XI

Rosemary encontró a Campion abajo, en el vestíbulo desierto.

—La vi subir —dijo excitado—. ¿Cómo se encuentra él? ¿Cuándo va a ser el duelo?

—No lo sé.

Le molestaba que hablara de aquello como si se tratara de un circo en el que McKisco fuera el payaso trágico.

—¿Quiere venir conmigo? —le preguntó Campion, como si hubiera adquirido localidades para la función—. He alquilado el coche del hotel.

—No. No quiero ir.

—¿Por qué no? Aunque me temo que me va a costar años de vida, yo no me lo perdería por nada del mundo. Podemos verlo todo a una distancia prudencial.

—¿Por qué no le pide al señor Dumphry que vaya con usted?

Se le saltó el monóculo, sin que esta vez pudiera quedar oculto entre la pelambrera. Hizo una pausa antes de contestar.

—No quiero volver a verle en mi vida.

—Pues yo me temo que no voy a poder ir. No creo que a mi madre le pareciera bien.

Al entrar Rosemary en su habitación, la señora Speers se agitó soñolienta y la llamó:

—¿Dónde has estado?

—No me podía dormir. Vuélvete a dormir, mamá.

—Ven a mi cuarto.

Al oír que su madre se incorporaba en el lecho, Rosemary pasó a su habitación y le contó lo que había pasado.

—¿Por qué no vas a ver lo que pasa? —sugirió la señora Speers—. No tienes por qué verlo de cerca y tal vez pudieras ayudar después.

A Rosemary no le agradaba la idea de verse allí y puso objeciones, pero la señora Speers seguía teniendo la conciencia embotada por el sueño y le vinieron a la memoria las llamadas en plena noche para anunciar muertes y calamidades de cuando estaba casada con un médico.

—Quiero que vayas a sitios y hagas cosas por tu propia iniciativa, sin mí. Cosas más difíciles hiciste para los reclamos publicitarios de Rainy.

A pesar de todo, Rosemary seguía pensando que no tenía por qué ir, pero obedeció a aquella voz clara y firme que la había hecho meterse por la entrada de artistas del Odeón de París cuando tenía doce años y la había acogido cuando salió.

Pensó que se había librado de ir al ver desde las escaleras a Abe y McKisco que se alejaban en un coche, pero al rato apareció el coche del hotel y Luis Campion, soltando grititos de satisfacción, la hizo sentarse a su lado.

—Me escondí allí porque a lo mejor no querían que fuésemos. Como llevo la cámara de filmar…

Rosemary se rió por no llorar. Era un ser tan espantoso que ya no era ni espantoso: simplemente no era humano.

—Lo que no entiendo es por qué a la señora McKisco no le cayeron bien los Diver —dijo—. Fueron muy amables con ella.

—No es que no le cayeran bien. Es algo que presenció. Qué exactamente no pudimos saberlo por culpa de Barban.

—Entonces no era por eso por lo que estaba usted tan triste.

—Oh, no —dijo, quebrándosele la voz—. Era por otra cosa que ocurrió cuando regresamos al hotel. Pero eso ya no me preocupa. Me lavo las manos completamente al respecto.

Siguieron al otro coche por la costa en dirección este y pasaron Jean-les-Pins, donde se levantaba la estructura del nuevo casino. Eran más de las cuatro, y bajo el cielo gris azulado los primeros barcos de pesca salían cansadamente a un mar glauco. De pronto salieron de la carretera principal y se metieron en el interior.

—Es el campo de golf —exclamó Campion—. Seguro que es allí donde va a ser.

Estaba en lo cierto. Cuando el coche de Abe se detuvo, por el Este el cielo parecía pintado de amarillo y rojo, lo que anunciaba bochorno. Rosemary y Campion hicieron que el coche del hotel se metiera en un pinar y luego, siempre protegidos por los árboles, fueron bordeando la pista descolorida por la que se paseaban de un lado a otro Abe y McKisco; este último levantaba la cabeza a intervalos como si fuera un conejo olisqueando. Al poco se movieron unas figuras por un montículo algo alejado y los espectadores vieron que se trataba de Barban y su padrino francés, el cual llevaba la caja de las pistolas bajo el brazo.

McKisco, que parecía más bien aterrado, se ocultó detrás de Abe y se tomó un buen trago de coñac. Se ahogaba al andar y hubiera seguido directo hasta donde estaban los otros dos, pero Abe lo detuvo y se adelantó a hablar con el francés. El sol estaba saliendo por el horizonte.

Campion le agarró el brazo a Rosemary.

—No lo puedo soportar —le confesó, con apenas un hilo de voz—. Es demasiado. Esto me va a costar…

—Suélteme —dijo Rosemary tajante; musitaba desesperadamente una oración en francés.

Los que se iban a batir estaban frente a frente. Barban se había arremangado la camisa. Había, a la luz del sol, un destello febril en sus ojos, pero parecía perfectamente tranquilo mientras se secaba las palmas de las manos en las costuras de los pantalones. McKisco, al que el coñac había vuelto temerario, fruncía los labios como si estuviera silbando y levantaba la larga nariz en un gesto de indiferencia, hasta que Abe avanzó unos pasos con un pañuelo en la mano. El padrino francés miraba hacia otro lado. Rosemary, llena de compasión, contenía la respiración; le rechinaban los dientes del odio que sentía hacia Barban. Y de pronto:

—Uno… dos… ¡tres! —contó Abe con voz alterada.

Los dos dispararon al mismo tiempo. McKisco se tambaleó ligeramente pero logró recuperarse. Ambos habían fallado el tiro.

—¡Ya es suficiente! —gritó Abe.

Los dos contendientes se acercaron y todos miraron inquisitivamente a Barban.

—Me declaro insatisfecho.

—¿Qué dices? —dijo Abe impaciente—. Por supuesto que estás satisfecho. Aunque no lo sepas, lo estás.

—¿Es que tu cliente se niega a que haya otro disparo? —Exactamente, Tommy. Tú insististe en esto y mi cliente cumplió su parte hasta el final.

Tommy soltó una risotada de desprecio.

—La distancia era ridícula —dijo—. No estoy acostumbrado a esta clase de farsas. Tu cliente debe darse cuenta de que esto no es América.

—¡A qué viene meterse con América! —dijo Abe con aire más bien cortante. Pero añadió, en tono más conciliatorio—: Tommy, esto ya ha ido bastante lejos.

Parlamentaron con viveza un rato y, cuando terminaron, Barban miró fríamente a su reciente antagonista y le hizo una leve inclinación de cabeza.

—¿No se dan la mano? —sugirió el médico francés.

—No, ya se conocen —dijo Abe.

Se volvió hacia McKisco.

—Venga, vámonos de aquí.

Mientras se alejaban, McKisco, alborozado, se agarraba al brazo de Abe.

—¡Un momento! —dijo Abe—. Tommy quiere que le devuelva la pistola. Puede que vuelva a necesitarla. McKisco se la entregó.

—Que se vaya al diablo —dijo con firmeza—. Dígale que se puede…

—¿Le digo que quiere usted otro disparo?

—Pues ya hice lo que tenía que hacer —exclamó McKisco mientras caminaban juntos—. Y no me porté mal, ¿eh? No me acobardé para nada.

—Estaba bastante borracho —dijo Abe secamente.

—No, no lo estaba.

—De acuerdo. No lo estaba.

—¿Qué más da que me tomara un par de copas? Cada vez más seguro de sí mismo, se encaró a Abe con resentimiento.

—¿Qué más da? —repitió.

—Si usted cree que da lo mismo, para qué insistir. —¿No sabe usted que todo el mundo estaba borracho todo el tiempo durante la guerra?

—Bueno, dejémoslo estar.

Pero el episodio no había terminado ahí. Oyeron pasos apresurados por el brezal que tenían detrás y vieron que se les acercaba el médico.

Pardon, Messieurs[1] —dijo jadeante—. Voulez-vous regler mes honorairies? Naturellement c'est pour soins médicaux seulement. M. Barban n'a qu'un billet de mille et ne peut pas les régler et l'autre a laissé son porte-monnaie chez lui[2].

—Típico de los franceses no pensar en estas cosas —dijo Abe; y luego, volviéndose al médico—. Combien[3].

—Déjeme que pague yo —dijo McKisco.

—No. Yo lo pago. Al fin y al cabo, todos corrimos más o menos el mismo peligro.

Mientras Abe le pagaba al médico, McKisco se metió de pronto entre los matorrales y vomitó. Volvió más pálido y, apoyándose en Abe, caminó con él hacia donde estaba el coche bajo un cielo que se había vuelto rosado.

Campion yacía sin aliento entre la maleza, la única víctima del duelo, y Rosemary, a la que entró de pronto una risa histérica, le daba patadas con las alpargatas.

Le dio patadas hasta que lo reanimó. Lo único que le importaba a ella en aquel momento era que al cabo de unas horas iba a ver en la playa a la persona a la que en su pensamiento seguía llamando «los Diver».