En cuanto salió Abe con su paso vacilante, Dick y Rosemary se abrazaron precipitadamente. Les cubría a ambos una especie de polvillo de París a través del cual percibían sus respectivos olores: la capucha de caucho de la estilográfica de Dick, el olor casi imperceptible del calor que emanaba del cuello y los hombros de Rosemary. Durante medio minuto más, Dick se aferró a aquel estado. Rosemary fue la primera en volver a la realidad.
—Me tengo que ir, jovencito —dijo.
Se miraron con los ojos entornados a través de un espacio que se agrandaba por momentos y Rosemary hizo una salida de escena que había aprendido de muy joven y que ningún director había tratado nunca de mejorar.
Abrió la puerta de su cuarto y fue directamente a su escritorio, donde recordó de repente que se había dejado el reloj. Allí estaba efectivamente. Mientras se lo ponía, miró la carta que ese día le había escrito a su madre y terminó la última frase mentalmente. Sin necesidad de volverse, fue adquiriendo gradualmente conciencia de que no estaba sola en la habitación.
En toda pieza habitada hay superficies de refracción que sólo notamos a medias: la madera barnizada, el metal más menos pulido, la plata y el marfil, y aparte de éstos, otros mil transmisores de luz y sombra tan tenues que apenas consideramos como tales: la parte superior de los marcos de los cuadros, los bordes de lápices o ceniceros, de objetos de cristal o porcelana. Tal vez la acumulación de todos estos reflejos (que invocan a su vez otros reflejos ópticos igualmente sutiles, así como las asociaciones de ideas que parecemos conservar fragmentariamente en nuestro subconsciente, del mismo modo que un vidriero conserva las piezas de forma irregular por si le pueden servir algún día) podría explicar por qué Rosemary describió después como si se tratara casi de una experiencia sobrenatural el hecho de «darse cuenta» de que había alguien en la habitación antes incluso de volverse. Pero en cuanto se dio cuenta, se volvió rápidamente con una especie de movimiento de ballet y vio que estaba tendido sobre su cama un negro que parecía estar muerto.
Al gritar «¡aauuu!», e ir a parar el reloj, que todavía no estaba bien sujeto, contra el escritorio, le entró la descabellada idea de que se trataba de Abe North. Se lanzó a la puerta y atravesó corriendo el pasillo.
Dick estaba ordenando sus cosas. Tras examinar los guantes que había llevado aquel día, los había arrojado a un rincón de un baúl donde había un montón de guantes sucios. Había colgado la chaqueta y el chaleco en una percha y la camisa en otra; era una de sus manías. «Se puede llevar una camisa que esté un poco sucia, pero una camisa arrugada, jamás». Nicole había vuelto y estaba vaciando en la papelera uno de los increíbles ceniceros de Abe cuando Rosemary irrumpió en la habitación.
—¡Dick! ¡Dick! ¡Ven a ver una cosa!
Dick fue corriendo a su habitación. Se inclinó para ver si le latía el corazón a Peterson. El cuerpo estaba aún caliente, y el rostro, atormentado y huidizo en vida, se veía abultado y lleno de rencor con la muerte. Seguía teniendo la caja de herramientas bajo un brazo, pero en el zapato que colgaba de la cama no había el menor rastro de betún y la suela estaba totalmente gastada. Según las leyes francesas, Dick no tenía derecho a tocar el cadáver, pero movió un poco un brazo para poder ver algo: había una mancha en la colcha verde, lo que hacía pensar que la manta de debajo estaría manchada de sangre.
Dick cerró la puerta y se puso un momento a pensar. Enseguida oyó unos pasos sigilosos en el corredor y luego la voz de Nicole que lo llamaba. Abrió la puerta y le dijo en voz baja:
—Tráete la cubierta y la manta de arriba de una de nuestras camas, y procura que nadie te vea.
Al ver la tensión que había en su rostro, añadió rápidamente:
—Mira. No tienes por qué preocuparte. No es más que una trifulca de negros.
—Quiero que termine de una vez.
El cuerpo que Dick levantó era el de un hombre flaco y desnutrido. Lo tenía agarrado de forma que si seguía manando sangre de la herida cayera sobre su propia ropa. Lo tendió a un lado de la cama mientras sacaba la colcha y la manta superior y luego abrió la puerta unos centímetros y se puso a escuchar. Oyó ruido de platos en el corredor seguido de un sonoro y condescendiente «Merci, madame», pero el camarero siguió en la otra dirección, hacia la escalera de servicio. Dick y Nicole intercambiaron rápidamente los fardos de ropa en el pasillo. Tras extender sobre la cama de Rosemary las cubiertas que le había dado Nicole, Dick, sudoroso, se paró a reflexionar. Dos cosas se le habían hecho evidentes después de que examinara el cadáver. La primera, que el primer piel roja hostil a Abe le había seguido la pista al piel roja amigo y lo había descubierto en el corredor, y al refugiarse este último a la desesperada en la habitación de Rosemary, lo había acorralado y lo había matado. La segunda, que si se dejaba que las cosas siguieran su curso natural, no había poder en el mundo que pudiera impedir que Rosemary se viera envuelta en un escándalo. Y todavía coleaba el caso Arhuckle. Su contrato le exigía, rigurosamente y sin excepciones, que siguiera siendo «la niña de papá».
Maquinalmente, Dick hizo ademán de subirse las mangas de la camisa, aunque llevaba una camiseta sin mangas, y se agachó sobre el cadáver. Utilizando los hombros de la chaqueta como punto de apoyo, abrió la puerta de un taconazo; luego, arrastró rápidamente el cuerpo y lo dejó en una postura plausible en el corredor. Volvió a la habitación de Rosemary y alisó el pelo de la alfombra. Luego fue a su suite y pidió comunicarse con el propietario-gerente del hotel.
—¿McBeth? Soy el doctor Diver. Se trata de algo muy importante. ¿Es ésta una línea más o menos privada?
Qué bien que hubiera hecho un pequeño esfuerzo por asegurarse el favor del señor McBeth. Al menos en ese caso le servía de algo todo el encanto derrochado incluso en lugares a los que no pensaba volver nunca.
—Al salir de la suite nos hemos encontrado el cadáver de un negro… en el pasillo…, no, no, es un civil. Escuche. Le he llamado porque pensé que no le gustaría que alguno de sus clientes se tropezara con él. Por supuesto, no querría que mi nombre se viera mezclado en esto. No quiero verme metido en trámites con la burocracia francesa sólo porque he descubierto el cadáver.
¡Qué exquisita consideración para con el hotel! Y como el señor McBeth había podido ver con sus propios ojos, dos noches antes, esa cualidad que distinguía al doctor Diver, aceptó aquella historia sin ninguna reserva.
Un momento después llegaba el señor McBeth y enseguida se le sumó un gendarme. En el intervalo, tuvo tiempo para susurrarle a Dick:
—Puede estar seguro de que no se verá implicado en esto el nombre de ninguno de nuestros huéspedes. No sabe cómo le agradezco las molestias que se ha tomado.
El señor McBeth tomó de inmediato medidas que sólo cabe imaginar, pero que en todo caso tuvieron el efecto sobre el gendarme de hacerle atusarse el bigote en un frenesí de desasosiego y codicia. Escribió algunas notas de rutina y llamó por teléfono a su puesto. Entre tanto, con una celeridad que Jules Peterson, como hombre de negocios, habría entendido perfectamente, fueron trasladados los restos mortales a otra habitación de uno de los hoteles más elegantes del mundo.
Dick regresó a su salón.
—¿Qué ha pasado? —exclamó Rosemary—. ¿Es que todos los americanos que hay en París se pasan la vida pegándose tiros unos a otros?
—Sí, parecería que es ahora la temporada de caza —respondió Dick—. ¿Dónde está Nicole?
—Creo que está en el baño.
Le adoraba por haberla salvado. Le habían pasado por la mente, como una profecía, todos los desastres que podrían haber ocurrido como consecuencia de aquel suceso y había escuchado, casi con arrebato místico, cómo lo había arreglado todo en aquel tono tan firme, convincente y cortés. Se sentía atraída hacia él con todo el impulso de su alma y su cuerpo, pero Dick parecía estar pendiente de otra cosa y entró en el dormitorio para ir al cuarto de baño. Y entonces Rosemary también oyó, cada vez más fuerte, un sonido infrahumano que atravesaba los ojos de las cerraduras y los intersticios de las puertas, penetraba en la suite, invadiéndola, y volvía a tomar la forma del horror.
Pensando que tal vez Nicole había sufrido una caída en el cuarto de baño y se había lastimado, Rosemary siguió a Dick. Pero lo que pudo ver antes de que Dick le tapara la vista con un movimiento brusco presentaba un aspecto totalmente diferente.
Nicole estaba arrodillada junto a la bañera y se balanceaba a uno y otro costado.
—¡Ah, eres tú! —gritó—. Te tienes que meter en el único lugar del mundo en el que puedo tener alguna intimidad, con tu colcha manchada de sangre roja. Si quieres, me la pondré. No me da ninguna vergüenza, aunque fue una pena. El Día de los Inocentes tuvimos una fiesta en el lago de Zurich y fueron todos los locos, y yo quería ir vestida con una colcha, pero no me dejaron…
—¡Cálmate!
—… así que me senté en el cuarto de baño y me trajeron un dominó y me dijeron póntelo. Y me lo puse. ¿Qué otra cosa podía hacer?
—¡Cálmate, Nicole!
—No esperaba que me fueras a querer. Era demasiado tarde. Pero lo único que te pido es que no entres en el cuarto de baño, el único sitio al que puedo ir cuando quiero estar sola, arrastrando colchas manchadas de sangre roja y pidiéndome que las arregle.
—Cálmate. Venga, levántate.
Rosemary, que había regresado al salón, oyó que se cerraba la puerta del baño con un portazo y se puso a temblar. Ahora sabía lo que había visto Violet McKisco en el cuarto de baño de Villa Diana. Contestó el teléfono que sonaba y casi dio un grito de alivio al ver que era Collis Clay, que la llamaba al apartamento de los Diver tratando de localizarla. Le pidió que subiera mientras se ponía el sombrero, porque tenía miedo de ir sola a su habitación.