XXIII

Abe North seguía en el bar del Ritz. Llevaba allí desde las nueve de la mañana. Cuando llegó, en busca de asilo, las ventanas estaban abiertas y unos grandes haces de luz levantaban afanosamente el polvo de las alfombras y cojines impregnados de humo. Los botones, liberados e incorpóreos, recorrían a toda velocidad los corredores, pues por el momento se movían por el puro espacio. El salón bar reservado para las mujeres, que estaba enfrente del bar propiamente dicho, parecía minúsculo; resultaba difícil imaginar todo el gentío al que podía dar cabida por la tarde.

El famoso Paul, el concesionario, no había llegado aún, pero Claude, que estaba haciendo inventario, interrumpió su trabajo sin parecer sorprenderse más de lo debido para prepararle un cóctel a Abe. Abe se sentó en una banqueta adosada a la pared. Después de un par de copas empezó a sentirse mejor, hasta tal punto que subió a la barbería para que le afeitaran. Cuando regresó al bar ya había llegado Paul en su automóvil de diseño especial, del que se había bajado en Boulevard des Capucines, como debía ser. A Paul le caía bien Abe y se acercó a conversar con él.

—Tenía que haberme embarcado esta mañana para América —dijo Abe—. Quiero decir, ayer por la mañana, o cuando fuera.

—¿Y qué pasó? —preguntó Paul.

Abe se puso a reflexionar hasta que se le ocurrió una explicación.

—Estaba leyendo una novela por capítulos en Liberty y el siguiente capítulo iba a salir aquí en París, así que si me hubiera embarcado me lo habría perdido, nunca lo habría podido leer.

Debe ser una novela muy interesante.

—¡Tremenda!

Paul se levantó, riéndose entre dientes, y luego se detuvo, apoyándose en el respaldo de una silla.

—Si se quiere marchar realmente, señor North, unos amigos suyos se van mañana en el France. El señor… ¿cómo se llama?, y Slim Pearson. El señor… ya me acordaré cómo se llama, uno alto, que se acaba de dejar barba.

—Yardly —apuntó Abe.

—El señor Yardly. Los dos se van en el France.

Se disponía ya a acudir a su trabajo, pero Abe trató de detenerlo.

—Lo malo es que tengo que pasar por Cherburgo. Allí mandaron mi equipaje.

—Lo puede recoger en Nueva York —dijo Paul, alejándose.

La lógica de esa sugerencia fue penetrando gradualmente en la mente de Abe. Cada vez le entusiasmaba más la idea de que cuidaran de él, o, más bien, de prolongar su estado de irresponsabilidad.

Entre tanto habían llegado otros clientes al bar. El primero había sido un danés gigantesco con quien Abe se había encontrado en alguna parte. El danés había tomado asiento en el otro extremo del salón y Abe suponía que se iba a pasar todo el día allí, bebiendo, comiendo, charlando o leyendo periódicos. Sintió el deseo de quedarse más tiempo que él. A eso de las once empezaron a llegar los universitarios, que andaban con mucho cuidado para no darse unos a otros con las maletas. Fue aproximadamente entonces cuando Abe hizo que uno de los botones llamara a los Diver. Para cuando consiguió comunicarse con ellos había logrado comunicarse también con otros amigos, y entonces tuvo la ocurrencia genial de que todos se pusieran a la vez en teléfonos diferentes, con la consiguiente confusión general. De vez en cuando se acordaba de que debía ir a sacar a Freeman de la cárcel, pero éste era un hecho concreto, y de los hechos concretos trataba de zafarse porque los consideraba parte de la pesadilla.

Hacia la una, el bar se llenó hasta los topes. Los camareros realizaban su trabajo entre la barahúnda de voces resultante, tratando de que quedara bien claro lo que pedía y lo que debía pagar cada cliente.

—Con éste son dos stingers… y otro más… dos martinis y otro… ¿usted no quiere nada, señor Quarterly?… con ésta son tres rondas. Son setenta y cinco francos, señor Quarterly. El señor Schaeffer dijo que pagaba ésta; usted pagó la anterior… Aquí estamos para complacerle… Muuuchas gracias.

En la confusión, a Abe le habían quitado el asiento. De pie ahora, se balanceaba ligeramente mientras hablaba con algunas de las personas de las que se había hecho amigo. Un fox terrier le enredó su correa entre las piernas, pero Abe consiguió zafarse sin perder el equilibrio y fue objeto de profusas disculpas. Le invitaron a comer, pero rehusó. Como explicación, dijo que ya era casi de día y tenía una cosa que hacer en cuanto amaneciera. Poco después, con los modales exquisitos del alcohólico, que son como los modales de un preso o un criado, se despidió de un conocido y, al volverse, descubrió que el mejor momento del bar había pasado tan precipitadamente como había llegado.

Al otro lado del salón, el danés y sus acompañantes se disponían a comer. Abe los imitó, pero apenas probó bocado. Después, permaneció sentado, feliz de vivir en el pasado. La bebida hacía que los momentos felices del pasado coincidieran con el presente, como si los estuviera viviendo todavía, o incluso con el futuro, como si estuvieran a punto de producirse de nuevo.

A las cuatro se le acercó un botones.

—¿Desea usted ver a un negro que se llama Jules Peterson?

—¡Dios Santo! ¿Cómo ha dado conmigo?

—Yo no le he dicho que estuviera usted aquí.

—¿Quién se lo ha dicho entonces?

Abe estuvo a punto de caerse encima de todas las copas que tenía en la mesa, pero se repuso a tiempo.

—Dice que se ha recorrido ya todos los bares y hoteles americanos.

—Dile que no estoy aquí.

Cuando se dio la vuelta el botones, Abe le preguntó:

—¿Puede entrar aquí?

—Voy a averiguarlo.

Paul, que había oído la pregunta, levantó la vista e hizo un gesto negativo con la cabeza; al ver a Abe, se acercó.

—Lo siento, pero no lo puedo permitir.

Abe se puso en pie haciendo un esfuerzo y salió a Rue Cambon.