XII

Eran seis en total los que estaban esperando a Nicole en Voisins: Rosemary, los North, Dick Diver y dos jóvenes músicos franceses. Observaban a los demás clientes del restaurante para ver si podían estar relajados. Dick había dicho que ningún americano podía estar relajado, salvo él, y trataban de encontrar un ejemplo para mostrárselo. Las cosas se les presentaban difíciles: no había habido ni un solo hombre que a los diez minutos de estar en el restaurante no se hubiera llevado la mano a la cara.

No teníamos que haber dejado de llevar los bigotes encerados —dijo Abe—. En todo caso, Dick no es el único hombre relajado…

Sí que lo soy.

—… pero tal vez sea el único hombre que puede estar relajado sin haber bebido.

Había entrado un americano muy bien vestido, acompañado de dos mujeres, que se abalanzó a una mesa y revoloteaba en torno a ella con desenvoltura. De pronto, al darse cuenta de que estaba siendo observado, alzó la mano convulsivamente y se puso a alisarse un bulto inexistente en la corbata. En otro grupo que también estaba esperando que hubiera una mesa libre, un hombre se sobaba incesantemente la mejilla afeitada con la palma de la mano y su compañero se llevaba a la boca maquinalmente una colilla de puro apagada. Los más afortunados palpaban gafas y pelo facial y los que no iban preparados se acariciaban las comisuras de los labios o incluso se tiraban desesperadamente de los lóbulos de las orejas.

Entró un general famoso y Abe, contando con el primer año que habría pasado aquel hombre en West Point —ese año durante el cual ningún cadete puede dimitir y del que nadie se recupera nunca—, hizo una apuesta con Dick de cinco dólares.

El general tenía una postura perfectamente natural, con las manos colgándole a los lados, mientras esperaba que le dieran una mesa. Hubo un momento en que echó hacia atrás los brazos de repente, como si fuera a saltar, y Dick dijo: ¡Ah!, al suponer que había perdido el control, pero el general se recuperó y todos respiraron aliviados. Lo peor ya casi había pasado, le estaba colocando la silla el camarero y…

El conquistador levantó una mano con cierta furia y se rascó la inmaculada cabeza gris.

—¿Lo veis? —dijo Dick muy ufano—. Soy el único.

A Rosemary no le cabía la menor duda, y Dick, consciente de que nunca había tenido un público tan entusiasta, logró que su grupo brillara tanto entre todos los demás que Rosemary miraba a todos los que no estaban sentados a su mesa con una mezcla de indiferencia e irritación. Llevaban dos días en París, pero, en realidad, era como si estuvieran todavía en la playa, bajo la sombrilla. Cuando, como había ocurrido en el baile del Corps des Pages de la noche anterior, Rosemary, que todavía no había asistido en Hollywood a las fiestas más exclusivas, se encontraba en un ambiente que le imponía, Dick se lo hacía todo asequible al saludar sólo a unas cuantas personas; hacía una especie de selección (los Diver parecían conocer a una infinidad de gente, pero con todos era siempre como si no les hubieran visto en muchísimo tiempo y les sorprendiera enormemente verles: «¡Pero dónde os metéis!») y luego recreaba la unidad de su propio grupo eliminando a los intrusos de manera cortés pero tajante, con un golpe de gracia irónico. A Rosemary le llegaba a parecer que también ella había conocido a aquellas personas antes, en circunstancias que era mejor olvidar, y al reconocerlos, los rechazaba, los eliminaba de su vida.

Su propio grupo era a veces abrumadoramente americano y otras veces apenas lo era. Lo que Dick hacía era devolver a todos su verdadero ser, borroso tras los compromisos de no se sabe cuántos años.

En el restaurante en penumbra, que se había cargado de humo y olía a toda la sabrosa comida cruda del buffet, apareció delicadamente el traje azul celeste de Nicole como un fragmento escapado de la atmósfera exterior. Al ver reflejada su belleza en la mirada de todos, les dio las gracias con una sonrisa radiante de reconocimiento. Durante un rato estuvieron todos encantadores, muy atentos unos con otros y demás. Pero se cansaron de aquello y pasaron a ser graciosos y mordaces y, finalmente, a hacer miles de planes. Se rieron de cosas que luego no iban a recordar con claridad; se rieron mucho y los hombres se bebieron tres botellas de vino. Las tres mujeres que había en la mesa eran perfectos ejemplos del enorme flujo de la vida norteamericana. Nicole era nieta de un capitalista norteamericano que todo lo había conseguido con su propio esfuerzo y nieta también de un conde de la Casa de Lippe Weissenfeld. Mary North era hija de un oficial empapelador y descendiente del Presidente Tyler. Rosemary pertenecía a la clase media y su madre la había lanzado a las cumbres inexploradas de Hollywood. Lo que tenían en común, y las diferenciaba de tantas otras mujeres norteamericanas, era que todas se sentían felices de existir en un mundo de hombres: conservaban su individualidad a través de los hombres y no en oposición a ellos. Las tres habrían podido ser igualmente excelentes cortesanas o excelentes esposas, y lo que decidía que fueran una cosa u otra no era el accidente de su origen sino el accidente aún mayor de encontrar al hombre que necesitaban o no encontrarlo.

A Rosemary le había parecido muy agradable aquella comida, sobre todo porque eran sólo siete personas, más o menos el límite para que todo el mundo pueda estar a gusto. Tal vez también el hecho de que ella representara una novedad en su mundo era como un agente catalizador que hacía desaparecer todas las viejas reticencias que pudiera haber entre ellos. Después de que todos se levantaran de la mesa, un camarero guió a Rosemary hasta esa oscura recámara que hay en todos los restaurantes franceses, en donde buscó un número de teléfono a la luz mortecina de una bombilla anaranjada y llamó a Franco-American Films. Sí, claro que tenían una copia de La niña de papá. De momento no estaba disponible, pero se la podrían pasar esa misma semana en el 341 de la Rue des SaintsAuges. Tenía que preguntar por el señor Crowder.

Aquella especie de cabina daba al guardarropa y, al colgar el teléfono, Rosemary oyó a dos personas que hablaban en voz baja a menos de dos metros de distancia de donde ella estaba, al otro lado de la hilera de abrigos.

—¿De verdad me quieres?

—¡No sabes cuánto!

Era Nicole. Rosemary se quedó en la puerta de la cabina sin atreverse a salir. Enseguida oyó la voz de Dick que decía:

—Te deseo terriblemente. Vámonos al hotel ahora mismo.

Nicole dejó escapar un pequeño suspiro entrecortado. Por un momento Rosemary no pudo entender nada de lo que hablaban, pero el tono era suficiente. Hasta ella llegaban las vibraciones de aquella intimidad total.

—Te deseo.

—Estaré en el hotel a las cuatro.

Rosemary se quedó sin aliento mientras las voces se alejaban. Su primera reacción había sido de sorpresa incluso, pues siempre les había visto relacionarse entre sí como si ninguno de los dos le exigiera nada al otro, como si su relación fuera más fría. Aquello le había causado una gran emoción, honda y no identificada. No sabía si lo que había pasado le atraía o le repelía, pero sí sabía que la había conmovido profundamente. Hizo que se sintiera muy sola al volver a entrar en el restaurante, pero si pensaba en ello le parecía enternecedor, y la gratitud apasionada de aquel «¡No sabes cuánto!», de Nicole resonaba aún en su mente. La peculiar atmósfera de la escena de la que había sido testigo era algo todavía ajeno a su experiencia, pero, por muy lejano que le resultara, su estómago le decía que estaba bien. No le inspiraba la aversión que había sentido al rodar ciertas escenas de amor en sus películas.

Pese a serle totalmente ajeno, participaba ya en ello de manera irrevocable, y mientras hacía compras con Nicole era mucho más consciente de la cita que la propia Nicole. La imagen que tenía de ella había cambiado y ahora trataba de evaluar sus atractivos. No cabía duda de que era la mujer más atractiva que había conocido nunca, con su dureza, sus afectos y lealtades y un cierto aire evasivo que Rosemary, juzgándola con la mentalidad de clase media de su madre, relacionaba con su actitud hacia el dinero. Rosemary se gastaba un dinero que había ganado; el que estuviera en Europa se debía a que se había metido en la piscina seis veces aquel día de enero y su temperatura había saltado de 37 grados a primera hora de la mañana a 40, que fue cuando su madre puso fin a aquello.

Con la ayuda de Nicole, Rosemary se compró dos vestidos, dos sombreros y cuatro pares de zapatos con su dinero. Nicole se compró todo lo que llevaba apuntado en una gran lista que tenía dos páginas y además lo que había en los escaparates. Todo lo que le gustaba pero no creía que le fuera a servir a ella, lo compraba para regalárselo a alguna amiga. Compró cuentas de colores, cojines de playa plegables, flores artificiales, miel, una cama para el cuarto de huéspedes, bolsos, chales, periquitos, miniaturas para una casa de muñecas y tres metros de una tela nueva color gamba. Compró doce bañadores, un cocodrilo de goma, un juego de ajedrez portátil de oro y marfil, pañuelos grandes de lino para Abe y dos chaquetas de gamuza de Hermés, una color azul eléctrico y la otra rojo ladrillo. Todas esas cosas no las compró ni mucho menos como una cortesana de lujo compraría ropa interior y joyas, que al fin y al cabo se podrían considerar parte de su equipo profesional y una inversión para el futuro, sino con un criterio totalmente diferente. Nicole era el producto de mucho ingenio y esfuerzo. Para ella los trenes iniciaban su recorrido en Chicago y atravesaban el vientre redondeado del continente hasta California; las fábricas de chicle humeaban y las cadenas de montaje marchaban en las fábricas; unos obreros mezclaban pasta dentífrica en cubas y sacaban líquido para enjuagues de toneles de cobre; unas muchachas envasaban tomates velozmente en el mes de agosto o trabajaban como esclavas en los grandes almacenes la víspera de Navidad; unos indios mestizos se afanaban en plantaciones de café en el Brasil y unos idealistas eran despojados de sus derechos de patente sobre nuevos tractores de su invención. Ésas eran algunas de las personas que pagaban un diezmo a Nicole, y todo el sistema, a medida que avanzaba con su peso avasallador, atronador, daba un brillo febril a algunos de los actos característicos de Nicole, como, por ejemplo, comprar en grandes cantidades, del mismo modo que se reflejan las llamas en el rostro de un bombero que permanece en su puesto ante un fuego que empieza a propagarse. Nicole ejemplificaba principios muy simples, ya que llevaba en sí misma su propia condena, pero lo hacía con tal precisión que había elegancia en el procedimiento, y Rosemary iba a tratar de imitarlo.

Eran casi las cuatro. Estaban en una tienda y Nicole, con un periquito en el hombro, tenía uno de sus raros arranques de locuacidad.

—¿Y qué hubiera pasado si no te llegas a meter en la piscina ese día? A veces esas cosas me hacen pensar. Justo antes de que empezara la guerra estábamos en Berlín. Yo tenía trece años, era poco tiempo antes de que mamá muriera. Mi hermana iba a ir a un baile en palacio y tenía a tres de los príncipes de la Casa Real anotados en su carné de baile, todo arreglado por un chambelán y demás. Media hora antes de que tuviera que ponerse en marcha le dio un dolor en un costado y fiebre alta. El médico dijo que era apendicitis y que tenía que operarse. Pero mamá ya había hecho sus planes, así que Baby fue al baile y estuvo bailando hasta las dos de la mañana con una bolsa de hielo atada bajo el traje de noche. La operaron esa misma mañana a las siete.

O sea, que había que ser duro; toda la gente que estaba bien era dura consigo misma. Pero eran ya las cuatro y Rosemary no podía dejar de pensar en Dick, que ya estaría esperando a Nicole en el hotel. Tenía que ir allí, no debía hacerle esperar. «¿Por qué no te vas?», pensaba. Y de pronto se le ocurrió: «O deja que vaya yo si tú no quieres ir». Pero Nicole aún fue a otra tienda a comprar corpiños para las dos y le envió uno a Mary North. Sólo entonces pareció acordarse y, absorta de pronto en sus pensamientos, paró un taxi.

—Adiós —dijo Nicole—. ¿Verdad que lo hemos pasado bien?

—Estupendamente —dijo Rosemary. Pero aquello era más difícil de lo que había pensado y todo su ser se rebeló al ver a Nicole alejarse en el taxi.