VI

Nicole Diver se sentía a gusto después del vino rosado que había tomado en la comida: estiró los brazos hasta que la camelia artificial que llevaba en el hombro le rozó la mejilla y luego salió a su encantador jardín sin césped. El jardín lindaba en uno de sus lados con la casa, de la que partía y a la que iba a dar, en otros dos con el pueblo viejo, y, en el último, con el acantilado, que bajaba hasta el mar formando salientes.

Todo estaba polvoriento a lo largo de los muros que daban al pueblo: las viñas tortuosas, los limoneros y los eucaliptos, y la carretilla ocasional, abandonada sólo por un momento, pero que ya formaba parte del sendero, atrofiada y medio podrida. A Nicole siempre le sorprendía que, al ir en la otra dirección, pasado un macizo de peonías, se entrara en una zona tan verde y tan fresca que las hojas y los pétalos se enroscaban con la suave humedad.

Llevaba anudado a la garganta un pañuelo lila y su color, incluso con aquel sol acromático, se reflejaba en su rostro y en la sombra de sus pies al moverlos. Su expresión era dura, severa incluso, sólo suavizada por un destello de duda angustiada en sus ojos verdes. Su cabello, en otro tiempo rubio, se había oscurecido, pero era más bonita ahora a los veinticuatro años de lo que lo había sido a los dieciocho, cuando su pelo era más brillante que ella misma.

Siguió un camino marcado por una intangible bruma de florescencia a lo largo de los blancos márgenes de piedra y llegó a un espacio que daba al mar, donde, en torno a un enorme pino, el árbol más grande del jardín, había farolillos dormidos en las higueras, una mesa grande y sillas de mimbre y un amplio toldo comprado en Siena. Se detuvo allí un momento, mirando con aire ausente las capuchinas y los lirios que crecían enmarañados a sus pies, como si hubieran brotado de un puñado de semillas azarosas, y escuchando las protestas y acusaciones que llegaban del cuarto de los niños, que debían de estar riñendo. Cuando el sonido de aquéllas se apagó en el aire estival, siguió caminando entre las peonías caleidoscópicas que se agrupaban formando nubes rosadas, los tulipanes negros y marrones y las frágiles rosas de tallo malva, transparentes como flores de azúcar en el escaparate de una pastelería, hasta un punto en que el scherzo de color, como si ya no pudiera alcanzar más intensidad, se desvanecía súbitamente en el aire y unos escalones musgosos comunicaban con otro nivel que se encontraba un metro y medio más abajo.

Allí había un pozo con el brocal húmedo y resbaladizo hasta en los días más soleados. Nicole subió las escaleras que había al otro lado y entró en el huerto. Caminaba a paso más bien rápido. Le gustaba ser activa aunque a veces diera la impresión de reposo, estático y evocador al mismo tiempo. Ello se debía a que conocía pocas palabras y no creía en ninguna, y en sociedad estaba casi siempre callada y sólo de vez en cuando aportaba su grano de humor civilizado con una precisión que rayaba en la austeridad. Pero en cuanto notaba que la gente que no la conocía bien empezaba a sentirse incómoda ante tal economía de palabras, se adueñaba del tema de conversación y se disparaba con él, febrilmente maravillada consigo misma, y luego lo dejaba interrumpiéndose bruscamente, casi con timidez, como un obediente perro perdiguero, con la sensación de haber hecho incluso un poco más de lo que se esperaba de ella.

Seguía allí, en la confusa luz verdosa del huerto, cuando cruzó Dick el sendero que tenía delante de ella, camino de la casita que utilizaba como estudio. Nicole aguardó en silencio a que hubiera pasado y luego avanzó entre hileras de futuras ensaladas hasta llegar a una especie de zoológico en miniatura, donde fue recibida con un popurrí de ruidos insolentes de palomos, conejos y un loro. Descendió a otro nivel y llegó hasta un muro bajo y curvado desde donde miró el Mediterráneo, que estaba allí abajo, a doscientos metros.

Estaba en el viejo pueblo de Tarmes, sobre la colina. En lo que ahora era la villa y los terrenos que la rodeaban había habido antes una hilera de viviendas de campesinos que daban al acantilado. Se habían combinado cinco casitas para hacer la casa y se habían derribado otras cuatro para el jardín. Los muros exteriores se habían conservado, de modo que desde la carretera, situada mucho más abajo, no se distinguía la villa de la masa gris y violeta del pueblo.

Nicole siguió mirando por un momento el Mediterráneo, pero aquello no era una ocupación para ella, con sus manos incansables. Dick salió de su casita de una habitación con un telescopio en las manos y se puso a mirar en dirección este, hacia Cannes. Enseguida entró Nicole en su campo de visión, así que desapareció dentro de la casa y volvió a salir con un megáfono. Tenía muchos artefactos mecánicos ligeros.

—Nicole —gritó—. Olvidé decirte que, para llevar mi apostolado hasta el final, he invitado también a la señora Abrams, la del pelo blanco.

—Me lo temía. Es intolerable.

La claridad con que le llegó la respuesta de su mujer hizo que el megáfono pareciera ridículo. Nicole alzó entonces la voz para preguntarle:

—¿Me oyes bien?

—Sí.

Bajó el megáfono y luego lo volvió a levantar con obstinación.

—Voy a invitar también a otras personas. A los dos hombres jóvenes.

—Está bien —dijo ella con calma.

—Quiero que sea una cena realmente horrenda. En serio. Quiero que haya riñas y seducciones y que la gente se marche ofendida y las mujeres se desmayen en el cuarto de baño. Ya verás.

Y se volvió a meter en su casita. Nicole reconocía aquel estado de ánimo, uno de los más típicos suyos, aquella excitación que quería contagiar a todo el mundo y que, inevitablemente, iría seguida de uno de sus accesos de melancolía que siempre trataba de disimular pero que ella notaba. Era una excitación que llegaba a alcanzar una intensidad que no guardaba la menor proporción con la importancia de su objeto y que generaba en él un virtuosismo realmente extraordinario con la gente. Tenía la facultad de provocar una fascinación sin reservas, salvo entre los más duros y los eternamente suspicaces. La reacción venía cuando se daba cuenta del derroche y los excesos que aquello le había supuesto.

A veces recordaba con horror los carnavales de afecto que había prodigado, igual que un general contemplaría la matanza ordenada por él para satisfacer una sed de sangre impersonal.

Pero ser incluido, aunque fuera un momento, en el mundo de Dick Diver era una experiencia notable: cada persona se quedaba convencida de que la estaba tratando de una manera especial porque había reconocido la incomparable grandeza de su destino a pesar de que había quedado oculta por los muchos años de tener que transigir. Se conquistaba a todos enseguida con una consideración exquisita y una cortesía que funcionaban de una manera tan rápida e intuitiva que sólo se podían examinar sus efectos.

Luego, sin tomar ninguna precaución, no fuera que se marchitara la primera flor de la relación, abría las puertas de su divertido mundo. Si lo abrazaban sin ninguna reserva, él se encargaba de hacerlos felices. Pero si le entraba la menor duda de que realmente estuvieran entregados completamente, se evaporaba ante sus ojos, dejando apenas un recuerdo transmisible de lo que había dicho o hecho.

A las ocho y media de aquella tarde salió a recibir a sus primeros invitados; llevaba la chaqueta en la mano en forma más bien ceremoniosa, más bien prometedora, como la capa de un torero. Fue un detalle característico que, tras saludar a Rosemary y su madre, aguardara a que ellas hablaran primero, como para infundirles más confianza al oír sus propias voces en un ambiente nuevo.

Volviendo al punto de vista de Rosemary, habría que señalar que, bajo el influjo de la subida a Tarmes y del aire más fresco que allí hacía, tanto ella como su madre miraron en torno suyo con aire apreciativo. Del mismo modo que se pueden poner de manifiesto los atributos personales de la gente fuera de lo común con un inusitado cambio de expresión, toda la perfección intensamente calculada de Villa Diana se revelaba de pronto en fallos tan aparentemente insignificantes como la inesperada aparición de una doncella al fondo o la perversidad del corcho de una botella. Mientras llegaban los primeros invitados, trayendo consigo la excitación de esa noche, se iba apagando suavemente ante ellos la actividad doméstica del día, simbolizada por los hijos de los Diver y su institutriz, que todavía no habían terminado de cenar en la terraza.

—¡Qué jardín tan hermoso! —exclamó la señora Speers.

—Es el jardín de Nicole —dijo Dick—. No lo deja en paz ni un momento. Se pasa el tiempo regañando a las plantas y se preocupa cuando tienen alguna enfermedad. Cualquier día va a caer enferma ella misma con mildiu o añublo o alguna plaga tardía.

Apuntó hacia Rosemary con el dedo índice y, con aire decidido y una naturalidad que parecía ocultar un interés paternal, dijo:

—Le voy a salvar la cabeza. Le voy a dar un sombrero para que se lo ponga en la playa.

Hizo que pasaran del jardín a la terraza, donde les sirvió un cóctel. Llegó Earl Brady y se sorprendió al ver a Rosemary. Sus modales eran más suaves que en los estudios, como si se hubiera puesto el nuevo disfraz antes de entrar, y Rosemary, comparándolo al instante con Dick Diver, inclinó claramente la balanza a favor de este último. En comparación, Earl Brady parecía ligeramente burdo y maleducado. Pero, a pesar de todo, volvió a sentir la misma atracción física hacia su persona.

Earl habló con familiaridad a los niños, que se estaban levantando una vez terminada su cena en la terraza.

—Hola, Lanier. Cántame una canción. ¿Por qué no me cantáis tú y Topsy una canción?

—¿Qué quieres que cantemos? —asintió el niño, con el peculiar acento cantarín de los niños norteamericanos educados en Francia.

—La canción esa de Mon ami Pierrot.

Hermano y hermana se pusieron a cantar juntos sin la menor turbación y sus voces se elevaron dulcemente en el aire vespertino.

Au clair de la lune

Mon ami Pierro;

Préte-moi ta plume

Pour écrire un mot

Ma chandelle est monte

Je n’ai plus de feu

Ouvre-moi ta porte

Pour l’amour de Dieu.

Terminó la canción, y los niños, con los rostros encendidos por los últimos rayos de sol, saborearon sonrientes y con calma su triunfo. Rosemary estaba pensando que Villa Diana era el centro del universo. En un escenario así tenía que ocurrir alguna cosa memorable. Se le iluminó más la cara al oír que se abría la verja de la entrada: había llegado el resto de los invitados como una sola persona. Los McKisco, la señora Abrams, el señor Dumphry y el señor Campion se acercaban a la terraza.

Rosemary tuvo una profunda sensación de desencanto: se volvió rápidamente hacia Dick como para pedirle una explicación por aquella absurda mezcolanza. Pero no notó nada anormal en su expresión. Saludó a los recién llegados con orgullo y un evidente respeto hacia sus infinitas posibilidades, aún desconocidas. Rosemary creía en él hasta tal punto que pasó a aceptar la presencia de los McKisco con toda naturalidad, como si hubiera esperado encontrarlos allí todo el tiempo.

—Nos conocimos en París —le dijo McKisco a Abe North, que había llegado con su mujer pisándoles los talones—. En realidad, hemos coincidido en un par de ocasiones.

—Sí, ya recuerdo —dijo Abe.

—¿Dónde fue? —inquirió McKisco, que no se conformaba con dejar las cosas como estaban.

—Creo que…

Abe se cansó del juego.

—No me puedo acordar.

Ese intercambio sirvió para llenar una pausa y Rosemary instintivamente pensó que alguien debía salvar la situación, pero Dick no hizo el menor intento de romper el grupo formado por los últimos en llegar y ni siquiera trató de hacer perder a la señora McKisco su aire entre burlón y desdeñoso. No trató de resolver ese problema social porque sabía que no tenía importancia de momento y se iba a resolver solo. Se estaba reservando para un esfuerzo más importante y esperaba un momento más significativo para que sus invitados se dieran cuenta de que lo estaban pasando bien.

Rosemary estaba junto a Tommy Barban, que tenía un aire particularmente despectivo y parecía obrar bajo el impulso de algún estímulo especial. Se marchaba a la mañana siguiente.

—¿Vuelve a casa?

—¿A casa? Yo no tengo casa. Me voy a una guerra. —¿Qué guerra?

—¿Qué guerra? Cualquier guerra. Hace días que no leo los periódicos, pero me imagino que habrá alguna guerra. Siempre la hay.

—¿Le tiene sin cuidado luchar por una causa o por otra?

—Absolutamente. Con tal de que me traten bien… Cuando me canso de mi rutina, vengo a ver a los Diver porque sé que a las pocas semanas me entrarán ganas de volver a la guerra.

Rosemary se puso rígida.

—Pero usted aprecia a los Diver —le recordó.

—Claro. Sobre todo a ella. Pero me hacen sentir ganas de irme a la guerra.

Rosemary trató de reflexionar sobre aquello, pero no llegó a ninguna conclusión. Lo único que sabía era que los Diver le hacían sentir ganas de permanecer junto a ellos el resto de su vida.

—Usted es mitad norteamericano —dijo, como si ahí estuviera la solución del problema.

—También soy mitad francés y me eduqué en Inglaterra y desde los dieciocho años he llevado el uniforme de ocho países. Pero espero no haberle dado la impresión de que no les tengo afecto a los Diver. Sí se lo tengo, sobre todo a Nicole.

—Sería imposible no tenérselo —se limitó a decir ella.

Se sentía muy alejada de él. La intención que adivinaba en sus palabras le repelía y se guardó para sí la adoración que sentía por los Diver para que él no la profanara con su rencor. Se alegró de no estar sentada a su lado en la cena y seguía pensando en sus palabras, «sobre todo a ella», mientras se dirigían a la mesa que habían colocado en el jardín.

Por un momento se vio caminando al lado de Dick Diver. Con su inteligencia tan clara y tan sólida todo se desvanecía en la certeza de que lo sabía todo. Desde hacía un año, que parecía una eternidad, Rosemary tenía dinero y cierta fama y había entrado en contacto con los famosos, pero éstos no habían resultado ser más que poderosas ampliaciones de la gente con la que la viuda del médico y su hija se habían relacionado en un hotel-pensión de París. Rosemary era una romántica y su profesión no le había ofrecido muchas oportunidades satisfactorias en ese campo. Su madre, que quería que hiciera carrera, no toleraba sucedáneos espurios como las emociones vulgares que aquel mundo le brindaba, y, en realidad, Rosemary ya había superado aquello: vivía del cine pero en absoluto para el cine. Por eso, cuando leyó en el rostro de su madre que le parecía bien Dick Diver, comprendió que aquello significaba que lo consideraba un hombre «de verdad» y que le daba permiso para llegar hasta donde pudiera.

—La he estado observando —dijo él, y sabía que le estaba diciendo la verdad—. La hemos tomado mucho cariño.

—Yo me enamoré de usted la primera vez que le vi —dijo ella en voz baja.

Hizo como que no la había oído, como si se tratara simplemente de un cumplido.

—Muchas veces, los amigos nuevos —dijo él, como si estuviera haciendo una observación importante— lo pasan mejor juntos que los viejos amigos.

Tras ese comentario, cuyo significado exacto no entendió, se encontró sentada a la mesa, que unas luces que fueron apareciendo lentamente hicieron resaltar en el oscuro atardecer. Se sintió muy feliz al ver que Dick había sentado a su madre a su derecha. En cuanto a ella, estaba sentada entre Luis Campion y Brady.

Estaba tan emocionada que se volvió hacia Brady con la intención de hacerle confidencias, pero a la primera mención que hizo de Dick, la chispa de dureza que vio en sus ojos le hizo comprender que se negaba a hacer de padre. Ella a su vez se mostró igualmente firme cuando él trató de monopolizar su mano, de modo que hablaron de cosas de la profesión; o, más bien, ella fingía escuchar mientras él hablaba de cosas de la profesión, sin apartar, por cortesía, la mirada de su rostro ni una sola vez, pero tenía el pensamiento tan en otra cosa que tuvo la sensación de que se debía estar dando cuenta de ello. De vez en cuando captaba la esencia de lo que él decía y su subconsciente ponía el resto, igual que percibimos que un reloj está dando la hora cuando ya va por la mitad, pero perdura en nuestra mente el ritmo de las primeras campanadas que no habíamos contado.