Abe debía salir de la estación de Saint-Lazare a las once. Estaba solo bajo la cúpula de cristal deslustrado que era un vestigio de los años setenta, la época del Palacio de Cristal. Sus manos habían adquirido ese color grisáceo que sólo pueden producir veinticuatro horas de vigilia y las llevaba metidas en los bolsillos del abrigo para que no se viera cómo le temblaban los dedos. Sin el sombrero puesto se veía claramente que sólo se había peinado la parte de arriba del pelo; el resto lo llevaba decididamente de punta a ambos lados. Resultaba difícil reconocer en él a aquel que dos semanas atrás se bañaba en la playa del hotel de Gausse.
Había llegado con tiempo suficiente y se puso a mirar en tomo suyo sólo con los ojos, ya que mover cualquier otra parte de su cuerpo hubiera exigido un esfuerzo superior a él en ese momento. Ante él pasaron maletas con aspecto de ser nuevas, y luego las pequeñas formas indistintas de futuros pasajeros que se gritaban unos a otros con voces extrañas y chirriantes.
En el preciso instante en que se estaba preguntando si tendría tiempo para ir a tomarse una copa a la cantina y se disponía a asir el fajo pegajoso de billetes de mil francos que llevaba en el bolsillo, su mirada errabunda fue a posarse en Nicole, que aparecía en lo alto de las escaleras. La observó atentamente. Como suele ocurrir cuando observamos a alguien que esperamos y que todavía no nos ha visto, le parecía estar contemplando a la auténtica Nicole en cada uno de sus pequeños gestos. Estaba pensando en sus hijos con expresión concentrada, pero más que recrearse en ellos parecía estar simplemente contándolos como podría hacerlo un animal, como una gata comprobando el número de sus crías con una pata.
Al ver a Abe cambió totalmente de expresión. La luz que se filtraba por la claraboya era mortecina y Abe tenía un aspecto lúgubre con las ojeras que resaltaban sobre su tez bronceada. Se sentaron en un banco.
—He venido porque me lo pediste —dijo Nicole en tono defensivo.
Abe parecía haberse olvidado de por qué se lo había pedido y Nicole se contentó con mirar a la gente que iba y venía por la estación.
—Ésa va a ser la reina de tu travesía. La que está rodeada de admiradores que han venido a despedirla. Por eso se compró ese vestido.
Nicole hablaba cada vez más deprisa.
—¡Quién se iba a comprar un vestido así salvo la reina de un crucero alrededor del mundo! ¿No crees? ¿Eh? ¡Despierta! Es un vestido con historia. Todo ese material que le sobra tiene una historia y siempre habrá alguien en un crucero alrededor del mundo que se sienta lo bastante solo para querer escucharla.
Casi se aturulló con las últimas palabras. Había hablado demasiado para lo que solía y a Abe, viendo la expresión seria e inmutable de su cara, le resultaba difícil creer que hubiera dicho nada. Se irguió haciendo un esfuerzo hasta quedar en una postura en la que parecía estar de pie aunque estuviera sentado.
—La tarde que me llevasteis a aquel baile tan raro —empezó Abe—, ¿sabes cuál te digo? El de Sainte-Geneviéve.
—Sí, ya me acuerdo. Fue muy divertido, ¿no?
—Yo no me divertí nada. No me ha divertido nada veros esta vez. Estoy harto de vosotros dos, pero no se nota porque vosotros estáis aún más hartos de mí. Ya me entiendes. Si me quedaran energías, intentaría hacerme nuevos amigos.
Nicole estrujaba sus guantes de terciopelo al replicarle:
—No sirve de nada ponerse desagradable, Abe. Sé que no piensas lo que dices, y no entiendo por qué tienes que haber renunciado a todo.
Abe reflexionó, haciendo un esfuerzo por no toser o sonarse la nariz.
—Supongo que llegué a aburrirme de todo. Y había que hacer tal esfuerzo para retroceder a fin de poder llegar a alguna parte.
Un hombre podrá hacerse muchas veces el niño indefenso delante de una mujer, pero casi nunca lo consigue cuando más se siente como un niño indefenso.
—No tienes excusa —dijo Nicole, tajante.
Abe se sentía peor por momentos. No se le ocurría hacer ningún comentario que no fuera desagradable y crispado. Nicole llegó a la conclusión de que lo mejor que podía hacer era permanecer sentada mirando al infinito con las manos sobre el regazo. Durante un momento no hubo la menor comunicación entre ellos. Cada uno trataba de alejarse del otro a toda prisa, deteniéndose a respirar sólo si veía ante sí un fragmento de cielo azul que el otro no hubiera visto. A diferencia de los amantes, no tenían pasado; a diferencia de los matrimonios, no tenían futuro. Y sin embargo, hasta esa misma mañana, Abe era la persona que más quería Nicole, con excepción de Dick, y Abe, a su vez, había estado totalmente enamorado de ella durante años, con un amor que le oprimía el vientre de terror.
—Estoy harto de este mundo de mujeres —dijo él de pronto.
—Entonces, ¿por qué no te haces un mundo propio?
—Estoy harto de tener amigos. Lo único que vale la pena es estar rodeado de aduladores.
Nicole miraba fijamente el minutero del reloj de la estación, tratando de hacerlo avanzar con el pensamiento, pero Abe dijo:
—¿No estás de acuerdo?
—Soy una mujer y mi deber es procurar que las cosas se mantengan.
—En cambio, el mío es destruirlas.
—No destruyes nada bebiendo, salvo a ti mismo.
Había hablado con frialdad y se sentía atemorizada e insegura. La estación se estaba llenando de gente, pero no llegaba nadie que ella conociera. Pasado un momento, su mirada se posó, agradecida, en una muchacha alta con el pelo pajizo peinado en forma de casco que estaba echando unas cartas en el buzón.
—Tengo que ir a hablar con aquella chica, Abe. ¡Abe, despierta! ¡No seas estúpido!
Abe la siguió pacientemente con la mirada. La mujer pareció sobresaltarse al volverse para saludar a Nicole y su cara le resultaba conocida a Abe de haberla visto por París. Aprovechó la ausencia de Nicole para escupir la flema en el pañuelo y sonarse la nariz ruidosamente. Cada vez hacía más calor y tenía la ropa interior empapada de sudor. Le temblaban tanto los dedos que necesitó usar cuatro cerillas para encender un cigarrillo. Le parecía absolutamente necesario ir a la cantina a tomarse una copa, pero en eso llegó Nicole.
—Ha sido un error —dijo con una sonrisa gélida—. Después de haberme suplicado que fuera a visitarla, me acaba de hacer un buen desaire. Me ha mirado como si yo fuera basura.
Estaba excitada y soltó una risita ligeramente histérica.
—Es mejor dejar que sean los otros los que den el primer paso.
En cuanto se recuperó de un ataque de tos provocado por el cigarrillo, Abe observó:
—El problema es que cuando no has bebido no tienes ganas de ver a nadie, y cuando has bebido nadie tiene ganas de verte.
¿Quién, yo?
Nicole volvió a reír; por algún motivo, el encuentro que acababa de tener la había animado.
No. Yo.
—Lo dirás por ti. A mí me gusta la gente, mucha gente. Me gusta…
En ese momento aparecieron Rosemary y Mary North, que caminaban despacio buscando a Abe, y Nicole se puso a llamarlas con un entusiasmo excesivo:
—«¡Eh, eh, eh!», —riendo y agitando el paquete de pañuelos que le había comprado a Abe.
Formaron un grupito nada airoso, desequilibrado por la gigantesca figura de Abe, que se proyectaba oblicuamente sobre las tres mujeres como un galeón naufragado y hacía olvidar, con su sola presencia, su falta de decisión y sus excesos, su estrechez de miras y su profundo resentimiento. Las tres eran conscientes de la dignidad solemne que emanaba de su persona, y de sus logros, fragmentarios, sugerentes y ya superados. Pero les aterraba la voluntad que aún sobrevivía en él, las antiguas ganas de vivir que se habían convertido en un deseo de morir.
Llegó Dick Diver y trajo con su persona una superficie radiante sobre la que las tres mujeres saltaron como monos entre grititos de alivio, encaramándose en sus hombros, en la hermosa copa de su sombrero o en la empuñadura dorada de su bastón. Por un momento podían apartar su atención del espectáculo grandiosamente obsceno que era Abe. Dick se dio cuenta enseguida de cuál era la situación y la asumió con calma. Las hizo salir de sí mismas haciéndoles ver las maravillas de la estación. Cerca de ellos, unos americanos se decían adiós con voces que parecían remedar el sonido del agua cayendo en una gran bañera vieja. Al estar en la estación, con París a sus espaldas, parecía como si indirectamente se estuvieran acercando un poco al mar, como si ya empezaran a notar los cambios que obraba sobre ellos la proximidad del mar y se estuviera produciendo una mutación de átomos por la que se formaría la molécula esencial de una nueva raza.
Así que la estación se fue llenando de americanos de buena posición que se dirigían a los andenes y todas las caras parecían nuevas, de personas francas, inteligentes, amables, irreflexivas, acostumbradas a que pensaran por ellas. De vez en cuando asomaba entre ellos el rostro de algún inglés que ofrecía un contraste repentino. Cuando ya había bastantes americanos en el andén, la primera impresión producida por su aire inmaculado y su dinero comenzó a desvanecerse para dejar paso a una vaga impresión de crepúsculo racial que estorbaba y cegaba tanto a ellos como a los que les observaban.
Nicole agarró a Dick del brazo y gritó: «¡Mira!». Dick se volvió a tiempo para presenciar lo que ocurrió en el espacio de medio minuto. Ante una de las puertas del coche-cama, dos vagones más allá, una de las muchas despedidas que estaban teniendo lugar destacó vívidamente entre todas. La joven del pelo en forma de casco a la que había ido a saludar Nicole se separó de pronto del hombre con el que estaba hablando, haciendo un extraño gesto como si lo esquivara, y hundió la mano frenéticamente en el bolso. Al instante, el sonido de dos disparos de revólver partía el aire enrarecido del andén. Al mismo tiempo, la locomotora soltó un silbido estridente y se puso en marcha el tren, empequeñeciendo momentáneamente el efecto causado por los disparos. Abe volvió a agitar las manos desde la ventanilla, ignorante de lo que había ocurrido. Pero antes de que la gente se agolpara en torno al lugar del suceso, los otros habían visto cómo se producían los disparos y a la víctima desplomarse en el andén.
El tren tardó un siglo en detenerse. Nicole, Mary y Rosemary esperaban a un lado mientras Dick trataba de abrirse paso entre el gentío. Tardó cinco minutos en volver a encontrarlas, y para entonces el gentío se había dividido: unos seguían al hombre, al que llevaban en una camilla, y los otros a la chica, que caminaba pálida y firme entre dos gendarmes con aire aturdido.
—Era María Wallis —dijo Dick, hablando precipitadamente—. El hombre contra el que ha disparado es un inglés. Tardaron una enormidad en identificarlo porque las balas atravesaron su pasaporte.
Se alejaban del tren a paso apresurado balanceándose entre el gentío.
—He averiguado a qué comisaría la llevan, así que voy a ir.
—¡Pero si tiene una hermana que vive en París! —objetó Nicole—. ¿Por qué no la telefoneamos? Me parece muy raro que a nadie se le haya ocurrido. Está casada con un francés y su marido podrá hacer más que nosotros.
Dick pareció dudar un momento y luego hizo un gesto negativo con la cabeza y se puso en marcha otra vez.
—¡Espera! —exclamó Nicole—. Es una tontería. ¿Qué puedes hacer tú, con el poco francés que hablas?
—Por lo menos me aseguraré de que no le hagan ninguna atrocidad.
—Lo que sí es seguro es que no la van a soltar —dijo Nicole secamente—. Al fin y al cabo, ha disparado contra ese hombre. Lo mejor que podemos hacer es telefonear inmediatamente a Laura. Más podrá hacer ella que nosotros.
Dick no acababa de convencerse. Además, estaba tratando de impresionar a Rosemary.
—Espérate —dijo Nicole con firmeza, y se dirigió con paso rápido a una cabina telefónica.
—Cuando Nicole se hace cargo de algo —dijo Dick con ironía afectuosa—, no hay nada más que hacer.
Veía a Rosemary por primera vez esa mañana. Se miraron tratando de reconocer las emociones del día anterior.
Por un momento se sintió cada uno como si el otro no fuera real, hasta que lentamente volvió a ellos el cálido susurro del amor.
—Te gusta ayudar a todo el mundo, ¿verdad? —dijo Rosemary.
—Sólo lo aparento.
—A mamá le gusta ayudar a todo el mundo. Claro que no puede ayudar a tanta gente como tú —suspiró—. A veces pienso que soy la persona más egoísta del mundo.
Por primera vez, el hecho de que mencionara a su madre enojó a Dick en lugar de divertirle. Quería apartar a su madre de una vez, suprimir el tono infantil que Rosemary insistía en dar a su relación con él. Pero se daba cuenta de que aquel impulso revelaba que estaba perdiendo el control. ¿Qué pasaría de la fuerte atracción que sentía Rosemary hacia él si aflojaba las riendas, aunque sólo fuera por un instante? Comprendió con cierta angustia que sus relaciones estaban llegando casi imperceptiblemente a un punto muerto, y no podían estabilizarse. O avanzaban o tendrían que retroceder. Por primera vez se le ocurrió pensar que Rosemary agarraba las riendas con más firmeza que él mismo.
Antes de que hubiera podido pensar qué medidas debía tomar, regresó Nicole.
—Encontré a Laura. Era la primera noticia que tenía, y su voz desaparecía y luego volvía a oírse como si se estuviera desmayando y volviendo en sí todo el rato. Me ha dicho que sabía que iba a pasar algo esta mañana.
—María debería trabajar para Diaghilev —bromeó Dick tratando de calmarlas—. Tiene un gran sentido de la escenografía, por no hablar de sentido del ritmo. ¿Quién de nosotros a partir de ahora va a poder ver arrancar un tren sin oír al mismo tiempo unos disparos?
Bajaban a empellones por la ancha escalera metálica.
—Lo siento por ese pobre hombre —dijo Nicole—. Con razón estuvo tan rara conmigo: ya se estaba preparando para abrir fuego.
Se echó a reír y Rosemary rió con ella, pero las dos estaban horrorizadas y deseaban fervientemente que Dick hiciera algún comentario de tipo moral sobre el asunto para no tener que hacerlo ellas. No era un deseo totalmente consciente, sobre todo por parte de Rosemary, que estaba acostumbrada a que pasaran ruidosamente por su cabeza fragmentos de acontecimientos parecidos sin que llegaran a detenerse. Pero tal había sido la acumulación de impresiones en ella que también se sentía traumatizada. Dick, por su parte, se sentía de momento demasiado impresionado por la fuerza de sus sentimientos recién descubiertos para tratar de resolver la situación con arreglo a la pauta que habían seguido durante esas vacaciones, y ellas, notando que les faltaba algo, se sumieron en una vaga sensación de infelicidad.
Y, como si nada hubiera ocurrido, las vidas de los Diver y sus amigas desembocaron en la calle.
Sin embargo, habían ocurrido demasiadas cosas. La partida de Abe y la inminente partida de Mary para Salzburgo esa misma tarde ponían fin a aquellos días que habían pasado en París. O tal vez fueran los disparos, la brutal sacudida con que había terminado Dios sabe qué sombría historia, los que los habían puesto fin. Los disparos habían pasado a formar parte de sus vidas. Los ecos de aquella violencia les siguieron hasta la acera, donde, mientras esperaban un taxi, dos mozos de estación comentaban el incidente junto a ellos.
—Tu as vu le revolver? Il était trés pétit. Un vrai bijou. Un jouet[5].
—Mais assez puissant[6]! —dijo el otro mozo juiciosamente—. Tu as vu sa chemise. Assez de sang pour se croire á la guerre[7].