Aprovechando una pausa, Rosemary miró hacia el lugar en que estaba sentada Nicole, entre Tommy Barban y Abe North, con su pelo de perro chow que parecía espuma a la luz de las velas. Se puso a escuchar lo que decía, atraída irresistiblemente por aquella voz modulada y recortada que tan poco se prodigaba.
—¡Pobrecito! —exclamó Nicole—. ¿Por qué querías abrirlo por la mitad?
—Pues porque quería ver lo que hay dentro de un camarero, naturalmente. ¿No te gustaría a ti saber lo que hay dentro de un camarero?
—Menús viejos —sugirió Nicole con una risita—. Pedacitos de vajillas rotas, propinas y puntas de lápices.
—Exacto. Pero había que probarlo científicamente. Y, por supuesto, al hacerlo con aquella sierra musical se hubiera eliminado todo elemento sórdido.
—¿Es que pensabais tocar la sierra mientras realizabais la operación? —preguntó Tommy.
—No llegamos tan lejos. Los gritos nos alarmaron. Pensamos que se le podía romper algo.
—Me suena todo rarísimo —dijo Nicole—. Un músico que utiliza la sierra de otro músico para…
En la media hora que llevaban sentados a la mesa se había producido un cambio perceptible en todos ellos: cada uno había dejado de lado algo, una preocupación, una inquietud, una sospecha, y habían pasado a estar en su elemento como invitados de Dick Diver. Si no se hubieran mostrado cordiales e interesados, habría parecido que trataban de desprestigiar a los Diver, así que todos se estaban esmerando, y al darse cuenta de ello, Rosemary sintió una súbita simpatía hacia todos, con excepción de McKisco, que se las había arreglado para ser la única persona que no se había integrado con el resto. Más que a mala voluntad por su parte, aquello se debía a su decisión de mantener con vino el excelente humor de que había dado muestras a su llegada. Recostado en su asiento entre Earl Brady, al que había hecho varios comentarios mordaces sobre el cine, y la señora Abrams, a la que no dirigía la palabra, miraba a Dick Diver con ironía devastadora cuyo efecto se interrumpía de vez en cuando con sus intentos de mantener con Dick una dificultosa conversación de un extremo a otro de la mesa.
—¿No es usted amigo de Van Buren Denby? —decía, por ejemplo.
—Me parece que no le conozco.
—Yo creía que era amigo suyo —insistía irritado.
Cuando el tema del señor Denby se cayó por su propio peso, intentó otros temas de conversación igualmente inconexos, pero cada vez, la deferencia misma que le mostraba Dick prestándole atención parecía dejarlo paralizado, y después de una pausa un poco violenta, la conversación que había interrumpido continuaba sin él. Trató de meterse en otras conversaciones, pero era como darle la mano continuamente a un guante del que se hubiera retirado la mano, por lo que, al fin, poniendo aire resignado como si se encontrara entre niños, dedicó toda su atención exclusivamente al champán.
Rosemary paseaba a intervalos la mirada por la mesa, deseosa de que los demás disfrutasen, como si se tratara de sus futuros hijastros. Una favorecedora luz de mesa, que emanaba de un búcaro de clavellinas aromáticas, le daba al rostro de la señora Abrams, ya encendido por el Veuve Cliquot, una expresión vigorosa, llena de tolerancia y buena voluntad juveniles. Junto a ella estaba sentado Royal Dumphry, cuyos aires de muchachita resultaban menos chocantes en aquel ambiente de placer nocturno. A continuación, Violet McKisco, cuyos encantos habían aflorado a la superficie y ya no hacía ningún esfuerzo por tomarse en serio su fantasmagórica condición de mujer de un arribista que no había llegado a ninguna parte.
Luego venía Dick, manejando los hilos para que no volvieran a caer en la inercia de la que había conseguido sacarlos, totalmente inmerso en su papel de anfitrión.
Luego su madre, perfecta como siempre.
Luego Barban, sumamente atento con su madre, con la que mantenía una conversación, lo cual hizo que volviera a sentir simpatía hacia él. Luego Nicole. Rosemary la vio de pronto con nuevos ojos y decidió que era una de las personas más hermosas que había conocido nunca. Su rostro, que era el rostro de una santa, de una virgen vikinga, resplandecía entre las débiles partículas que flotaban como pequeños copos de nieve en torno a la luz de las velas y recibía su fulgor de los farolillos de color tinto que colgaban del pino. Seguía igual de inmóvil.
Abe North le estaba hablando de su código moral:
—Por supuesto que lo tengo —insistía—. Un hombre no puede vivir sin un código moral. El mío consiste en que estoy en contra de la quema de brujas. Cada vez que queman a una, siento que me arde el cuerpo.
Rosemary sabía por Brady que era un músico que, tras unos comienzos brillantes y precoces, llevaba siete años sin componer nada.
A continuación estaba Campion, que había logrado controlar hasta cierto punto sus ademanes escandalosamente afeminados e incluso mostraba hacia los que estaban junto a él una cierta solicitud maternal. A su lado, Mary North, con una expresión tan alegre que resultaba difícil no responder con otra sonrisa al espejo blanco de sus dientes: toda la zona que rodeaba sus labios entreabiertos era un delicioso círculo de gozo.
Por último, Brady, cuya campechanía pasaba a ser, cada vez más, una virtud social, en lugar de una vulgar afirmación y reafirmación de su propia salud mental y una manera de conservar ésta manteniéndola a distancia de las debilidades de los demás.
Rosemary, tan pura en su fe como una de las criaturas de los nocivos folletines de la señora Burnett, tenía la sensación de haber llegado a casa, de haber regresado de las improvisaciones ridículas y obscenas de la frontera. Las luciérnagas iban y venían por el aire oscuro y un perro aullaba en algún saliente bajo y lejano del acantilado. Parecía que la mesa se hubiera alzado ligeramente hacia el cielo como una pista de baile mecánica y hubiera creado en cada uno de los que se encontraban alrededor de ella la sensación de encontrarse solo con los demás comensales en el oscuro universo, alimentándose de su único alimento, calentándose con sus únicas luces. Y, como si la extraña risita contenida de la señora McKisco hubiera sido la señal de que ya habían logrado separarse del mundo, los dos Diver se volvieron súbitamente más cálidos, más luminosos, más expansivos, como para compensar a sus invitados, a los que tan sutilmente habían logrado convencer de que eran importantes y que tan halagados se sentían con todos los detalles que habían tenido con ellos, de la pérdida de cualquier cosa de aquel país ya lejano que habían dejado atrás que pudieran seguir echando de menos. Durante un instante pareció que hablaban a la vez a cada persona que se encontraba a la mesa, a todos juntos y por separado, para que se sintieran seguros de su amistad y de su afecto. Y por un instante, los rostros que se volvían hacia ellos eran como rostros de niños pobres mirando un árbol de Navidad. Pero, de pronto, había que levantarse de la mesa. El breve instante durante el cual los invitados se habían atrevido a ir más allá de la simple sensación de encontrarse bien juntos para adentrarse en las zonas más oscuras del sentimiento había pasado antes de que hubieran podido gozar de él con libertad, antes incluso de que se dieran realmente cuenta de que había llegado.
Pero la magia difusa del sur dulce y cálido había penetrado en ellos, se había separado de la suave zarpa de la noche y el flujo espectral del Mediterráneo allá abajo para ir a fundirse con los Diver y formar parte de ellos. Rosemary vio cómo Nicole obligaba a su madre a aceptar como regalo un bolso amarillo de noche que le había alabado, diciéndole: «Las cosas deben ser de la gente que las sabe apreciar», y luego metía en el bolso todos los objetos de color amarillo que pudo encontrar «porque todos hacen juego».
Nicole desapareció y al momento Rosemary observó que Dick ya no estaba allí. Los invitados se repartieron por el jardín o siguieron hacia la terraza.
—¿Quiere ir al baño? —preguntó Violet McKisco a Rosemary.
No en aquel preciso instante.
—Pues yo quiero ir al baño —insistió la señora McKisco.
Como la mujer franca y abierta que era, se fue hacia la casa arrastrando su secreto con ella, mientras Rosemary la miraba con reprobación. Earl Brady le propuso ir paseando hasta el pretil del acantilado, pero ella pensaba que le tocaba ahora disfrutar un poco de la presencia de Dick Diver cuando volviera a aparecer, de modo que se disculpó y se quedó escuchando una discusión entre McKisco y Barban.
—¿Por qué quiere usted luchar contra los soviéticos? —decía McKisco—. ¡El experimento más grandioso que nunca haya hecho la humanidad! ¿Y el Rif? Me parece a mí que sería más heroico luchar del bando que tiene la razón.
—¿Y cómo sabe usted cuál es? —preguntó Barban secamente.
—Bueno, las personas inteligentes lo suelen saber.
—¿Es usted comunista?
—Soy socialista —dijo McKisco—. Me solidarizo con Rusia.
—Pues yo soy un soldado —repuso Barban afablemente—. Mi trabajo consiste en matar gente. Luché contra Rif porque soy europeo, y he luchado contra los comunistas porque quieren arrebatarme lo que me pertenece.
—En mi vida he oído un pretexto más reaccionario.
McKisco miró en torno a sí buscando la complicidad burlona de alguien, pero no tuvo ningún éxito. No tenía idea de la clase de contrincante que era Barban, ni tampoco de lo simples que eran sus ideas y lo compleja que era su formación. McKisco sabía lo que eran las ideas y, a medida que se desarrollaba su intelecto, se sentía capaz de reconocer y clasificar un número cada vez mayor de ellas, pero enfrentado a un hombre al que consideraba «estúpido» y en el que no encontraba ninguna idea que pudiera reconocer como tal y ante el que, sin embargo, no podía sentirse superior, llegó a la conclusión de que Barban era el producto final de un mundo caduco y, por tanto, sin ningún valor. De los contactos que McKisco había tenido con gente de la alta sociedad norteamericana se le habían quedado grabados su esnobismo indeciso y desmañado, su complacencia en su propia ignorancia y su grosería deliberada, todo ello plagiado de los ingleses sin tener en cuenta factores que dan un sentido al prosaísmo complaciente y la grosería de los ingleses, y aplicado a un país en el que con un mínimo de conocimientos y educación se consigue más que en cualquier otro. Era una actitud que llegaba a su apogeo con el «estilo de Harvard» de hacia 1900. McKisco pensaba que aquel Barban era de ese tipo, y, como estaba borracho, había cometido la imprudencia de no acordarse de que le imponía respeto, y por eso se veía metido en aquel lío.
Sintiendo cierta vergüenza ajena por McKisco, Rosemary aguardaba, plácidamente en apariencia pero en realidad con gran ansiedad, a que regresara Dick Diver. Aparte de ella sólo seguían sentados en torno a la mesa Barban, McKisco y Abe. Se puso a observar el camino bordeado de mirtos y helechos en sombras que llevaba a la terraza y, fascinada al ver la figura de su madre recortada contra una puerta iluminada, se levantó para dirigirse hacia allí, pero en ese mismo momento la señora McKisco salía precipitadamente de la casa.
Rezumaba excitación. Por el hecho mismo de que guardara silencio mientras echaba mano de una silla y se sentaba, con la mirada fija y la boca temblándole un poco, todos comprendieron que estaba deseando darles una noticia y el «¿Qué te pasa, Vi?», de su marido sonó natural, con todos los ojos fijos en ella.
—Resulta… —dijo al fin, y luego, dirigiéndose a Rosemary—: Resulta… No, no es nada. Realmente no debería decir nada.
—Está usted entre amigos —dijo Abe.
—Bueno. Acabo de presenciar una escena en el piso de arriba que…
Movió la cabeza en forma misteriosa y se interrumpió a tiempo, porque Tommy se puso en pie y le dijo, cortésmente pero con firmeza:
—No le aconsejo que haga ningún comentario sobre lo que ocurre en esta casa.