XXII

Nicole se despertó tarde, murmurando algo que formaba parte aún de lo que había estado soñando antes de desenredarse las largas pestañas enmarañadas por el sueño. La cama de Dick estaba vacía. Pasó un minuto antes de que se diera cuenta de que la habían despertado unos golpes en la puerta del salón.

«Entrez», gritó, pero no hubo respuesta, y pasado un momento se puso una bata y fue a abrir la puerta. Un sergent de ville[10] la saludó cortésmente y entró en el salón.

—¿Está aquí el señor Afghan North?

—¿Qué? No. Se ha ido a América.

—¿Cuándo se fue, madame?

—Ayer mañana.

El policía hizo un gesto negativo con la cabeza y agitó el dedo índice hacia ella a un ritmo más rápido.

—Anoche estaba en París. Se ha registrado en este hotel, pero su cuarto no está ocupado. Me dijeron que preguntara en esta habitación.

Me parece todo muy raro. Ayer por la mañana fuimos a despedirle y se marchó en el tren que lleva hasta el barco.

—Sea como fuere, el caso es que le han visto aquí esta mañana. Hasta han visto su documento de identidad. Así que…

—Nosotros no sabemos nada —afirmó, sorprendida. El policía se puso a reflexionar. Era un hombre apuesto, pero olía mal.

—¿Seguro que no estuvieron anoche con él?

—Pues claro que no estuvimos.

—Hemos detenido a un negro. Estamos convencidos de que por fin hemos detenido al negro que teníamos que detener.

—Le aseguro que no tengo la menor idea de lo que me está hablando. Si se trata del Abraham North que nosotros conocemos, pues bien: si anoche estaba en París, no teníamos noticia de ello.

El policía asintió con la cabeza y se mordió el labio superior, convencido de que estaba diciendo la verdad pero decepcionado.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Nicole.

Le mostró las palmas de las manos e hizo un mohín con la boca. Había empezado a encontrarla atractiva y le brillaban los ojos.

—Pues ya ve, madame. Un incidente de verano. Al señor Afghan North le robaron y presentó una denuncia. Ya liemos detenido al malhechor y el señor Afghan debería identificarlo y formular los cargos en que se basa su denuncia.

Nicole se ciñó más la bata y despidió rápidamente al policía. Se bañó y se vistió en un estado de perplejidad. Para entonces eran más de las diez y llamó a Rosemary, pero no contestaba. Entonces telefoneó a la recepción y le dijeron que, efectivamente, Abe se había registrado esa misma mañana a las seis y media. Sin embargo, seguía sin ocupar su habitación. Decidió esperar en el salón de la suite a que Dick diera señales de vida. Justo cuando ya se había cansado de esperar y se disponía a salir, llamaron de recepción anunciando:

—El señor Crawshow, un négre.

—¿Qué es lo que quiere? —preguntó.

—Dice que le conoce a usted y al docteur. Dice que hay un señor Freeman en la cárcel que es amigo de todo el mundo. Dice que es una injusticia y que quiere ver al señor North antes de que lo detengan a él.

—No sabemos nada de esa historia.

Nicole se desentendió de todo aquel asunto colgando el teléfono con un golpe brusco. La grotesca reaparición de Abe le hizo ver claramente que estaba más que harta de la vida desordenada que llevaba aquél. Para tratar de apartarlo de su mente salió a la calle, se encontró con Rosemary en el modisto y se fue con ella a comprar flores artificiales y collares de cuentas multicolores en Rue de Rivoli. Ayudó a Rosemary a escoger un diamante para su madre y unos echarpes y estuches para cigarrillos muy originales para regalar a colegas suyos en California. A su hijo le compró soldados de plomo romanos y griegos, todo un ejército de ellos que le costó más de mil francos. Una vez más, gastó cada una su dinero de manera diferente y Rosemary volvió a admirar la manera de gastar que tenía Nicole. Nicole tenía la seguridad de que el dinero que gastaba era suyo, mientras que Rosemary aún seguía pensando que el dinero le había llegado en forma milagrosa y, por tanto, tenía que ser muy cuidadosa con él.

Qué divertido era gastar dinero en aquella ciudad extranjera en un día de sol, las dos con unos cuerpos tan saludables que inundaban sus rostros de color; con brazos y manos, piernas y tobillos que tan airosamente sabían mover, que extendían y alargaban con la seguridad de las mujeres que saben que gustan a los hombres.

Cuando al regresar al hotel se encontraron a Dick, tan radiante en la mañana, tan lleno de energía, las dos tuvieron un momento de perfecta alegría infantil.

Acababa de recibir una llamada telefónica de Abe y, pese a lo embrollado de la conversación, le había parecido entender que se había pasado gran parte de la mañana escondido.

—Ha sido una de las conversaciones telefónicas más extrañas que he tenido en mi vida.

Dick había hablado no sólo con Abe sino con otras doce personas más. Cada uno de estos figurantes había sido presentado con frases como la siguiente: «Quiere hablar contigo un tipo implicado en lo del Teapot Dome, o por lo menos eso dice él… ¿Qué pasa ahí? Eh, que se calle quien sea. Bueno, el caso es que estuvo metido en algún sándalo… escándalo y no puede volver. Mi opinión perso… mi personal es que ha tenido…».

A partir de ahí empezaron a oírse como unos hipos y ya no hubo manera de saber lo que el tipo en cuestión había tenido.

Pero del teléfono salió una oferta suplementaria:

—Pensé que le podía interesar. Al fin y al cabo es usted un psicólogo, ¿no?

La vaga personalidad a la que se podía atribuir semejante afirmación había seguido al teléfono. Pero, en definitiva, no había logrado convencer a Dick ni como psicólogo ni como ninguna otra cosa. La conversación con Abe siguió desarrollándose de la siguiente manera:

—¡Hola!

—¿Sí?

—Sí. Hola.

—¿Con quién hablo?

—Sí.

Se interpuso el ruido de unas risotadas.

—Sí. Te voy a poner con otra persona.

A veces Dick podía oír la voz de Abe acompañada de ruidos de forcejeos, caídas del auricular y fragmentos de conversaciones lejanas como «No, yo no, señor North». Luego, una voz irónica y decidida había dicho: «Si es usted amigo del señor North, más vale que venga enseguida y se lo lleve de aquí».

Abe se metió por medio, con voz solemne y tediosa en la que podía discernirse un cierto tono de determinación práctica, como si hubiera logrado sobreponerse.

Dick, he provocado un disturbio racial en Montmartre. Voy a ir a sacar a Freeman de la cárcel. Si aparece un negro de Copenhague fabricante de betún… ¡eh!, ¿me oyes? Bueno, mira, si aparece por ahí…

Una vez más el auricular se convirtió en un coro de innumerables melodías.

—¿Por qué has regresado a París? —preguntó Dick.

—Llegué hasta Evreux y decidí tomar un avión de vuelta a fin de poderlo comparar con Saint-Sulpice. No, no es que quiera volver a traer Saint-Sulpice a París. ¡No estoy hablando ni siquiera del barroco! Lo que quiero decir es Saint-Germain. Por el amor de Dios, espera un minuto, que llame al portero.

—Por el amor de Dios, no lo hagas.

—Dime una cosa. ¿Se fue Mary sin novedad?

—Sí.

—Dick. Quiero que hables con un hombre que he conocido esta mañana. El hijo de un oficial de la Marina al que han visto ya todos los médicos de Europa. Deja que te cuente.

Dick había colgado en ese momento. Tal vez había sido un acto de ingratitud por su parte, puesto que no le venía mal tener algo en que ocupar su mente.

—Abe era encantador antes —le dijo Nicole a Rosemary—. ¡Encantador! Hablo de hace tiempo, de cuando Dick y yo acabábamos de casarnos. Si lo hubieras conocido entonces. Venía a pasar larguísimas temporadas con nosotros y apenas nos dábamos cuenta de que estaba en la casa. A veces se ponía a tocar el piano, o se pasaba horas y horas en la biblioteca con un piano silencioso, como si fueran dos enamorados. Dick, ¿te acuerdas de aquella criada? Se creía que era un fantasma y a veces Abe se le aparecía en el vestíbulo y le daba un buen susto. Una vez nos costó la broma un servicio completo de té, pero no nos importó.

Tantos recuerdos divertidos, de hacía tanto tiempo. Rosemary les envidiaba lo bien que parecían haberlo pasado; se imaginaba una vida de ocio muy diferente a la suya. Poco sabía del ocio pero lo respetaba, precisamente porque nunca había disfrutado de él. Lo confundía con el reposo, sin darse cuenta de que este último concepto les resultaba tan ajeno a los Diver como a ella misma.

—¿Por qué es así ahora? —preguntó—. ¿Por qué bebe? Nicole movió la cabeza de derecha a izquierda, declinando toda responsabilidad en el asunto.

—Hoy día se ven tantos hombres brillantes que se están destruyendo a sí mismos.

—¿Y cuándo no se han visto? —preguntó Dick—. Los hombres inteligentes son precisamente los que están siempre rozando el abismo porque no tienen más remedio. Algunos no lo pueden soportar y abandonan.

—Debe ser algo más profundo que todo eso. Nicole se aferró a su argumento. Le había molestado que Dick la contradijera delante de Rosemary.

—Hay artistas como, como Fernand, por ejemplo, que no parece que tengan que darse a la bebida. ¿Por qué son siempre los americanos los más autodestructivos?

Había tantas respuestas a esa pregunta que Dick decidió dejarla en el aire y ronronear, triunfante, al oído de Nicole. Había llegado a juzgar muy severamente todo lo que ella decía. Aunque pensaba que era la criatura más atractiva que había conocido en su vida, y aunque ella le daba todo lo que necesitaba, presentía la lucha mucho antes de que llegara y en su subconsciente se había estado endureciendo y armando para la batalla hora tras hora. No era dado a perder el control de sí mismo y en aquel momento se sentía relativamente torpe por haberse dejado llevar y confiaba ciegamente en que Nicole no hubiera pasado de imaginarse que Rosemary despertaba en él sólo cierta emoción. Pero no estaba seguro. La noche anterior en el teatro Nicole se había referido con toda intención a Rosemary diciendo que no era más que una niña.

El trío comió abajo en un ambiente de alfombras y camareros sigilosos que no andaban al paso rápido y firme de todos los que les habían traído la comida en los restaurantes en los que habían estado últimamente. En ese comedor había familias americanas que observaban con curiosidad a otras familias americanas y trataban de entablar conversación entre sí.

En la mesa más próxima había un grupo que les parecía inclasificable. Estaba formado por un joven efusivo concierto aspecto de empleado de oficina, de esos que te piden cortésmente que les repitas lo que has dicho, y unas cuantas mujeres. Las mujeres no eran ni jóvenes ni viejas ni pertenecían a una clase social determinada. Y, sin embargo, el grupo daba la impresión de formar una unidad, parecía más unido, por ejemplo, que un grupo de mujeres que acompañaran a sus maridos en algún congreso. Sin duda parecía más unido que cualquier grupo de turistas imaginable.

Dick estaba a punto de hacer algún comentario burlón a propósito del grupo, pero se contuvo instintivamente y le preguntó al camarero si sabía quiénes eran.

—Son madres de soldados caídos en el campo de batalla —explicó el camarero.

Los tres soltaron o ahogaron una exclamación. Los ojos de Rosemary se llenaron de lágrimas.

—Probablemente las más jóvenes son las esposas —dijo Nicole.

Parapetado tras su vaso de vino, Dick las volvió a mirar. En su expresión de felicidad, en la dignidad que emanaba de sus personas, percibió toda la madurez de una América más vieja. Por un momento, aquellas mujeres de aspecto sereno que habían ido allí a llorar a sus seres queridos, su pérdida irreparable, hicieron que el comedor pareciera hermoso. Y durante ese momento, Dick se vio sentado de nuevo en la rodilla de su padre, cabalgando con Moseby, mientras las viejas lealtades y afectos se debatían en torno suyo. Haciendo casi un esfuerzo, se volvió a las dos mujeres de su mesa e hizo frente a todo el mundo nuevo en el que creía.

¿Te importa que baje las cortinas?