Las comidas con los pacientes eran una obligación cotidiana que Dick trataba de cumplir con resignación. El conjunto de comensales, entre los que, naturalmente, no se encontraban los residentes de la Eglantina o de las Hayas, parecía perfectamente normal a simple vista, pero siempre se cernía sobre ellos una pesada atmósfera de melancolía. Todos los médicos presentes conversaban entre sí, pero los pacientes, como si hubieran quedado agotados con los esfuerzos de la mañana o les deprimiera la compañía, hablaban poco y comían sin levantar la vista del plato.
Una vez terminado el almuerzo, Dick regresó a su casa. Nicole estaba en el salón y su rostro tenía una expresión extraña.
—Lee esto —le dijo.
Dick abrió la carta. Era de una mujer a la que habían dado de alta recientemente, si bien con cierto escepticismo por parte de los médicos. En ella le acusaba abiertamente de haber seducido a su hija, que había permanecido al lado de su madre durante la fase crucial de la enfermedad. Suponía que la señora Diver se alegraría de disponer de esa información porque así podría saber cómo era su marido «en realidad».
Dick leyó la carta por segunda vez. Aunque estaba escrita en un inglés claro y conciso, se podía saber que era la carta de una maníaca. En una ocasión, la muchacha, que era una morenita muy coqueta, le había pedido que la llevara en su coche a Zurich y él había accedido, y por la tarde Dick había oído aquello tantas veces… Hasta la fórmula era la misma.
De pronto fue hacia él, y en el instante en que el rostro de ella se hundía en su mirada, se olvidó de lo joven que era y la besó hasta perder el aliento, como si no tuviera edad alguna. Después ella apoyó la cabeza en su brazo y suspiró.
—He decidido renunciar a ti —dijo.
Dick se sobresaltó. ¿Acaso había dicho algo que diera a entender que poseía alguna parte de él?
—Pero eso es una vileza —dijo, esforzándose porque el tono fuera liviano—. Ahora que empezaba a estar interesado. —Te he querido taaanto…
Como si hubiera sido cosa de muchos años. De pronto, se puso a lloriquear.
—Te he querido taaanto…
Dick tendría que haberse echado a reír, pero se oyó a sí mismo decir:
—No sólo eres bellísima, sino que además tienes un gran talento. Todo lo que haces, como fingir que estás enamorada o que eres tímida, surte efecto.
En el fondo de aquel taxi, oscuro como una cueva, en el que se respiraba la fragancia del perfume que había comprado con Nicole, Rosemary se volvió a acercar y se apretó contra él. Dick la besó sin sentir ningún placer. Sabía que había pasión allí, pero no veía sombra de ella en sus ojos o en su boca; el aliento le olía ligeramente a champán. Se le apretó más, con desesperación, y la volvió a besar, pero le desanimó la inocencia de su beso, la mirada que en el instante preciso del contacto se fue de él para perderse en las tinieblas de la noche, las tinieblas del mundo. Ella no sabía aún que es el corazón el que lo ilumina todo; en el momento en que se diera cuenta de ello y se fundiera con la pasión del universo, la podría poseer sin la menor duda o remordimiento.
La habitación de Rosemary en el hotel estaba en el mismo piso que la de ellos, pero al otro lado del pasillo y más cerca del ascensor. Cuando llegaron a la puerta, ella dijo de pronto:
—Sé que no me quieres, y tampoco lo espero. Pero dijiste que tenía que haberte dicho que era mi cumpleaños. Pues bien, te lo dije, y ahora quiero como regalo de cumpleaños que entres un minuto a mi habitación para que te diga una cosa. Un minuto sólo.
Entraron, y Dick cerró la puerta. Rosemary estaba muy cerca de él, sin rozarlo. La noche había hecho que desapareciera todo el color de su cara y estaba sumamente pálida: era como un clavel blanco abandonado al final de un baile.
—Cuando sonríes…
Dick había vuelto a adoptar la actitud paternal de antes, quizá debido a la presencia silenciosa pero próxima de Nicole.
—… siempre espero encontrar el hueco de algún diente de leche que se te ha caído.
Pero lo dijo demasiado tarde. Rosemary se acercó y se enfrentó a él con un susurro desesperado.
—Vamos a hacerlo.
—¿Hacer qué?
El asombro le había dejado paralizado.
—Venga —susurró ella—. Venga, por favor. Vamos a hacer lo que se hace. Da igual si no me gusta. Nunca esperé que me gustara. Siempre detesté la idea, pero ahora no. Quiero que lo hagamos.
Estaba sorprendida de sí misma. Nunca se había imaginado que podría hablar de aquel modo. Estaba hablando de cosas que había leído, visto, soñado durante los diez años que había estado en el colegio de monjas. De pronto comprendió también que era uno de los papeles más importantes que le había tocado hacer y se entregó a él con más pasión.
—No es así como tendría que ser —reflexionó Dick—. ¿No será culpa del champán? Tratemos más bien de olvidarlo.
—Oh, no. Vamos a hacerlo ahora. Quiero que lo hagamos ahora, que me poseas, que me enseñes a hacerlo. Soy totalmente tuya y quiero serlo.
—En primer lugar, ¿te has parado a pensar el daño que podría hacerle a Nicole?
—No tiene por qué enterarse. Esto no tiene nada que ver con ella.
Dick siguió hablando en tono amable.
—En segundo lugar, da la casualidad de que quiero a Nicole.
—Pero se puede querer a más de una persona, ¿no? Por ejemplo, yo quiero a mi madre y te quiero a ti… más. Ahora te quiero más a ti.
—Y en tercer lugar, no estás enamorada de mí, pero podrías enamorarte después, y menudo lío entonces para alguien que está sólo empezando a vivir.
—No. Te prometo que no volveré a verte. Recogeré a mi madre y nos marcharemos inmediatamente a América.
Dick rechazó esa posibilidad. Tenía un recuerdo demasiado vívido de la inocencia y frescura de sus labios. Pasó a adoptar otro tono.
—Es un capricho pasajero.
—Oh, por favor. No me importa ni siquiera tener un hijo. Podría irme a México como una chica de los estudios. Esto es tan diferente de todo lo que había pensado… Antes detestaba que me besaran en serio.
Dick comprendió que seguía teniendo la impresión de que aquello tenía que ocurrir forzosamente.
—Algunos tenían unos dientes enormes, pero tú eres completamente diferente. ¡Y tan guapo! Quiero que lo hagamos.
—Me da la impresión de que crees que la gente se besa de alguna forma especial y quieres que yo te bese así.
—Por favor, no te burles de mí. No soy una niña. Ya sé que no estás enamorado de mí.
Parecía haberse calmado ya, hablaba en un tono de humildad.
—No esperaba tanto. Supongo que te debo parecer una persona insignificante.
—No digas tonterías. Lo que sí me pareces es demasiado joven.
Y añadió para sus adentros: «¡Y tendría tanto que enseñarte!».
Rosemary estaba esperando y respiraba ansiosamente, hasta que Dick dijo:
—Y por último, las circunstancias no permiten que las cosas puedan salir como tú quieres.
El rostro de Rosemary reflejó el desencanto y la consternación que sentía, y Dick dijo maquinalmente:
—No vamos a tener más remedio que…
Se interrumpió y la siguió hasta la cama, sentándose a su lado mientras lloraba. De pronto se sentía confundido, no por una cuestión de ética, puesto que estaba claro que aquello era imposible desde todos los puntos de vista, sino simplemente confundido, y por un momento le fallaron sus habituales recursos, la dúctil fuerza de su equilibrio.
—Sabía que no querrías —dijo ella entre sollozos—. Era una esperanza estúpida por mi parte.
Dick se puso en pie.
—Buenas noches, muchachita. Es todo una pena. Será mejor que lo olvidemos.
Para que se pudiera tranquilizar le dijo unas palabras de jerga de hospital.
—Se van a enamorar muchos hombres de ti y estaría muy bien que recibieras a tu primer amor intacta, incluso emocionalmente. Qué idea tan anticuada, ¿verdad?
Rosemary alzó la mirada y vio que se dirigía a la puerta; le miró sin tener la más leve idea de lo que pasaba por su cabeza, vio que avanzaba otro paso lentamente y se volvía para mirarla de nuevo, y por un momento sintió deseos de tenerlo en sus brazos y devorarlo: deseaba su boca, sus orejas, el cuello de su chaqueta, deseaba cercarlo, apoderarse de él. Vio que su mano agarraba el pomo de la puerta. Entonces se dio por vencida y volvió a dejarse caer sobre la cama. En cuanto se cerró la puerta, se levantó y fue hasta el espejo y empezó a cepillarse el pelo, lloriqueando un poco. Se dio ciento cincuenta pasadas, como siempre, y luego otras ciento cincuenta. Se cepilló el pelo hasta dolerle el brazo, y luego cambió de brazo y siguió cepillándolo.