VIII

Violet respiró hondo y, haciendo un esfuerzo, logró cambiar de expresión.

Por fin apareció Dick y, con su instinto infalible, separó a Barban de los McKisco y se puso a hablar de literatura con McKisco, fingiendo una ignorancia y una curiosidad desmedidas en la materia, con lo que brindó a aquél el momento de superioridad que necesitaba. Los demás le ayudaron a llevar lámparas a la casa (¡a quién no le iba a agradar la idea de mostrarse servicial llevando lámparas en la oscuridad!). Rosemary también ayudó, a la vez que trataba de satisfacer pacientemente la insaciable curiosidad de Royal Dumphry con respecto a Hollywood.

Pensaba: Ya me he ganado un momento a solas con él. Debe de saberlo, puesto que sus leyes son las mismas que mi madre me inculcó.

Rosemary acertó. Enseguida la separó del resto del grupo que había en la terraza y, al encontrarse los dos solos, se dejaron llevar de un impulso que les hizo dejar la casa y caminar hacia el pretil del acantilado, más que a pasos a intervalos irregularmente espaciados, en algunos de los cuales Rosemary se dejaba arrastrar y en otros se sentía flotar.

Contemplaron el Mediterráneo. Allá abajo, la última lancha de excursionistas de las islas de Lerins flotaba en la bahía como un globo del Cuatro de Julio suelto en los cielos. Flotaba entre las islas negras, partiendo suavemente la oscura marea.

—Ya he comprendido por qué habla de su madre como lo hace —dijo él—. La actitud que tiene con usted es excelente, me parece a mí. Tiene un tipo de sabiduría muy poco frecuente en América.

—Mamá es perfecta —dijo ella con devoción.

—Le he estado hablando de un plan que tengo. Me dijo que el tiempo que fueran a quedarse en Francia dependía de usted.

De «usted», estuvo a punto de decir en voz alta Rosemary.

—Así que, como las cosas han llegado a su fin aquí…

—¿A su fin? —se extrañó ella.

—Bueno, esta parte del verano ha llegado a su fin. La semana pasada se marchó la hermana de Nicole, mañana se va Tommy Barban, el lunes Abe y Mary North. Puede que sigamos divirtiéndonos este verano, pero el tipo de diversión que hemos tenido hasta ahora ya se ha acabado. Quiero que termine violentamente, en lugar de irse apagando de una manera sentimental. Por eso he dado esta cena. En fin, lo que quería decirle es que Nicole y yo nos vamos a París a despedir a Abe North que regresa a América. ¿Le gustaría venir con nosotros?

—¿Qué le dijo mi madre?

—Le pareció bien, aunque ella no quiere venir. Quiere que venga usted sola.

—No he estado en París desde niña —dijo Rosemary—. Me encantaría volver a verlo con ustedes.

—Me alegra oírlo.

¿Era imaginación suya o la voz de él sonaba de pronto metálica?

—Desde luego, usted despertó nuestro interés desde el momento en que la vimos aparecer en la playa. Estábamos convencidos, sobre todo Nicole, de que esa vitalidad suya era profesional y que nunca se iba a gastar con ninguna persona o grupo.

El instinto le decía a gritos a Rosemary que estaba tratando de llevarla poco a poco hacia Nicole, así que puso sus propios frenos y le dijo, con la misma dureza:

—Yo también quería conocerlos a todos ustedes, sobre todo a usted. Ya le dije que me enamoré de usted la primera vez que le vi.

Hacía bien en abordar el asunto de aquel modo, pero el espacio que había entre el cielo y la tierra le había aclarado las ideas a Dick, había destruido el impulso que le había hecho llevarla hasta allí y le había hecho comprender que la atracción que sentía ella era demasiado obvia y que estaba luchando con una escena que no había ensayado y unos diálogos a los que no estaba habituada.

Trató de hacer lo posible para que deseara volver a la casa, pero no resultaba fácil y, por otra parte, tampoco quería perderla del todo. Ella sólo sentía soplar la brisa mientras él se burlaba afablemente.

—Usted no sabe lo que quiere. Vaya a preguntárselo a su madre.

Se sintió herida. Le tocó, palpando la tela suave de su, chaqueta oscura como si fuera una casulla. Estaba a punto de caer de rodillas, y desde esa posición lanzó su última arma.

—Creo que es usted la persona más maravillosa que he conocido en mi vida, aparte de mi madre.

—Me mira usted con ojos románticos.

La risa de él los arrastró hasta la terraza, donde la dejó en manos de Nicole.

Muy pronto llegó la hora de marcharse y los Diver ayudaron a todos a irse con celeridad. En el Isotta grande de los Diver se metieron Tommy Barban con su equipaje —iba a pasar la noche en el hotel para coger uno de los primeros trenes—, la señora Abrams, los McKisco y Campion. Earl Brady, que volvía a Montecarlo, iba a llevar a Rosemary y su madre, y Royal Dumphry iba con ellos porque el coche de los Diver estaba ya lleno. En el jardín brillaba aún la luz de 1 los farolillos sobre la mesa en la que habían cenado cuando los Diver los despidieron, el uno junto al otro, en la verja, Nicole resplandeciente y llenando la noche con su encanto y Dick diciendo adiós a cada uno por su nombre. Rosemary sentía congoja de alejarse en el coche y dejarlos a ellos en su casa. Se volvió a preguntar qué habría visto la señora McKisco en el cuarto de baño.