XVII

Era una casa construida conservando la estructura y la fachada del palacio del Cardenal de Retz en Rue Monsieur, pero una vez dentro no se veía nada del pasado, ni de ningún presente que Rosemary conociera. Las paredes, la obra de albañilería, parecían englobar más bien el futuro, de modo que cruzar aquel umbral, si es que así podía llamarse, para pasar al alargado vestíbulo de acero pavonado y plata dorada, con las innumerables facetas de sus muchos espejos extrañamente biselados, era una especie de sacudida eléctrica, un verdadero ataque de nervios, una experiencia tan antinatural como tomar un desayuno de harina de avena y hachís. Pero el efecto que producía no era comparable al de ninguna de las secciones de la Exposición de Artes Decorativas, puesto que había gente dentro, no delante. A Rosemary le parecía todo tan distante, tan falsamente estimulante como los decorados de un plató, y se imaginó que todos los demás que estaban allí tendrían la misma sensación.

Había unas treinta personas, la mayor parte de ellas mujeres, y todas parecían arrancadas de las páginas de Louise M. Alcott o Madame de Ségur. Se movían por aquel plató con la misma cautela y precisión de una mano humana recogiendo vidrios rotos. No podía decirse que, individualmente o en grupo, dominaran aquel ambiente de la manera que alguien puede llegar a dominar una obra de arte de su propiedad, por muy esotérica que ésta sea. Nadie sabía cuál era el significado de aquella sala porque representaba una evolución hacia algo que podía llamarse cualquier cosa menos una sala. Existir en ella era tan difícil como andar por una escalera en movimiento demasiado bien encerada, y no había posibilidad alguna de lograrlo sin las cualidades mencionadas de una mano moviéndose entre vidrios rotos, cualidades que limitaban y definían a la mayoría de los allí presentes.

Los había de dos clases. Por una parte estaban los americanos e ingleses que se habían entregado a una vida disipada durante toda la primavera y el verano, de modo que todo lo que hacían ya era un puro reflejo nervioso. Estaban muy tranquilos y aletargados a determinadas horas y luego se enzarzaban de pronto en peleas o tenían crisis nerviosas o intentaban seducir a alguien. La otra clase, que se podría llamar la de los explotadores, estaba formada por los parásitos, gente sobria y seria en comparación con la anterior, que tenían un objetivo en la vida y no perdían el tiempo. Donde mejor mantenían el equilibrio era en esa clase de ambiente, y si había allí algún tono, aparte de la forma tan original en que se había organizado una serie de valores superficiales en el piso, lo daban ellos.

Aquel monstruo de Frankenstein se zampó de un solo bocado a Dick y Rosemary; los separó inmediatamente y Rosemary descubrió de pronto con respecto a sí misma que era un pequeño ser insincero que sólo utilizaba los registros más altos de su garganta y necesitaba urgentemente un director que le dijera lo que tenía que hacer. Sin embargo, era tal el salvaje aleteo de la sala que no tenía la sensación de que su situación fuera más incongruente que la de cualquiera de los otros. Además, de algo debía servirle su experiencia de actriz. Así que, tras una serie de vueltas, giros y marchas semimilitares, se encontró, según todas las apariencias, hablando con una muchacha de aspecto pulcro y acicalado que tenía una graciosa cara de chico, pero, en realidad, absorta en una conversación que tenía lugar junto a una especie de escalera de bronce situada en diagonal a donde estaba ella y a un metro y medio de distancia.

Había un trío de mujeres jóvenes sentadas en un diván. Eran todas altas y esbeltas y de cabeza pequeña, que llevaban arreglada como las cabezas de los maniquíes, y mientras hablaban movían graciosamente la cabeza de un lado a otro por encima de sus trajes sastre oscuros, haciendo el efecto de flores de tallo largo o capuchones de cobra.

—Desde luego, saben cómo dar un buen espectáculo —decía una de ellas con una voz profunda y modulada—. Prácticamente, el mejor espectáculo en París. Eso no se les puede negar. Pero —añadió con un suspiro— las frases esas que te dice él una y otra vez… «El habitante más antiguo mordido por los roedores». La primera vez te hace gracia.

—Yo prefiero personas cuyas vidas tengan superficies más arrugadas —dijo la segunda—. Y ella no me gusta nada.

—Nunca han logrado interesarme mucho. Ni ellos ni los que los rodean. ¿Qué me decís, por ejemplo, del señor North, que es puro líquido?

—Ése está desfasado —dijo la primera chica—. Pero no me negaréis que el sujeto en cuestión puede ser uno de los seres más encantadores que hayáis conocido en vuestra vida.

Era el primer indicio que tenía Rosemary de que estaban hablando de los Diver y se puso tensa de indignación. Pero la chica que le estaba hablando, que parecía un cartel con su camisa azul almidonada, sus expresivos ojos azules, sus mejillas coloradas y su traje sastre muy gris, había empezado ya a atacar a fondo. Trataba desesperadamente de eliminar todo lo que pudiera interponerse entre ellas, pues temía que Rosemary no la pudiera ver bien, y a tal extremo llevó su labor de eliminación que no le quedó para cubrirse ni siquiera una leve capa de humor y Rosemary, con desagrado, vio claramente lo que pretendía.

—¿No podríamos quedar para comer, o tal vez mejor para cenar, o para comer al otro día? —imploró la muchacha.

Rosemary buscó con la mirada a Dick y lo encontró con la anfitriona, con la cual había estado hablando desde que entraron. Se cruzaron sus miradas y él le hizo una ligera inclinación de cabeza, y en ese instante las tres mujeres cobra se dieron cuenta de la presencia de Rosemary. Estiraron sus largos cuellos para verla mejor y clavaron sutiles miradas de crítica sobre ella. Rosemary les devolvió la mirada, desafiante, dándoles a entender que había oído lo que habían dicho. Luego, se deshizo de su exigente interlocutora con un gesto de despedida cortés pero preciso que acababa de aprender de Dick y se dirigió hacia donde él estaba. La dueña de la casa —otra chica americana alta y rica que exhibía con aire despreocupado la prosperidad nacional— le estaba haciendo a Dick innumerables preguntas sobre el hotel de Gausse, adonde era evidente que quería ir, y trataba insistentemente de vencer su resistencia. La presencia de Rosemary le recordó que no estaba cumpliendo con sus deberes de anfitriona, y echando una ojeada rápida a su alrededor, dijo:

—¿Ha conocido a alguien divertido? ¿Ha conocido… señor…?

Paseó la mirada tratando de encontrar a algún invitado del sexo masculino que pudiera interesarle a Rosemary, pero Dick dijo que tenían que marcharse. Se fueron inmediatamente y pasaron del breve umbral del futuro al asado repentino de la fachada de piedra.

—¿Espantoso, no? —dijo Dick.

—Espantoso —repitió ella como un eco obediente.

—Rosemary…

—¿Qué? —musitó, con voz asustada.

—Lo que está pasando me hace sentirme muy mal. Rosemary comenzó a sollozar de dolor, convulsivamente. ¿Tienes un pañuelo?, balbuceó. Pero había poco tiempo para llorar, y los amantes se lanzaron a aprovechar con avidez los segundos que pasaban demasiado deprisa, mientras el crepúsculo verde y crema se desvanecía tras las ventanas del taxi y los signos rojo fuego, azul gas y verde fantasma comenzaron a brillar nebulosamente bajo la lluvia plácida. Eran casi las seis. Las calles estaban llenas de gente y los bistrots[4] centelleaban. La plaza de la Concorde quedó atrás en todo su esplendor rosado al dar la vuelta el taxi en dirección norte.

Al fin se miraron y pronunciaron sus nombres en un susurro, como si fueran palabras mágicas. Los dos nombres quedaron flotando suavemente en el aire, se desvanecieron más lentamente que otras palabras, otros nombres, más lentamente que la música en la mente.

—No sé qué me pasó anoche —dijo Rosemary—. Tal vez fuera esa copa de champán. Nunca en la vida me había comportado de esa manera.

—Lo único que hiciste fue decirme que me querías.

—Y te quiero. Contra eso no puedo hacer nada. Le había llegado el momento de llorar, así que lloró un poco tapándose con el pañuelo.

—Me temo que me he enamorado de ti —dijo Dick—, y no es lo mejor que podía haber ocurrido.

Los nombres otra vez, y luego se abrazaron como si un movimiento del taxi les hubiera hecho perder el equilibrio. Ella apretó los pechos contra el pecho de él; su boca tenía un sabor nuevo y cálido y era propiedad de los dos. Dejaron de pensar, con una sensación de alivio que casi dolía, y ya no vieron nada más: únicamente respiraban y se buscaban. Se encontraban en ese mundo plácido y gris en que quedan restos de fatiga y los nervios se distienden en manojos como cuerdas de piano y crujen de repente como sillones de mimbre. Cuando los nervios están tan en vivo, tan tiernos, deben unirse a otros nervios, los labios a otros labios, el pecho a otro pecho…

Se encontraban aún en la etapa más feliz del amor. Las ilusiones que se hacía el uno con el otro eran tan enormes, tan ilimitadas, que la fusión de ambos seres parecía tener lugar en una dimensión en la que ninguna otra relación humana importaba. Parecían haber llegado a ella con una extraordinaria inocencia, como si les hubiera unido una serie de puros accidentes, tantos que no podían ya sino llegar a la conclusión de que estaban hechos el uno para el otro. Habían llegado con las manos limpias, o así parecía, sin haber caído en la simple curiosidad ni en lo clandestino.

Pero para Dick ese tramo del camino era corto; el giro se produjo antes de que llegaran al hotel.

—No hay nada que hacer —dijo, con una sensación de pánico—. Estoy enamorado de ti, pero eso no hace que cambie lo que te dije anoche.

—¡Qué importa eso ahora! Lo único que quería conseguir era que me quisieras. Si tú me quieres lo demás no importa.

—Por desgracia te quiero. Pero Nicole no debe enterarse. No quiero que tenga ni la más leve sospecha. Nicole y yo tenemos que seguir juntos. En cierto modo, eso es más importante que querer seguir simplemente.

—Bésame otra vez.

La besó, pero se había alejado de ella momentáneamente.

—Nicole no debe sufrir. Ella me quiere y yo la quiero. Lo entiendes, ¿no?

Claro que lo entendía. Era el tipo de cosa que mejor entendía: no herir a los demás. Sabía que los Diver se querían porque era lo primero que había pensado de ellos. Pero también había pensado que era una relación más bien atemperada, en realidad bastante parecida al cariño que existía entre su madre y ella. El que una persona tenga tanto que dar a los demás, ¿no indica acaso una falta de intensidad en sus relaciones más intimas?

—Y estoy hablando de amor —dijo él, adivinando sus pensamientos—. Amor activo. Es demasiado complicado para explicarlo. Fue la causa de ese duelo absurdo.

—¿Cómo sabes lo del duelo? Se suponía que no debíais enteraron.

—¿Crees acaso que Abe puede guardar un secreto? —dijo en un tono muy mordaz—. Anuncia un secreto por la radio. Publícalo en la prensa sensacionalista. Pero jamás se lo confíes a un hombre que beba más de tres o cuatro copas al día.

Ella asintió riendo, apretada contra él.

—O sea que, como ves, mis relaciones con Nicole son complicadas. Ella no es muy fuerte. Lo parece pero no lo es. Y esto nuestro viene a complicar las cosas todavía más.

—¡Oh, deja todo eso para más tarde! Ahora bésame. Quiéreme ahora. Te querré sin que Nicole pueda darse cuenta.

—¡Cariño!

Llegaron al hotel. Rosemary andaba ligeramente rezagada para contemplarlo con admiración, con adoración. Él caminaba a un paso muy vivo, como si acabara de hacer cosas importantes y se apresurara a hacer otras. Organizador de diversiones privadas, guardián de una felicidad incrustada de riquezas. Su sombrero era la perfección misma y llevaba un pesado bastón y guantes amarillos. Rosemary pensó que al estar con él todos lo iban a pasar muy bien esa noche.

Comenzaron a subir a pie los cinco tramos de escalera. En el primer rellano se detuvieron para besarse. Rosemary se mostró prudente en el segundo rellano y más todavía en el tercero. Ya sólo quedaban dos. Antes de llegar al cuarto se detuvo y le dio un beso fugaz de despedida. Ante su insistencia, bajó con él un instante al rellano anterior. Otra vez a subir. Por fin había que despedirse. Alargaron las manos por encima de la baranda hasta tocarse y desenlazaron los dedos lentamente. Dick volvió a bajar al vestíbulo para hacer algunos arreglos para la noche. Rosemary se precipitó a su cuarto y le escribió una carta a su madre. Tenía mala conciencia porque no la echaba de menos en absoluto.