Aproximadamente un año y medio antes, el doctor Dohmler mantuvo una correspondencia más bien vaga con un señor norteamericano que vivía en Lausana, un tal Devereux Warren, de los Warren de Chicago. Concertaron una cita y un día llegó el señor Warren a la clínica con su hija Nicole, una muchacha de dieciséis años. Era evidente que la chica no estaba bien y la enfermera que la acompañaba se la llevó a dar un paseo por los jardines mientras el señor Warren consultaba con el doctor Dohmler.
Warren era extraordinariamente apuesto y aparentaba menos de cuarenta años. Era un buen ejemplar de norteamericano en todos los aspectos: alto, de espaldas anchas, bien proporcionado; «un homme trés chic» fueron las palabras que utilizó el doctor Dohmler para describírselo a Franz. Sus grandes ojos grises estaban ribeteados de venillas de estar expuesto al sol mientras remaba en el lago de Ginebra, y tenía ese aire especial que da haber conocido las mejores cosas del mundo. La conversación fue en alemán, pues resultó que se había educado en Göttingen. Estaba nervioso y era evidente que el asunto que le había llevado allí le resultaba muy penoso.
—Doctor Dohmler, mi hija no está bien de la cabeza. La he puesto en manos de numerosos especialistas y entemieras y se ha sometido a un par de curas de reposo, pero la cosa ha cobrado unas dimensiones que me desbordan y me han recomendado insistentemente que viniera a verle a usted.
—Muy bien —dijo el doctor Dohmler—. ¿Por qué no me lo cuenta todo desde el principio?
—No hay ningún principio, o por lo menos, que yo sepa, no hay ningún caso de enfermedad mental en la familia por ninguno de los dos lados. La madre de Nicole falleció cuando ella tenía once años, y más o menos he sido para ella un padre y una madre a la vez, con la ayuda de institutrices. Padre y madre a la vez.
Daba muestras de gran emoción mientras decía esto y el doctor Dohmler observó que tenía lágrimas en los ojos y notó por primera vez que le olía algo el aliento a whisky.
—De niña era un encanto. Todo el mundo estaba loco con ella, todo el que la conocía. Era lista como el diablo y más alegre que unas pascuas. Tenía afición a leer, a dibujar, a bailar, a tocar el piano, lo que fuera. Le oía decir a mi mujer que de todos nuestros hijos Nicole era la única que no lloraba por las noches. Tengo otra hija mayor y tenía un hijo que murió, pero Nicole era… Nicole era… Nicole…
Se interrumpió bruscamente y el doctor Dohmler salió en su ayuda.
—Era una niña completamente normal, inteligente y feliz.
—Absolutamente.
El doctor Dohmler esperó a que siguiera. El señor Warren maneó la cabeza, dio un profundo suspiro, echó una mirada rápida al doctor Dohmler y volvió a bajar la vista.
—Hará unos ocho meses, o tal vez seis o diez, no sé muy bien. Estoy tratando de calcularlo, pero no recuerdo exactamente dónde estábamos cuando empezó a hacer cosas raras… locuras. Su hermana fue la primera en decirme algo. Porque Nicole para mí seguía siendo la misma… —añadió de manera más bien apresurada, como si alguien le hubiera echado la culpa a él— la misma niña encantadora de siempre. Lo primero tuvo que ver con un criado.
—Ah, sí —dijo el doctor Dohmler haciendo un gesto de asentimiento con su cabeza venerable, como si, a la manera de Sherlock Holmes, hubiera sabido que en ese punto del relato tenía que entrar en escena un criado.
—Tenía un criado… llevaba años a mi servicio. Suizo precisamente —dijo, levantando la vista como si esperara la aprobación del doctor Dohmler como buen patriota—. Y no sé qué absurda idea se le metió en la cabeza con ese criado. Pensaba que la estaba cortejando. Naturalmente, por aquel entonces la creí y tuve que despedir al criado, pero ahora sé que todo eran historias.
—Según ella, ¿qué es lo que había hecho el criado?
—Eso fue lo primero. Los médicos no pudieron sacarle nada. Se limitaba a mirarlos como si ellos tuvieran la obligación de saber lo que había hecho. Pero dio a entender claramente que había tratado de hacer indecencias con ella. De eso no cabía ninguna duda.
—Ya entiendo.
—Naturalmente, he oído hablar de mujeres que se sienten solas y se imaginan que hay un hombre debajo de la cama y cosas por el estilo, pero ¿por qué tenía que ocurrírsele una cosa así a Nicole? Tenía todos los jóvenes que quisiera a su disposición. Estábamos en Lake Forest —un lugar de veraneo cerca de Chicago donde tenemos una casa— y se pasaba el día fuera jugando al golf o al tenis con chicos. Y algunos de ellos bastante chalados por ella además.
Todo el tiempo que Warren le estaba hablando al viejo armazón reseco del doctor Dohmler, parte de La mente de éste se concentraba intermitentemente en una visión de Chicago. Cuando era joven había tenido la oportunidad de ir a Chicago con una beca para enseñar en la universidad, y tal vez de hacerse rico allí y ser propietario de una clínica en lugar de un pequeño accionista como era ahora. Pero cuando se puso a pensar en lo que consideraba sus escasos conocimientos esparcidos por toda aquella extensión, todos aquellos campos de trigo e inmensas praderas, decidió no aceptar la beca. Pero en aquellos días había leído mucho sobre Chicago, sobre las grandes familias feudales de los Armour, los Palmer, los Field, los Crane, los Warren, los Swift y los McCormick entre muchas otras, y en los años subsiguientes le había llegado un número considerable de pacientes de ese estrato social de Chicago y Nueva York.
—Se puso peor —continuó Warren—. Tuvo como tina especie de ataque. Las cosas que decía cada vez tenían menos sentido. Su hermana anotó algunas de ellas.
Le tendió al doctor una hoja de papel muy doblada.
—Casi siempre eran sobre hombres que iban a atacarla, hombres que conocía o que viera por la calle… cualquiera…
Le habló de su alarma y su angustia, de los horrores que tienen que soportar las familias en esas circunstancias, del poco éxito que habían tenido todos los intentos que hicieron en los Estados Unidos y, por último, de la fe en que un cambio de aires resultara beneficioso, lo que le había hecho afrontar el bloqueo marítimo y la presencia de submarinos y llevar a su hija a Suiza.
—En un crucero de los Estados Unidos —precisó con cierta arrogancia—. Con un poco de suerte lo pude arreglar. Y supongo que no necesito añadir —dijo, esbozando una sonrisa de disculpa— que, en lo que atañe al dinero, no se plantea el menor problema.
—Por supuesto que no —asintió el doctor Dohmler secamente.
Se estaba preguntando por qué le estaría mintiendo aquel hombre y qué era lo que trataba de ocultar.
Y si no, ¿a qué se debía aquel aire de falsedad que había impregnado toda la habitación desde que aquel hombre tan atractivo con traje de tweed se había dejado caer en su sillón con elegancia deportiva? Allí afuera, en aquel día de febrero, había un pobre pajarito al que le habían cortado las alas, una verdadera tragedia, mientras que dentro de aquel despacho todo era demasiado endeble, endeble y falso.
—Ahora me gustaría hablar con ella unos minutos —dijo el doctor Dohmler pasando al inglés, como si de esa manera pudiera acercarse más a Warren.
Varios días después, cuando ya Warren había regresado a Lausana y dejado a su hija en la clínica, el doctor y Franz anotaron en la ficha de Nicole lo siguiente:
Diagnostic: schizophrénie. Phase aigüe en décroissance. La peur des hommes est un symptorne de la maladie, et n’est point constitutionnelle. Le pronostic doit rester réservé[11].
Y se pusieron a esperar, con un interés cada vez mayor a medida que pasaban los días, la segunda visita que les había prometido el señor Warren.
La visita tardaba mucho en producirse. Pasados quince días, le escribió el doctor Dohmler. Como a pesar de eso seguían sin tener noticias suyas, el doctor Dohmler hizo lo que para aquellos días era «una locura»: telefoneó al Gran Hotel de Vevey. El criado del señor Warren le informó de que éste se encontraba en esos momentos haciendo las maletas, pues se disponía a regresar a los Estados Unidos. Pero al recordársele que los cuarenta francos suizos de la conferencia se iban a reflejar en la contabilidad de la clínica, la sangre de guardia de las Tullerías que tenía el criado vino en ayuda del doctor Dohmler, y el señor Warren se puso al teléfono.
—Es absolutamente necesario que venga usted. De ello depende la salud de su hija. Yo no me puedo hacer responsable.
—Pero, doctor, para eso precisamente está usted. ¡Tengo que regresar urgentemente a mi país!
El doctor Dohmler nunca había hablado con nadie que estuviera a esa distancia, pero dio su ultimátum por teléfono con tal firmeza que el norteamericano atormentado que estaba al otro lado del aparato tuvo que ceder. Media hora después de esta segunda visita al lago de Zurich, toda la resistencia de Warren se había venido abajo. Con los hombros perfectos sacudidos por terribles sollozos dentro de la chaqueta de buen corte y los ojos más rojos que el mismo sol reflejándose sobre el lago de Ginebra, les confesó lo inconfesable.
—No sé cómo ocurrió —dijo con voz enronquecida—. No lo sé, no lo sé… Después de morir su madre cuando ella era todavía pequeña, venía todas las mañanas y se metía en mi cama y a veces dormía en mi cama. Me daba mucha pena la pobre niña. Y después, siempre que íbamos a algún sitio en coche o en tren nos teníamos las manos cogidas. Ella me cantaba siempre. Y solíamos decirnos: «Hoy vamos a hacer como si no existiera nadie más en el mundo. Vamos a vivir sólo el uno para el otro. Hoy me perteneces».
Su voz adquirió un tono desesperadamente sarcástico.
—La gente decía: qué padre e hija tan perfectos. Hasta con lágrimas en los ojos. En realidad, éramos como amantes. Y un día, sin más, nos convertimos en amantes de verdad. Y diez minutos después de que ocurriera me hubiera pegado un tiro. Sólo que debo ser tan degenerado que no tuve valor para hacerlo.
—¿Y qué pasó luego? —dijo el doctor Dohmler, que se había puesto otra vez a pensar en Chicago y en un caballero pálido de modales suaves que treinta años atrás, en Zurich, le había examinado a través de sus quevedos—. ¿Siguió la cosa?
—¡Oh no! Ella casi… pareció enfriarse enseguida. Lo único que decía era: «No te preocupes, no te preocupes, papi. No importa. No te preocupes».
—¿Y no tuvo consecuencias?
—No.
Soltó un sollozo convulsivo y se sonó varias veces.
—Pero las ha tenido ahora. ¡Y qué consecuencias! Una vez terminado el relato, el doctor Dohmler se arrellanó en su sillón de burgués satisfecho y dijo para sí con encono: «¡Patán!». Era uno de los pocos juicios absolutos de carácter profano que se había permitido en veinte años. Luego dijo:
—Me gustaría que se fuera a algún hotel de Zurich a pasar la noche y luego viniera a verme por la mañana. —¿Y después de eso?
El doctor Dohmler abrió las manos lo suficiente como para dar cabida a un lechón.
—Chicago —sugirió.