Hacía tres cuartos de hora que Dick estaba allí cuando se vio de pronto entrando en contacto con una persona. Siempre solían pasarle cosas parecidas cuando menos ganas tenía de ver a nadie. Tanto se replegaba en sí mismo a veces, cuando se sentía vulnerable y quería pasar desapercibido, que su propia actitud frustraba a menudo sus propósitos, como le ocurre al actor que, al interpretar un papel sin ningún énfasis, hace que el público estire el cuello para verle mejor y concentre la atención en él y parece crear en los demás la capacidad de llenar los vacíos que él deja. Del mismo modo, casi nunca compadecemos a los que más necesitan y desean nuestra compasión, la cual reservamos para aquellos que, por otros medios, nos hacen ejercer la función de la compasión en abstracto.
Ese mismo análisis podría haber hecho el propio Dick del incidente que se produjo. Mientras andaba por Rue des Saints-Anges, le dirigió la palabra un americano de unos treinta años, enjuto de cara, que tenía aspecto de haber tenido una vida dura y sonreía ligeramente pero de manera siniestra. Mientras le daba el fuego que había pedido, Dick pensó que tenía todas las características de un determinado tipo de individuos de cuya existencia se había percatado desde la adolescencia: un tipo de esos que parecen pasarse la vida en las tabaquerías con un codo apoyado en el mostrador y sin más ocupación que observar, a través de Dios sabe qué pequeña hendidura de sus mentes, a la gente que entra y sale. Personaje habitual en los garajes, donde parece estar siempre ultimando oscuros negocios en voz baja, en las barberías y en los vestíbulos de los teatros. O, por lo menos, en esos ambientes lo situaba Dick. A veces también aparecía su cara en algunas de las historietas más feroces de Tad. De adolescente, Dick había lanzado muchas veces una mirada insegura hacia esa incierta frontera con el mundo del crimen en la que se encuentra ese tipo de gente.
—¿Qué, te gusta París, amigo?
Sin esperar respuesta, se puso a caminar al lado de Dick, tratando de seguir el ritmo de sus pasos.
—¿De dónde eres? —insistió.
—De Buffalo.
—Yo de San Antone. Pero llevo aquí desde la guerra.
—¿Estaba en el ejército?
—¡Que si estaba! En la División 84. ¿Oíste hablar de ella? El tipo adelantó a Dick unos pasos y le clavó una mirada claramente amenazadora.
—¿Pasando una temporada en París, amigo, o estás de paso?
—De paso.
—¿En qué hotel estás?
Dick se empezó a reír para sus adentros. O sea, que aquel tipo tenía la intención de desvalijarle el cuarto esa misma noche. El otro pareció leerle los pensamientos sin que ello le inhibiera lo más mínimo.
No tienes por qué tenerme miedo, con el corpachón que tú tienes. Hay un montón de maleantes al acecho de turistas americanos, pero tú no tienes nada que temer conmigo.
A Dick empezaba a aburrirle aquello e interrumpió su caminata.
—Parece que no tenga usted nada que hacer salvo matar el tiempo.
—Tengo un negocio aquí en París.
—¿Ah sí? ¿Qué tipo de negocio?
—Vendo periódicos.
El contraste entre el aspecto amenazador de aquel hombre y lo inofensivo de su profesión tenía algo de ridículo, pero él lo arregló diciendo:
—Pero no te preocupes. El año pasado hice mucho dinero. Diez o doce francos por un Sunny Times que cuesta seis.
Sacó un recorte de periódico de una billetera gastada y se lo pasó al que se había convertido en compañero de paseo. Era una caricatura en la que aparecía un numeroso grupo de americanos bajando por la pasarela de un trasatlántico que llevaba un cargamento de oro.
—Doscientos mil, que se gastan diez millones en un verano.
—¿Qué está haciendo aquí en Passy?
Su acompañante miró en torno suyo con aire cauteloso.
—Películas —dijo en tono misterioso—. Hay unos estudios americanos ahí y siempre necesitan gente que sepa hablar inglés. Estoy esperando una oportunidad.
Dick se lo quitó de encima enseguida con firmeza. Era evidente que Rosemary se le debía haber escapado en una de Lis primeras vueltas que había dado a la manzana, o bien se habría marchado antes de que él llegara. Entró en el bar de la esquina, compró una ficha de teléfono y, apretado en un hueco que había entre la cocina y el sucio retrete, llamó a Roi George. Se reconoció en la respiración los síntomas descritos por el doctor Cheyne y el doctor Stokes, pero, como todo lo demás, los síntomas sólo le sirvieron para concentrarse en la emoción que sentía. Dio el número de habitación y, a la vez que sostenía el teléfono, echó una ojeada en el bar. Pasado bastante tiempo, oyó una extraña vocecita que decía hola.
—Soy Dick. Tenía que llamarte.
Hubo una pausa, tras la cual, armada de valor y en un tono que denotaba la misma emoción que sentía él, respondió Rosemary:
—Me alegro de que lo hayas hecho.
—Vine a buscarte a los estudios. Estoy en Passy, justo en la acera de enfrente. Se me ocurrió que podíamos ir a dar una vuelta por el Bois.
—¡Oh! Sólo estuve ahí un minuto. ¡Cuánto lo siento! Luego, un silencio.
—Rosemary.
—Sí, Dick.
—Me encuentro en un estado muy especial por causa tuya. Cuando una niña consigue perturbar a un señor de mediana edad, todo se vuelve muy complicado.
—Tú no eres un señor de mediana edad, Dick. Eres la persona más joven del mundo.
—¿Rosemary?
Silencio. Dick se puso a mirar un estante que contenía los venenos más humildes de Francia: botellas de Otard, ron Saint-James, Marie Brizard, Punch á l’orange, Fernet Branca, Cherry Rocher y Armagnac.
—¿Estás sola?
¿Te importa que baje las cortinas?
—¿Y con quién iba a estar?
—¿Lo ves? ¡Me encuentro en tal estado! Me gustaría estar ahí contigo.
Hubo una pausa, luego un suspiro y una respuesta:
—¡Ojalá estuvieras aquí conmigo!
Esa habitación de hotel en donde ella estaba echada, al otro lado de un número de teléfono, rodeada del débil gemido de una música…
Y dos para el té
Y yo para ti
Y tú para mí.
Sooolo.
Las huellas de polvos sobre su piel bronceada… Cuando le besó la cara, la tenía húmeda en el nacimiento del pelo. Y la imagen instantánea de una cara blanca bajo la suya, la curva de un hombro.
Pensó: «Es imposible». Pero un minuto después estaba en la calle caminando en dirección a la Muette, o en sentido contrario, con la pequeña cartera todavía en la mano y el bastón con la empuñadura de oro a guisa de espada.
Rosemary regresó al escritorio y terminó la carta que había empezado a escribir a su madre.
… Sólo le vi un momento pero me pareció guapísimo. Me enamoré de él. (Por supuesto al que más quiero es a Dick, pero ya me entiendes). De verdad va a dirigir la película y sale inmediatamente para Hollywood y creo que nosotras también deberíamos irnos. Está aquí Collis Clay. Me gusta bastante, pero 110 le he visto mucho a causa de los Diver, que de verdad son divinos, prácticamente la gente más encantadora que he conocido en mi vida. Hoy no me siento demasiado bien y estoy tomando la medicina, aunque no veo la necesidad. No voy ni siquiera a tratar de contarte todo lo que ha pasado hasta que me encuentre contigo. Así que, en cuanto recibas esta carta, ¡ponme un telegrama!
A las seis Dick llamó a Nicole.
—¿Tienes algún plan en especial? —preguntó—. ¿Te apetecería una velada tranquila, cenar en el hotel y luego ir al teatro?
—¿Te apetece a ti? Muy bien. Hace un rato llamé a Rosemary y dice que va a cenar en su habitación. Lo que ha pasado nos ha trastornado a todos, ¿no crees?
—A mí no me ha trastornado —repuso él—. Cariño, a menos que te sientas cansada físicamente, hagamos algo. Si no, cuando volvamos al sur nos vamos a pasar una semana lamentándonos de no haber ido a ver a Boucher. Es mejor que seguir dándole vueltas a…
Nada más decir eso se dio cuenta de que no debía haberlo dicho, pero Nicole no lo dejó pasar.
—¿Dándole vueltas a qué?
—No, a lo de María Wallis.
Nicole accedió a ir al teatro. Era una especie de regla entre ellos que nunca debían estar demasiado cansados para dejar de hacer algo; les parecía que de esa manera el día transcurría mejor en general y podían organizar mejor las tardes. Cuando, como era inevitable, llegaba un momento en que sus espíritus flaqueaban, lo achacaban al cansancio y la fatiga de los demás. Antes de salir (formaban una de las parejas más atractivas que podían verse en París), llamaron suavemente a la puerta de Rosemary. Como no hubo respuesta, pensaron que se habría dormido y fueron a sumergirse en la noche cálida y estridente de París, tomándose primero un vermut rápido en la penumbra del bar del Fouquet’s.