—Así que por fin sabíamos qué terreno pisábamos —dijo Franz—. Dohmler le dijo a Warren que nos haríamos cargo del caso si estaba de acuerdo en no tener ningún contacto con su hija por tiempo indefinido. Un mínimo absoluto de cinco años. Una vez repuesto de su crisis, lo que más parecía preocuparle a Warren era que la historia pudiera llegar a saberse en los Estados Unidos. Trazamos un programa para la chica y nos pusimos a esperar. Los pronósticos eran poco esperanzadores. Como sabes, el porcentaje de curaciones a esa edad es bajo, incluso de curaciones que sólo permiten reintegrar al paciente a la sociedad.
—Sí, esas primeras cartas tenían mal aspecto —reconoció Dick.
—Muy malo. Muy típico. Dudé mucho antes de dejar que la primera de ellas saliera de la clínica. Luego pensé: será bueno para Dick saber que seguimos aquí. Fue muy generoso por tu parte contestar a esas cartas.
Dick suspiró.
—¡Era tan bonita! Y con las cartas me enviaba muchas fotos suyas. Por otra parte, no tuve nada que hacer allí durante un mes. Lo único que decía en mis cartas era: «Pórtese bien y haga lo que le dicen los médicos».
—Y con eso bastaba. Así tenía alguien de fuera en quien pensar. Durante un tiempo no tuvo a nadie, salvo una hermana con la que no parece tener una relación muy íntima. Además, leer sus cartas nos sirvió de mucho. Eran un fiel reflejo del estado en que se encontraba en cada momento.
—Me alegro.
—¿Comprendes ya lo que pasó? Se sintió cómplice tuya. Es algo que no parece pertinente al caso, pero ten en cuenta que nuestro objetivo es que recupere su equilibrio interno y la fuerza de su carácter. Primero tuvo aquel trauma. Luego estuvo en el internado y oía hablar a las otras chicas. Así que simplemente para protegerse se convenció a sí misma de que no había tenido la menor complicidad en el asunto, y de ahí fue fácil pasar a un mundo de fantasmas en el que todos los hombres eran unos malvados, y cuanto más los querías y confiabas en ellos, más malvados.
—¿Llegó ella a hablar alguna vez directamente de… de aquel horror?
—No, y a decir verdad, esto nos planteó un problema cuando parecía que empezaba a estar normal, hacia octubre más o menos. A una mujer de treinta años se la puede dejar que ella misma se vaya readaptando, pero con alguien tan joven como Nicole teníamos miedo de que se endureciera y guardara para siempre dentro de ella todo aquello. Por tanto, el doctor Dohmler le dijo con toda franqueza: «Ahora se debe usted a sí misma. Esto no significa en absoluto el fin de nada. Al contrario, su vida no ha hecho más que empezar» y etcétera, etcétera. En realidad, tiene una mente muy despierta. Le dio algunas cosas de Freud para que las fuera leyendo y se mostró muy interesada. Es un poco la niña mimada de todos aquí en la clínica. Pero sigue más bien a la defensiva.
Pareció dudar.
—Nos hemos preguntado si en las últimas cartas que te escribió, que ella misma echó al correo en Zurich, te decía algo que nos pudiera aclarar cuál es su estado de ánimo actual y si tiene algún plan para el futuro.
Dick se puso a pensar.
—Pues no sé qué decirte. Te puedo traer las cartas si quieres. Parece tener esperanzas y unas ganas de vivir normales; parece incluso algo romántica. A veces habla del «pasado» como podría hablar alguien que hubiera estado en la cárcel. Pero nunca se sabe en estos casos si la persona en cuestión se refiere al delito que cometió o a la prisión o a la totalidad de la experiencia. Ten en cuenta que yo para ella no soy más que una especie de muñeco.
—Por supuesto. Entiendo perfectamente tu posición y te expreso una vez más nuestro agradecimiento. Por eso quería verte antes de que la vieras a ella.
Dick se rió.
—¿Es que crees que va a abalanzarse sobre mí en cuanto me vea?
—No, no es eso. Pero sí te pido que seas prudente. Las mujeres te encuentran muy atractivo, Dick.
—¡Dios me asista entonces! Tendré que ser no sólo prudente sino también repulsivo. Masticaré un ajo cada vez que vaya a verla y llevaré siempre barba de varios días. La obligaré a protegerse contra mí.
—¡Nada de ajos! —dijo Franz, creyendo que hablaba en serio—. No hay necesidad de que comprometas tu carrera. Pero creo que no hablas en serio del todo.
—Y también podría cojear un poco. Y en todo caso, donde vivo ahora no hay una bañera de verdad.
—Estás bromeando —dijo Franz, relajándose, o más bien haciendo como que se relajaba—. Pero háblame de ti ahora. ¿Cuáles son tus planes?
—Sólo tengo uno, Franz: convertirme en un buen psiquiatra, tal vez en el mejor que haya existido nunca.
Franz rió de buena gana, pero se dio cuenta de que esta vez Dick no bromeaba.
—Me parece muy bien. Típicamente americano —dijo—. A nosotros no nos resulta tan fácil.
Se levantó y fue hasta la puerta-ventana.
—Desde aquí puedo ver todo Zurich. Allí está la torre de la Gross-Münster; mi abuelo está enterrado en su cripta. Al otro lado del puente yace mi antepasado Lavater, que se negó a ser enterrado en una iglesia. Cerca de allí está la estatua de otro de mis antepasados, Heinrich Pestalozzi, y la del doctor Alfred Escher. Y por encima de todo siempre está Zuinglio. Estoy enfrentado continuamente a un panteón de héroes.
—Sí, claro —dijo Dick, poniéndose en pie—. Sólo me estaba dando bombo. Todo vuelve a empezar ahora. Casi todos los americanos que viven en Francia están ansiosos por volver a América, pero yo no. Sólo por asistir a las clases en la universidad me siguen dando la paga militar todo lo que queda de año. ¿Qué te parece? ¿A que ése es un gobierno por todo lo alto que sabe quiénes van a ser los grandes hombres del país? Cuando terminen las clases me iré a América por un mes para ver a mi padre. Y luego volveré aquí. Me han ofrecido un trabajo.
—¿Dónde?
—Vuestros rivales. La clínica Gisler en Interlacken.
—No se te ocurra aceptarlo —le aconsejó Franz—. Han llegado a tener hasta doce médicos jóvenes en un año.
Gisler es un maniaco-depresivo y la clínica la llevan su mujer y el amante de ésta. Por supuesto, todo esto que te digo es de carácter confidencial.
—¿Y qué hay de aquel viejo proyecto tuyo en América? —preguntó Dick con aire jovial—. ¿Recuerdas? Íbamos a ir a Nueva York a abrir una clínica supermoderna para multimillonarios.
—Aquello era palabrería de estudiantes.
Dick cenó con Franz, su esposa y un perrito que olía a goma quemada en el chalé que tenían en las inmediaciones de la clínica. Sentía una vaga opresión, que no se debía al ambiente de estrechez económica, ni a la señora Gregorovius, que era exactamente como se la había imaginado, sino al hecho de que los horizontes de Franz fueran de pronto tan limitados y pareciera totalmente resignado a ello. Para Dick, los límites del ascetismo estaban marcados de forma distinta. Podía ser un medio de llegar a una meta fijada de antemano, o incluso un elemento inseparable de la gloria que se alcanzaría gracias a él. Pero lo que no entendía era cómo se podía reducir deliberadamente la vida a las dimensiones de un traje heredado. En la actitud doméstica de Franz y su esposa, en sus gestos carentes de gracia mientras se movían por aquel confinado espacio no había el menor espíritu de aventura. Los meses de posguerra pasados en Francia, junto con los generosos ajustes de cuentas que estaban teniendo lugar bajo la égida de la magnificencia norteamericana, habían afectado a la visión que tenía Dick de las cosas. Además, todo el mundo, hombres y mujeres, le alababa mucho, y tal vez lo que le había hecho regresar al centro de los grandes relojes suizos fuera la intuición de que aquello no era nada bueno para un hombre que quería ser serio.
Se las arregló para hacer que Kaethe Gregorovius se sintiera como si realmente fuera una persona encantadora, pese a que el olor a coliflor que impregnaba todo le estaba poniendo cada vez más nervioso, pero al mismo tiempo no se perdonó aquel amago de superficialidad cuyo objeto no terminaba de entender.
«¿Soy a pesar de todo como los demás?», era una pregunta que solía hacerse cuando de pronto se despertaba por las noches. «¿Soy como el resto de la gente?».
Éstas, sin duda, no eran reflexiones dignas de un socialista, pero perfectamente dignas de aquellos que realizan tina parte importante del más excepcional de los trabajos. La verdad era que desde hacía varios meses estaba tratando de hacer esa partición de las cosas de juventud que sirve para decidir si hay que sacrificarse o no por algo en lo que ya no se cree. En las horas inertes de la madrugada, en. Zurich, mientras contemplaba la cocina de alguna casa desconocida apenas iluminada por el reflejo de un farol, siempre pensaba que quería ser bueno, amable, valiente y prudente, pero ser todas esas cosas era bastante difícil. También quería que alguien le quisiera, si encontraba lugar para ello.