X

Todo empezó en el momento en que el coche de Earl Brady adelantaba al coche de los Diver que se había parado en la carretera (el relato de Abe se hacía impersonal, fundiéndose con los mil acontecimientos de la noche). Violet McKisco le estaba contando a la señora Abrams algo que había descubierto sobre los Diver: había subido al piso de arriba de la casa y había visto algo que le había causado una gran impresión. Pero Tommy es como el perro guardián de los Diver. Hay que reconocer que ella es magnífica, una mujer que puede entusiasmar, pero es algo recíproco, y la institución de los Diver como pareja es más importante para sus amigos de lo que muchos de ellos se piensan. Desde luego, es a costa de un cierto sacrificio. A veces no parecen sino encantadoras figuras en un ballet a las que no hay que prestar más atención que la que se presta a un ballet, pero es más que eso. Tendría usted que conocer toda la historia. Bueno, el caso es que Tommy es uno de los hombres que Dick le ha pasado a Nicole, y como la señora McKisco seguía insinuando cosas sobre ella, Tommy intervino. Dijo:

—Señora McKisco, haga el favor de no seguir hablando de la señora Diver.

—No hablaba con usted —protestó ella.

—Será mejor que no diga nada de ellos.

—¿Es que son sagrados?

—Ni los mencione. Hable de cualquier otra cosa. Tommy estaba sentado en uno de los dos trasportines, junto a Campion. Campion es el que me lo ha contado.

—¿Y quién es usted para decirme lo que tengo que hacer? —dijo Violet, volviendo a la carga.

Ya sabe cómo son las conversaciones en los coches a altas horas de la noche, algunas personas cuchicheando y otras sin hacer caso, sin ganas de hablar después de la fiesta o aburridas o dormidas. Así que ninguno de ellos se dio cuenta en realidad de lo que estaba pasando hasta que el coche se paró y Barban, en un tono de oficial de caballería que sobresaltó a todos, gritó:

—¿Quieren bajarse aquí? Estamos a sólo un kilómetro del hotel y pueden ir andando, o si no, los llevaré yo a rastras. ¡Cállese la boca y cállele usted la boca a su mujer!

—Es usted un matón —dijo McKisco—. Sabe muy bien que es más fuerte que yo físicamente. Pero no le tengo miedo. Si fuera aún posible, le retaría a un duelo.

Ése fue su error, porque Tommy, que es francés, se inclinó hacia adelante y le abofeteó, y entonces el chófer puso el coche en marcha otra vez. Ése fue el momento en que ustedes los adelantaron. Entonces empezaron las mujeres. Y así seguían las cosas cuando el coche llegó al hotel.

Tommy telefoneó a alguien de Cannes para que fuera su padrino y McKisco dijo que no quería que el suyo fuera Campion, al que por otra parte tampoco le entusiasmaba la idea, así que me telefoneó pidiéndome que no dijera nada y viniera inmediatamente. A Violet McKisco le dio un ataque de nervios y la señora Abrams se la llevó a su cuarto y le dio un sedante, después de lo cual se quedó tranquilamente dormida en la cama. Cuando yo llegué, traté de convencer a Tommy, pero éste lo mínimo que aceptaba era una disculpa y McKisco, demostrando con ello bastante valor, se negaba a darla.

Cuando Abe hubo terminado su relato, Rosemary le preguntó con aire pensativo:

—¿Saben los Diver que fue por ellos?

—No, y nunca se van a enterar de que tuviera que ver con ellos. El maldito Campion no tenía por qué haberle dicho nada a usted, pero puesto que lo ha hecho… Le he advertido al chófer que si dice una sola palabra, sacaré la vieja sierra musical. Es un combate entre dos hombres. Lo que Tommy necesita es una buena guerra.

—Espero que los Diver no se enteren —dijo Rosemary. Abe miró la hora.

—Tengo que subir y ver a McKisco. ¿Quiere venir? El pobre se siente solo en el mundo. Seguro que no ha dormido nada.

Rosemary se imaginó la vigilia desesperada de aquel hombre tan crispado y mal organizado. Tras un momento de pugna entre la compasión y la repugnancia, aceptó la propuesta de Abe y subió las escaleras con él, llena de vigor matutino.

McKisco estaba sentado en la cama y, a pesar de que tenía una copa de champán en la mano, ya no le quedaba nada de su espíritu combativo engendrado por el alcohol. Se le veía insignificante, enojado y pálido. Era evidente que se había pasado toda la noche escribiendo y bebiendo. Miró como desorientado a Abe y Rosemary y preguntó:

—¿Ya es la hora?

—No, queda todavía media hora.

La mesa estaba cubierta de cuartillas que juntó con cierta dificultad para formar una larga carta. En las últimas páginas la letra era muy grande e ilegible. A la luz cada vez más débil de unas lámparas eléctricas, garabateó su nombre al final, metió todas las cuartillas en un sobre y se lo entregó a Abe.

—Para mi mujer.

—Sería mejor que se remojara la cabeza con agua fría —sugirió Abe.

—¿Usted cree? —inquirió McKisco no muy convencido—. No quiero estar demasiado sereno.

—Tiene un aspecto deplorable.

McKisco se dirigió obediente al cuarto de baño.

—Lo dejo todo patas arriba —gritó—. No sé cómo va a poder volver a América Violet. No tengo ningún seguro de vida. Nunca pude decidirme a hacerlo.

—No diga más tonterías. Dentro de una hora estará aquí desayunando.

—Sí, ya.

Volvió con el pelo mojado y miró a Rosemary como si la estuviera viendo por primera vez. De pronto se le llenaron los ojos de lágrimas.

—No he terminado mi novela. Eso es lo que más me duele. Ya sé que no le soy simpático —dijo, dirigiéndose a Rosemary—, pero nada se puede hacer contra eso. Soy fundamentalmente un hombre de letras.

Emitió un vago sonido de desánimo y movió la cabeza con aire desesperado.

—He cometido muchos errores en mi vida. Muchos. Pero he sido uno de los más destacados… en algunos aspectos…

Desistió y se puso a chupar una colilla apagada.

—Sí que me es simpático —dijo Rosemary—, pero creo que no debería batirse en duelo.

—Sí. Tendría que haber intentado darle una paliza, pero ya está hecho. Me he dejado arrastrar a algo a lo que no debería haberme dejado arrastrar. Tengo un carácter muy violento.

Miró fijamente a Abe, como si esperara que fuera a contradecirle. Luego, riendo de pánico, se llevó la colilla fría a la boca. Respiraba aceleradamente.

—Lo malo es que fui yo el que sugirió el duelo. Si Violet se hubiera estado callada, habría podido arreglarlo. Bueno, incluso ahora puedo largarme, o sentarme y reírme de todo. Pero no creo que Violet me respetara ya nunca.

—Sí que le respetaría —dijo Rosemary—. Le respetaría más.

—Oh, no. Usted no conoce a Violet. Cuando sabe que te lleva ventaja, es implacable. Llevamos casados doce años, tuvimos una niña que murió a los siete años y después… ya sabe usted cómo son esas cosas. Los dos tratamos de tener nuestras aventuritas, nada muy serio, pero nos fuimos distanciando. Y esta noche me llamó cobarde.

Rosemary, confusa, no supo qué contestar.

—Bueno. Procuraremos que se cause el menor daño posible —dijo Abe, abriendo la caja de las pistolas—. Éstas son las pistolas de duelo de Barban. Se las pedí prestadas para que usted se fuera acostumbrando a ellas. Las lleva siempre en la maleta.

Sopesó con la mano una de las arcaicas armas. Rosemary lanzó una exclamación de inquietud y McKisco miró las pistolas preocupado.

—Bueno —dijo—. Peor sería que nos pusiéramos a disparar con revólveres del cuarenta y cinco.

—No sé —dijo Abe con crueldad—. La cosa es que se puede apuntar mejor con un arma de cañón largo.

—¿Y la distancia? —preguntó McKisco.

—De eso me he informado. Si uno o él otro tiene que ser eliminado definitivamente, son ocho pasos; si están simplemente muy enojados, veinte pasos, y si se trata únicamente de que salven su honor, cuarenta. El padrino de Barban y yo convinimos en que fueran cuarenta.

—Me parece bien.

—Hay un duelo maravilloso en una novela de Pushkin —recordó Abe—. Los dos estaban al borde de un precipicio, de modo que si ambos acertaban a darse, ninguno de los dos lo contaba.

Aquello le pareció muy remoto y académico a McKisco, que le miró con asombro y dijo:

—¿Qué?

—¿No quiere darse una zambullida rápida para refrescarse?

—No, no. Me sería imposible nadar.

Suspiró.

—No entiendo nada —dijo en tono desvalido—. No sé ni por qué lo hago.

Era la primera cosa que hacía en su vida. En realidad, era una de esas personas para las que no existe el mundo de los sentidos, y al verse enfrentado a un hecho concreto no conseguía salir de su asombro.

—Creo que deberíamos ponernos en marcha —dijo Abe, al ver que flaqueaba un poco.

—De acuerdo.

Se bebió un buen trago de coñac y, después de meterse el frasco en el bolsillo, dijo en un tono casi feroz:

—¿Qué pasa si lo mato? ¿Me meten en la cárcel?

—Yo me encargo de pasarle a Italia.

McKisco miró a Rosemary y luego le dijo a Abe, como excusándose:

—Antes de que nos marchemos, quisiera hablar con usted a solas de una cosa.

—Espero que ninguno de los dos resulte herido —dijo Rosemary—. Creo que todo esto es una locura y habría que impedirlo.