un vuelo de prueba o puede ser la prefiguración de otro viaje, del mismo modo que un día concreto con un amigo puede ser largo, desde la excitación de la mañana hasta el momento en que los dos se dan cuenta de que tienen hambre y se ponen a comer. Luego llega la tarde y todo decae, porque se tiene la sensación de que la jornada va a terminar, pero todo se vuelve a animar al final. A Dick le entristecía ver la modesta felicidad de Nicole; y sin embargo, era alivio lo que sentía ella al regresar al único hogar que conocía. Ese día no hubo ninguna escena de amor, pero cuando la dejó ante la puerta desolada al borde del lago de Zurich y ella se volvió a mirarle, comprendió que desde aquel momento y ya para siempre el problema de ella era de los dos.