XVI

Cuando se despertó, tenía la mente clara y se sentía avergonzada. Ver en el espejo lo hermosa que era, en lugar de infundirle confianza sólo sirvió para reavivar el dolor del día anterior, y tampoco contribuyó a levantarle los ánimos una carta que le había remitido su madre y era del muchacho que la había llevado a la fiesta de Yale el otoño anterior anunciándole que se encontraba en París. ¡Todo aquello parecía ya tan lejano! Al salir de su habitación para enfrentarse a la penosa prueba de reunirse con los Diver se sentía abrumada con otro problema más. Pero logró ocultarlo todo bajo una coraza tan impenetrable como la de Nicole cuando se reunió con ésta para ir a probarse una serie de vestidos. En todo caso, le sirvió de consuelo que Nicole comentara, acerca de una dependienta aturdida:

—La mayoría de la gente se imagina que inspira a todo el mundo sentimientos mucho más violentos de lo que en realidad son. Se creen que la opinión que los demás tienen de ellos fluctúa constantemente de un extremo a otro.

El día anterior, que tan expansiva se sentía, a Rosemary le habría molestado ese comentario, pero en aquel momento, que lo único que deseaba era quitar importancia a lo que había ocurrido, lo agradeció vivamente. Admiraba a Nicole por su belleza y por lo atinado de sus juicios y también, por primera vez en su vida, sentía celos. Justo antes de que se marchara del hotel de Gausse, su madre había dicho, en aquel tono de indiferencia tras el cual Rosemary sabía que se escondían sus opiniones más significativas, que Nicole era una gran belleza, con lo cual parecía querer decir indirectamente que Rosemary no lo era. Aquello no preocupó a Rosemary, que hasta hacía muy poco no había tenido ocasión de enterarse ni siquiera de que era atractiva, y su atractivo, por tanto, no le parecía que fuese exactamente algo con lo que había nacido, sino más bien algo que había adquirido, como el francés que sabía. No obstante, en el taxi miró a Nicole comparándose con ella. Aquel cuerpo encantador y aquella boca delicada, a veces apretada, a veces entreabierta al mundo en actitud expectante, parecían estar hechos para el amor. Nicole había sido una belleza de niña y seguiría siendo una belleza cuando fuera mayor porque la piel se mantendría estirada en torno a los pómulos salientes: lo fundamental era la estructura ósea de su rostro. Su pelo había sido de un rubio casi blanco, como el de los nórdicos, pero ahora que se le había oscurecido resaltaba más su belleza que cuando era como una nube y más hermoso que ella misma.

—Ahí vivíamos —dijo de pronto Rosemary señalando un edificio de Rue des Saints-Péres.

—Qué extraño. Porque cuando yo tenía doce años, mamá, Baby y yo pasamos un invierno ahí.

Y Nicole señaló un hotel que estaba justo en la otra acera. Tenían ante sí las dos fachadas deslucidas, como ecos grises de su niñez.

—Acabábamos de construir la casa de Lake Forrest y estábamos haciendo economías —continuó Nicole—. Al menos Baby y yo y la institutriz hacíamos economías y mamá viajaba.

—Nosotras también estábamos haciendo economías —dijo Rosemary, consciente de que esa expresión tenía un sentido diferente para cada una.

—Mamá siempre ponía mucho cuidado en decir que era un pequeño hotel.

Nicole soltó una de sus risitas cortas, tan atractivas.

—O sea, en lugar de decir que era un hotel «barato». Si algunos de nuestros amigos más ostentosos nos pedían las señas, nunca decíamos: «Vivimos en un cochambroso agujero del barrio apache donde debemos dar gracias de que haya agua corriente», sino: «Estamos en un pequeño hotel». Como si los grandes hoteles fueran demasiado ruidosos y vulgares para nosotras. Por supuesto, los amigos siempre nos veían el plumero y se lo iban contando a todo el mundo, pero mamá solía decir que lo único que aquello demostraba era que nos conocíamos Europa al dedillo. Ella se la conocía, por supuesto: era alemana de nacimiento. Pero su madre era americana y ella se había educado en Chicago y era más americana que europea.

Faltaban dos minutos para la hora en que se tenían que reunir con los demás, y Rosemary trató de hacerse fuerte de nuevo mientras salían del taxi en Rue Guynemer, frente a los jardines de Luxemburgo. Iban a comer al piso ya levantado de los North, desde el que se dominaba toda la verde masa de hojas. El día le parecía a Rosemary diferente del día anterior. Cuando vio a Dick frente a frente, sus ojos se cruzaron y parpadearon como aleteos de pájaros. Después de aquello todo fue bien, todo fue maravilloso: Rosemary sabía que estaba empezando a enamorarse de ella. Se sentía locamente feliz, notaba la savia caliente de la emoción corriendo por todo su cuerpo. Sentía una seguridad que le hacía ver todo con claridad, con serenidad, como si cantara dentro de ella. Apenas miraba a Dick, pero sabía que todo iba bien.

Después de la comida, los Diver, los North y Rosemary se fueron a Franco-American Films, donde se reunió con ellos Collis Clay, el joven acompañante de Rosemary en New Haven, al que ella había telefoneado. Era de Georgia, y tenía las ideas uniformes, estereotipadas incluso, de los sureños educados en el norte. El invierno anterior le había parecido atractivo a Rosemary; una vez se habían cogido de la mano yendo en un coche de New Haven a Nueva York, pero ahora, había dejado ya de existir para ella.

Rosemary se sentó en la sala de proyección entre Collis Clay y Dick mientras el operador montaba los rollos de La niña de papá y un ejecutivo francés revoloteaba en torno a ella creyéndose que hablaba en argot americano. «Sí, chico —decía cuando había algún problema con el proyector—, no tengo bananas». Al fin se apagaron las luces, se oyó un ligero chasquido y luego empezó un sonido zumbante: estaba a solas con Dick. Se miraron en la penumbra de la sala.

—Querida Rosemary —murmuró él.

Se rozaron los hombros. Nicole se movió nerviosa en su asiento a un extremo de la fila y Abe tosió convulsivamente y se sonó. Luego, todos se pusieron cómodos y la película empezó.

Allí estaba ella: la colegiala de un año atrás, con la melena ondulada cayéndole sobre la espalda como la sólida cabellera de una tanagra; allí estaba, tan joven e inocente, el producto de los desvelos amorosos de su madre; allí estaba, dando cuerpo a toda la inmadurez de la raza humana, que recortaba una nueva muñequita de cartón para examinarla con su mente vacía de prostituta. Rosemary recordaba cómo se había sentido con aquel vestido, especialmente fresca y como nueva bajo la seda fresca y nueva.

La niña de papá. Qué valerosa era la nena y cómo sufría. Qué ricura de nena. Es que no se podía ser más rica. Ante su minúsculo puñito retrocedían las fuerzas de la lujuria y la corrupción. Más aún: el propio destino detenía su marcha; lo inevitable se hacía evitable; el silogismo, la dialéctica, la lógica toda desaparecían. Las mujeres olvidarían los platos sucios que habían dejado en casa y llorarían. Hasta en la película había una mujer que se pasaba tanto tiempo llorando que estaba a punto de eclipsar a Rosemary. Derramaba lágrimas sobre unos decorados que habían costado una fortuna, en un comedor de Duncan Phyfe, en un aeropuerto, durante una regata de yates que sólo se había utilizado en dos planos cortos, en un vagón de metro y, por último, en un cuarto de baño. Pero Rosemary salía triunfante. Su entereza, su valor y su constancia acababan imponiéndose sobre la vulgaridad del mundo, y Rosemary demostraba cómo lo conseguía con un rostro que todavía no se había convertido en una máscara y que resultaba realmente tan conmovedor que en determinados momentos de la película le llegaban las reacciones emocionadas de todos los que estaban en la fila. Hubo un descanso, y se encendieron las luces, y, cuando se apagó la salva de aplausos, Dick le dijo sinceramente:

—Estoy simplemente anonadado. Te vas a convertir en una de nuestras mejores actrices.

Vuelta a La niña de papá. Habían llegado tiempos más felices y aparecía un plano encantador de Rosemary y su padre, unidos al fin, que revelaba un complejo de Electra tan evidente que Dick dio un respingo en nombre de todos los psicólogos ante aquel sentimentalismo tan perverso. La proyección terminó, las luces se encendieron: había llegado el momento que Rosemary esperaba.

—Falta aún otra cosa —anunció Rosemary a todos los presentes—. Le van a hacer una prueba a Dick.

—¿Una qué?

—Una prueba cinematográfica. La van a hacer ahora.

Se hizo un tremendo silencio, en medio del cual los North no pudieron reprimir una risita nerviosa. Rosemary observó cómo Dick trataba de entender lo que había dicho, moviendo la cabeza primero a la manera de un irlandés. Entonces se dio cuenta de que se había equivocado en algo al jugar su triunfo, aunque seguía sin sospechar que el fallo estaba en la carta misma.

—No quiero que me hagan ninguna prueba —dijo Dick con firmeza.

Pero, tras considerar la situación globalmente, añadió, en tono más ligero:

—Rosemary, me has decepcionado. El cine es una profesión excelente para una mujer, pero ¡cómo me van a sacar a mí en una película! Soy un viejo científico muy bien arropado en su vida privada.

Nicole y Mary insistían irónicamente en que aprovechara aquella oportunidad. Le estaban tomando el pelo, pero en el fondo a las dos les había molestado que no les hubieran ofrecido la prueba a ellas. Finalmente, Dick zanjó el asunto con un comentario más bien cáustico sobre los actores:

—Siempre se coloca la guardia más poderosa ante puertas que no conducen a ninguna parte —dijo—. Tal vez porque la vacuidad es demasiado vergonzosa para que se divulgue.

Una vez dentro del taxi con Dick y Collis Clay —iban a dejar a Collis y Dick iba a llevar a Rosemary a un té al que Nicole y los North habían renunciado para poder hacer las cosas que Abe había dejado sin hacer hasta el último momento—, Rosemary reprochó a Dick su actitud.

—Pensaba que si la prueba salía bien yo misma la podía llevar a California, y si les gustaba, tú te dabas a conocer y podrías ser el galán de mi película.

Dick se sintió abrumado.

—Tuviste una idea muy simpática, pero prefiero verte a ti en la pantalla. Nunca había visto una cosa tan deliciosa como tú en esa película.

—Es una película buenísima —dijo Collis—. La he visto cuatro veces. Conozco un chico de New Haven que la ha visto una docena de veces, y una vez fue hasta Hartford sólo para verla. Y cuando llevé a Rosemary a New Haven se sentía tan cohibido que no quería ni que se la presentara. ¿Qué le parece? Esta muchachita se los lleva de calle.

Dick y Rosemary, que querían quedarse solos, cambiaron una mirada, pero Collis no se daba cuenta de nada.

—Les dejo donde vayan —sugirió—. Yo estoy en el Lutetia.

—No. Le dejamos nosotros —dijo Dick.

—Es más fácil que yo les deje. No me cuesta nada.

—Creo que será mejor que le dejemos nosotros.

—Pero… —empezó a decir Collis. Al fin se dio cuenta de cuál era la situación y se puso a negociar con Rosemary la posibilidad de verla de nuevo.

Y finalmente se fue, llevándose consigo la oscura insignificancia pero el bulto molesto del tercero que sobra. De pronto, antes de lo que esperaban y deseaban, el coche se detuvo en la dirección que había dado Dick, el cual dejó escapar una larga bocanada de aire y dijo:

—¿Qué hacemos? ¿Entramos?

—Me da igual —dijo Rosemary—. Yo hago lo que tú quieras.

Dick se puso a considerar.

—Creo que no me queda otro remedio. Esa señora quiere comprarle algunos cuadros a un amigo mío que necesita el dinero.

Rosemary se atusó el pelo, que llevaba graciosamente revuelto.

—Estaremos sólo cinco minutos —decidió Dick—. No creo que te caiga bien esta gente.

Ella dedujo que se trataba de gente aburrida y estereotipada, o de gente vulgar y dada a la bebida, o pesada e insistente, o de cualquier otro de los tipos de gente que los Diver evitaban. Pero no estaba en absoluto preparada para la impresión que le causó lo que vio.