En la plaza, cuando salieron, una masa flotante de gases de escape se cocía lentamente al sol de julio. Era realmente terrible. Al contrario que el calor puro, no evocaba la posibilidad de una huida al campo, sino que sólo sugería carreteras asfixiadas con el mismo asma nocivo. Mientras comían al aire libre enfrente de los jardines de Luxemburgo, Rosemary tenía retortijones de tripas y la misma fatiga la hacía sentirse impaciente, inquieta. Ese estado de ánimo ya se venía fraguando en la estación y era lo que la había hecho acusarse de egoísta.
Dick no tenía la menor sospecha de que se hubiera producido un cambio tan abrupto. Se sentía profundamente desgraciado, y al estar más absorto en sí mismo como consecuencia de ello, no se estaba dando tanta cuenta de lo que ocurría a su alrededor y se había quedado privado, de momento, de las amplias reservas de imaginación con que contaba para formular sus juicios.
Después de que se hubiera ido Mary North, acompañada de un profesor de canto italiano que había tomado café con ellos y que la iba a llevar a la estación, Rosemary se levantó también porque tenía una cita en los estudios, «tenía que entrevistarse con unos altos ejecutivos».
—¡Ah! —dijo—. Si Collis Clay, ese chico del sur… si aparece mientras estáis aquí, decidle que no he podido esperarle. Que me llame mañana.
Como reacción a toda la violencia anterior, actuaba con una despreocupación excesiva, como una niña que se creía con derecho a todo, con lo cual sólo consiguió hacer recordar a los Diver su amor exclusivo por sus propios hijos, y en un breve lance entre las dos mujeres, Nicole supo poner a Rosemary en su sitio, diciéndole secamente:
—Más vale que le des el recado a algún camarero. Nosotros nos vamos ya.
Rosemary lo entendió y aceptó la lección sin rencor.
—Muy bien. Adiós pues, queridos.
Dick pidió la cuenta. Al quedarse solos los dos, se relajaron; ambos se pusieron a morder palillos.
—Bueno —dijeron a la vez.
Dick vio que una breve sombra de tristeza fruncía los labios de Nicole, tan breve que sólo él podía haberla percibido, y podía fingir que no la había visto. ¿En qué pensaba Nicole? Rosemary era una de las doce personas de las que Dick se había «hecho cargo» en los últimos años. Entre las otras se contaban un payaso de circo francés, Abe y Mary North, una pareja de bailarines, un escritor, un pintor, una actriz cómica del «Grand-Guignol», un pederasta medio loco de los Ballets Rusos y un tenor prometedor al que le habían financiado la estancia en Milán durante un año entero. Nicole sabía perfectamente que todas esas personas se tomaban muy en serio su interés y su entusiasmo, pero también sabía que, salvo cuando nacieron sus hijos, Dick no había pasado una sola noche separado de ella desde que se casaron. Por otra parte, Dick poseía un encanto especial que no tenía más remedio que utilizar. Los que poseían esa clase de encanto tenían que seguir ejerciéndolo y seguir atrayendo a una serie de gente con la que luego no sabían qué hacer.
Dick se endureció y dejó que pasara el tiempo sin hacer el menor gesto de complicidad, sin darle la menor prueba de aquella maravilla constantemente renovada que era la unión de los dos en uno solo.
El sureño Collis Clay consiguió abrirse paso entre las apretadas mesas y saludó a los Diver con un exceso de desenvoltura. A Dick esa clase de saludos le dejaban siempre atónito (gente que apenas conocían y que les decía: «¿Qué hay?», o le hablaba sólo a uno de ellos como si el otro no estuviera presente). Tan importantes eran para él sus relaciones con la gente que en momentos de apatía prefería permanecer oculto; que alguien se comportara en su presencia con desenfado era como un desafío a las pautas por las que se regía su vida.
Collis, que no se daba cuenta de que su llegada en aquel momento era inoportuna, la pregonó diciendo:
—Parece que llego tarde. El pájaro ha volado.
Dick tuvo que hacer un gran esfuerzo para perdonarle que no hubiera saludado primero a Nicole. Ésta los dejó casi inmediatamente después y Dick se quedó allí con Collis terminándose lo que quedaba del vino. A pesar de todo, Collis le resultaba simpático: era muy «posguerra»; más tratable que la mayoría de los sureños que había conocido en New Haven diez años antes. Dick escuchó divertido lo que le contaba a la vez que cargaba lenta y minuciosamente su pipa. Eran las primeras horas de la tarde y los niños empezaban a acudir con sus niñeras a los jardines de Luxemburgo. Era la primera vez en meses que Dick había dejado que esa parte del día se le fuera de las manos.
De pronto se le heló la sangre al percatarse del contenido del monólogo confidencial de Collis.
—… y no es tan fría como a lo mejor se piensa usted. Confieso que durante mucho tiempo yo también pensé que era fría. Pero yendo de Nueva York a Chicago en Pascua se vio metida en un lío con un amigo mío, un chico que se llama Hillis y que a ella en New Haven le parecía que estaba bastante chalado. Tenía un compartimiento con una prima mía, pero ella y Hillis querían estar solos, así que por la tarde mi prima se vino a nuestro compartimiento a jugar a las cartas. Bueno, pues después de que pasaran unas dos horas, fui a acompañar a mi prima a su compartimiento y nos encontramos a Rosemary y a Bill Hillis en el pasillo discutiendo con el revisor, Rosemary blanca como la pared. Parece ser que habían pasado el picaporte y bajado las cortinillas y allí debía estar pasando de todo cuando llegó el revisor a pedirles los billetes y golpeó la puerta. Ellos, al principio, se pensaron que éramos nosotros que les estábamos gastando alguna broma y se negaron a abrirle la puerta. Para cuando lo hicieron, el tipo estaba ya bastante furioso. Le preguntó a Hillis si era aquél su compartimiento y si él y Rosemary estaban casados, puesto que habían cerrado la puerta, y Hillis perdió la paciencia tratando de explicarle que no había pasado nada. Decía que el revisor había insultado a Rosemary y quería una pelea con él. Pero aquel revisor podía haberlos metido en un verdadero lío, y créame que me costó lo mío arreglar las cosas.
A medida que se iba imaginando todos los detalles, y sintiendo envidia incluso por el percance compartido por la pareja en el pasillo, Dick notaba que se estaba operando un cambio en él. Bastaba que se interpusiera la imagen de una tercera persona en su relación con Rosemary, incluso la de alguien que ya hubiera desaparecido de su vida, para desequilibrarle y hacerle sumirse en el dolor, la desgracia, el deseo, la desesperación. Se imaginaba vívidamente la mano sobre la mejilla de Rosemary, el pulso que se aceleraba, la pura excitación de todo visto desde fuera, el inviolable secreto de aquel calor íntimo.
¿Te importa que baje las cortinas?
No, al contrario. Entra demasiada luz.
Collis Clay se había puesto a hablar de la política de las hermandades de estudiantes en New Haven en el mismo tono y poniendo el mismo énfasis. Dick había llegado a la conclusión de que aquél estaba enamorado de Rosemary de alguna extraña manera que él no podía comprender. La aventura con Hillis no parecía haber afectado emocionalmente a Collis. Simplemente le había permitido descubrir con gran placer que, a pesar de todo, Rosemary también era «humana».
—En Bones había una gente estupenda —decía—. Bueno, en realidad en todas. Hay tanta gente ya en New Haven que la pena es la gente que no podemos dejar entrar.
¿Te importa que baje las cortinas?
No, al contrario. Entra demasiada luz.
Dick atravesó París para ir a su banco. Mientras rellenaba un cheque se puso a observar a los empleados en las diferentes ventanillas tratando de decidir a cuál de ellos se lo iba a presentar. Se concentró en el acto material de rellenar el cheque, examinando la pluma minuciosamente y escribiendo con sumo cuidado sobre la mesa cubierta de cristal. Hubo un momento en que levantó la mirada vidriosa y la dirigió hacia donde estaba la sección de correos, pero inmediatamente volvió a concentrar la atención en su tarea.
Todavía no había decidido a quién le iba a presentar el cheque. De todos aquellos empleados, ¿cuál sería el que menos se podría dar cuenta de la penosa situación en que se encontraba?, y también, ¿cuál podría ser el menos locuaz? Allí estaba Perrin, aquel neoyorquino tan atento que le había invitado varias veces a comer al Club Americano; y Casasús, el español, con quien solía hablar de un amigo común del que por otra parte hacía más de doce años que no sabía nada; y también Muchhause, que siempre le preguntaba si quería sacar fondos de la cuenta de su mujer o de la suya propia.
Mientras escribía la cantidad en el talón y trazaba dos líneas por debajo, se decidió por Pierce, que era joven y no tendría que hacer demasiada comedia con él. Muchas veces era más fácil hacer algo de comedia que tener que presenciar la que hacía otro.
Fue primero al mostrador de correos. Al ver cómo la empleada que le estaba atendiendo recuperaba con el pecho un papel que estaba a punto de caer, se le ocurrió pensar que las mujeres utilizaban su cuerpo de manera muy diferente a los hombres. Puso las cartas a un lado para abrirlas. Había una factura de una empresa alemana a la que había comprado diecisiete libros de psiquiatría, otra de Brentano’s, una carta de Buffalo, de su padre, que de un año a otro escribía con una letra cada vez más ilegible, y una postal de Tommy Barban con el matasellos de Fez, de contenido jocoso. Había cartas de unos médicos de Zurich, las dos en alemán, una factura que era objeto de litigio, de un estucador de Cannes, otra factura de una tienda de muebles, una carta del editor de una revista médica de Baltimore, anuncios diversos y una invitación a una exposición de pinturas de un artista incipiente. También había tres cartas para Nicole y una para Rosemary a nombre de él.
¿Te importa que baje las cortinas?
Se dirigió a la ventanilla de Pierce, pero éste estaba atendiendo a una cliente, y Dick vio que no le quedaba otro remedio que presentarle el cheque a Casasús, en la ventanilla de al lado, que estaba libre en ese momento.
—Hola, qué tal, Diver —le saludó Casasús cordialmente. Se puso en pie, desplegando el bigote con su sonrisa—. El otro día estábamos hablando de Featherstone y me acordé de usted. Ahora vive en California.
Dick abrió más los ojos y se inclinó un poco.
—¿En California?
—Eso es lo que me dijeron.
Dick le tendió el cheque con aplomo y, a fin de que Casasús concentrara su atención en él, miró hacia la ventanilla de Pierce, con quien intercambió un instante una mirada de divertida complicidad cuyo objeto era recordar una broma de tres años atrás, de cuando Pierce estaba liado con una condesa lituana. Pierce le siguió el juego manteniendo una sonrisa forzada hasta que Casasús autorizó el cheque y no le quedó otro recurso para retener a Dick, que le era muy simpático, que levantarse ajustándose las gafas y repetir:
—Pues sí, ahora vive en California.
Entre tanto Dick se había dado cuenta de que Perrin, que estaba en la primera de las ventanillas, estaba charlando con el campeón del mundo de los pesos pesados. Por la manera en que le devolvió la mirada comprendió que había estado pensando en llamarle para presentárselo, pero que al final había decidido que no.
Tras esquivar los intentos de Casasús de ser sociable con toda la intensidad que había acumulado mientras estaba rellenando el cheque —es decir, que se puso a mirar el cheque fijamente, como estudiándolo, y luego concentró la mirada en los graves problemas que parecía haber más allá de la primera columna de mármol, a la derecha del busto del propietario del banco, y se dedicó a cambiar de manos el bastón, el sombrero y las cartas que llevaba—, se despidió y salió. Hacía ya mucho que tenía comprados los servicios del ordenanza: un taxi se paró junto al bordillo.
—Lléveme a los estudios de Films Par Excellence. Están en un callejón, en Passy. Vaya a la Muette y yo le indicaré el camino desde allí.
Le había creado tal inseguridad todo lo que había ocurrido en las últimas cuarenta y ocho horas que ni siquiera sabía exactamente lo que quería hacer. Pagó el taxi en la Muette y caminó desde allí hasta los estudios, cruzando al otro lado de la calle antes de llegar al edificio. Pese a la prestancia que le daba lo elegante de su ropa hasta en sus menores detalles, se sentía dominado e impulsado por instintos puramente animales. Sólo podría recuperar la dignidad si renegaba de su pasado, si echaba abajo todo el esfuerzo de los últimos seis años. Comenzó a dar la vuelta a la manzana con paso enérgico, con el mismo aire fatuo de los adolescentes de las novelas de Tarkington, apresurando el paso por los trozos en que no había puertas por miedo a perderse la salida de Rosemary de los estudios. Aquel barrio tenía un aire melancólico. En una puerta vio un rótulo que decía: 100 000 chemises. El escaparate estaba lleno de camisas amontonadas, unas con corbatas, otras con relleno, otras plegadas ostentosamente sobre el suelo del escaparate. 100.000 chemises. ¡Cuéntelas! A ambos lados, leyó: Papeterie, Pátisserie, Soldes, Réclames[8], y Constante Talmadge en Déjeuner de Soleil, y más allá había otros anuncios más sombríos: Vétements eclésiastiques, Déclaration de décés y Pompes Funébres[9]. La vida y la muerte.
Dick sabía que lo que estaba haciendo representaba un cambio de rumbo en su vida. No guardaba relación con nada de lo que lo había precedido; ni siquiera guardaba relación con el efecto que podría esperar que le causara a Rosemary. Ésta le veía siempre como un modelo de corrección, y el hecho de que estuviera merodeando por aquel lugar suponía una intrusión. Sin embargo, sentía la necesidad de comportarse así. Era como si al fin saliera a flote una realidad sumergida. Se sentía compelido a andar por aquel lugar, a estar allí, con las mangas de la camisa del largo preciso ajustadas perfectamente a las de la chaqueta, el cuello de la camisa como moldeado en torno a su cuello, su pelo rojo con el corte exacto y la mano agarrando la pequeña cartera con elegante descuido. Era la misma necesidad que había llevado a otro hombre, en otra época, a permanecer ante una iglesia de Ferrara en túnica de penitente y cubierto de cenizas. Dick estaba rindiendo una especie de homenaje a cosas no olvidadas, no confesadas, todavía íntegras.