XIII

Dick dobló la esquina del través y siguió por el camino de tablas a lo largo de la trinchera. Llegó hasta donde había un periscopio y miró a través de él un momento; luego se subió al bordillo y se puso a mirar por encima del parapeto. Frente a él, bajo un cielo deslustrado, estaba Beaumont-Hamel; a su izquierda, la colina trágica de Thiepval. Dick los contempló con sus gemelos de campaña y se le oprimía la garganta de tristeza.

Siguió andando a lo largo de la trinchera y encontró a los demás que le estaban esperando en el siguiente través. Estaba muy emocionado y deseaba comunicarles su emoción, hacerles comprender lo que aquello significaba, aunque en realidad Abe North había estado en el frente y él no.

—Esta tierra costó veinte vidas por hectárea aquel verano —le dijo a Rosemary. Ella miró obediente la planicie verde más bien desnuda, con sus árboles bajos que sólo tenían seis años. Si Dick hubiera dicho además que los estaban bombardeando, esa tarde le habría creído. Su amor por él había llegado ya al punto en que por fin empezaba a sentirse desgraciada, a sentir desesperación. No sabía qué hacer: tenía necesidad de hablar con su madre.

—Un montón de gente se ha muerto desde entonces y pronto nos habremos muerto todos —dijo Abe para consolarlos.

Rosemary estaba tensa esperando que Dick siguiera hablando.

—Mirad ese riachuelo. Podríamos llegar a él andando en dos minutos. Los ingleses tardaron un mes en llegar; todo un imperio avanzando muy lentamente, muriendo los de delante y los de detrás empujando. Y otro imperio retrocedía muy lentamente unos cuantos centímetros cada día, dejando a los muertos como un millón de alfombras ensangrentadas. Los europeos de esta generación no podrían volver a hacer una cosa así.

—¡Pero si sólo acaba de terminar la lucha en Turquía! —dijo Abe—. Y en Marruecos…

—Eso es diferente. Esto del frente occidental no se podrá repetir, por lo menos en mucho tiempo. Los jóvenes piensan que podrían hacerlo, pero no es cierto. Podrían repetir la batalla del Marne, pero esto no. Para esto hizo falta una gran fe y años de abundancia y una tremenda seguridad y la relación exacta que existía entre las clases sociales. Los rusos y los italianos no se portaron nada bien en este frente. Hacía falta un bagaje sentimental sincero cuyos inicios se remontaran hasta donde no alcanza el recuerdo. Había que recordar las Navidades, y las postales del príncipe heredero y su prometida, y los pequeños cafés de Valence y las cervecerías al aire libre en Unter den Linden, y las bodas en la alcaldía, y el Derby, y las patillas del abuelo.

—El general Grant inventó este tipo de batallas en Petersburg en el año sesenta y cinco.

—No. Lo que inventó fueron las masacres. Esta clase de batallas la inventaron Lewis Carroll y Julio Verne y el autor de Undine, quienquiera que fuese, y los diáconos rurales jugando a los bolos, y las madrinas de guerra de Marsella y las muchachas seducidas en los callejones de Wurtemberg y Westfalia. ¡Pero si ésta fue una batalla por amor! Todo un siglo de amor de la clase media se consumió aquí. Fue la última batalla por amor.

—Tú le quieres adjudicar esta batalla a D. H. Lawrence —dijo Abe.

—Todo mi hermoso mundo, delicioso y seguro, saltó por los aires aquí con una gran explosión de amor —siguió lamentándose Dick—. ¿No es cierto, Rosemary?

—No sé —respondió ella con expresión grave—. Tú lo sabes todo.

Los dos quedaron rezagados. De pronto les cayó encima una lluvia de terrones y guijarros, y Abe les gritó desde el siguiente través:

—El espíritu de la guerra se está apoderando de mí otra vez. Tengo tras de mí cien años de amor de Ohio y voy a bombardear esta trinchera.

Su cabeza asomó de repente por encima del terraplén.

—Estáis muertos. ¿Es que no conocéis las reglas? Lo que os lancé era una granada.

Rosemary se rió y Dick agarró un puñado de guijarros como para tomar represalia y luego lo volvió a tirar al suelo.

—No puedo gastar bromas con esto —dijo, casi como disculpándose—. Ya sé que la carroza se ha convertido en una calabaza y la gallina no da más huevos de oro y todo lo demás, pero soy un viejo romántico, qué queréis que haga.

—Yo también soy romántica.

Salieron de la trinchera impecablemente restaurada y se encontraron frente a un monumento a los caídos de Terranova. Al leer la inscripción, a Rosemary se le saltaron las lágrimas. Como a la mayoría de las mujeres, le gustaba que le dijeran cómo tenía que sentirse, y le gustaba que Dick le dijera qué era ridículo y qué era triste. Pero sobre todo deseaba que supiera cuánto le quería, puesto que ese hecho lo trastornaba todo ya y la hacía caminar por el campo de batalla como por un emocionante sueño.

Después regresaron al coche y salieron en dirección a Amiens. Caía una lluvia fina y cálida sobre la maleza y los matorrales nuevos y fueron dejando atrás grandes piras funerarias hechas de proyectiles que no habían estallado —obuses, bombas, granadas— y material —cascos, bayonetas, culatas de rifle y cuero podrido—, todo abandonado en aquel terreno seis años antes. Y de pronto, al doblar una curva, la blanca visión de un vasto mar de tumbas. Dick le pidió al chófer que se detuviera.

—¡Allí está esa chica! Y sigue con la corona de flores.

Los demás observaron cómo Dick salía del coche y se acercaba a la muchacha, que permanecía indecisa junto a la verja, con una corona de flores en las manos. Tenía un taxi esperándola. Era una chica pelirroja de Tennessee que habían conocido esa mañana en el tren y que había ido hasta allí desde Knoxville para depositar una corona sobre la tumba de su hermano. Había lágrimas de humillación en su rostro.

—Me deben de haber dado un número equivocado en el Departamento de Guerra —gimoteó—. Había otro nombre en la tumba. La llevo buscando desde las dos de la tarde ¡y hay tantas tumbas!

—Entonces lo que yo haría sería depositar las flores en cualquier tumba sin mirar el nombre —le aconsejó Dick.

—¿Cree usted que es lo que debería hacer?

—Creo que es lo que le hubiera gustado a él que hiciera.

Estaba oscureciendo y la lluvia se hacía cada vez más densa. La muchacha dejó la corona de flores en la primera tumba que había al cruzar la verja y aceptó la sugerencia de Dick de que despidiera a su taxista y regresara a Amiens con ellos.

A Rosemary se le volvieron a saltar las lágrimas cuando se enteró del percance. Entre unas cosas y otras, había sido un día aguado, pero tenía la sensación de que había aprendido algo, si bien no sabía exactamente qué. Luego recordaría como felices todas las horas de aquella tarde, una de esas ocasiones en que parece no ocurrir nada y que en el momento se sienten sólo como un nexo entre el gozo pasado y el futuro, pero que luego resultan haber sido el gozo mismo.

Amiens era una ciudad imperial llena de ecos, todavía entristecida por la guerra al igual que lo estaban algunas estaciones de ferrocarril, como por ejemplo la estación del Norte en París y la de Waterloo en Londres. Durante el día uno se siente aplanado en esa clase de ciudades, en las que pequeños tranvías de veinte años atrás cruzan las amplias plazas de adoquines grises delante de la catedral y hasta el mismo aire tiene algo del pasado, es un aire desteñido como el de una fotografía antigua. Pero al anochecer, todo lo más satisfactorio de la vida francesa reaparece: las busconas vivarachas, los hombres que discuten en los cafés con cientos de «Voilás», las parejas que, juntas las cabezas, se dejan arrastrar por la corriente hacia ninguna parte, el más barato de los placeres. Mientras esperaban el tren, se sentaron bajo unos amplios soportales cuyo techo era lo bastante alto como para que el humo y el sonido de la música y las conversaciones se proyectaran hacia arriba, y la orquesta, complaciente, se puso a tocar Sí, no tenemos bananas. Aplaudieron, más que nada por lo satisfecho de sí mismo que parecía el que la dirigía. La muchacha de Tennessee olvidó sus penas y lo estaba pasando muy bien; incluso inició una especie de coqueteo exótico con Dick y Abe consistente en poner los ojos en blanco y toquetearse. Los dos le tomaban el pelo cariñosamente.

Hasta que, dejando que los grupos infinitesimales de wurtembergueses, guardias prusianos, cazadores alpinos, obreros de Manchester y antiguos alumnos de Eton siguieran buscando su condena eterna bajo la cálida lluvia, subieron al tren que iba a París. Se tomaron bocadillos de mortadela y queso «bel paese» preparados en la cantina de la estación y bebieron vino de Beaujolais. Nicole estaba absorta y se mordía los labios incesantemente mientras leía las guías del campo de batalla que se había traído Dick. Verdaderamente, Dick se lo había estudiado todo por encima y lo había simplificado de tal modo que había conseguido darle más o menos el aspecto de una de las fiestas organizadas por él.