IX

Era una noche oscura y límpida, colgada como en un cesto de una única estrella poco brillante. La resistencia del aire denso amortiguaba el sonido de la bocina del coche que iba delante. El chófer de Brady conducía despacio. Las luces traseras del otro coche aparecían de vez en cuando después de doblar alguna curva, hasta volver a desaparecer por completo. Pero al cabo de diez minutos volvieron a ver el coche, parado a un lado de la carretera. El chófer de Brady aminoró la marcha para frenar detrás, pero como inmediatamente empezó a andar de nuevo lentamente, lo adelantaron. En el instante en que lo pasaban, oyeron voces que la discreción de la limusina no permitía distinguir y vieron que el chófer de los Diver sonreía irónicamente. Siguieron, y atravesaron velozmente zonas de noche cerrada y otras de noche más clara hasta bajar al fin por una serie de tramos que eran como una montaña rusa y conducían a la gran mole del hotel de Gausse.

Rosemary dormitó unas tres horas y cuando despertó, permaneció tendida en la cama, como en suspenso a la luz de la luna. Envuelta en la erótica oscuridad, agotó el futuro rápidamente, con todas las eventualidades que podrían llevar a un beso, aunque era un beso tan borroso como los de las películas. Cambió de postura en la cama deliberadamente —primer signo de insomnio de su vida— y trató de pensar en aquella cuestión con la mente de su madre. En ese proceso solía ser más perspicaz de lo que permitía su experiencia, ya que recordaba cosas de viejas conversaciones que había asimilado oyéndolas sólo a medias.

Rosemary había sido educada para el trabajo. La señora Speers había empleado en la educación de su hija el escaso dinero que le habían dejado los hombres de los que había enviudado, y cuando la vio florecer tan espléndidamente a los dieciséis años, con aquel pelo tan extraordinario, se apresuró a llevarla a Aix-les-Bains y se presentó con ella sin ser anunciadas en la suite de un productor norteamericano que se estaba recuperando allí. Cuando el productor se marchó a Nueva York, fueron con él. De esa manera había aprobado Rosemary su examen de ingreso. Dado el éxito que luego había tenido y la subsiguiente promesa de relativa estabilidad, la señora Speers se había sentido en libertad aquella noche para darle a entender lo siguiente:

—Fuiste educada para que trabajaras, no especialmente para casarte. Ya te ha llegado tu primera prueba que superar y es una prueba excelente. Sigue adelante y, ocurra lo que ocurra, utilízalo como experiencia. Te puedes hacer daño tú misma o se lo puedes hacer a él, pero nada de lo que ocurra te podrá perjudicar, porque desde el punto de vista económico eres un chico, no una chica.

Rosemary nunca había reflexionado mucho, salvo acerca de las innumerables virtudes de su madre, por lo que aquella impresión de que al fin se rompía el cordón umbilical le impedía dormir. Un amago de amanecer penetró por las puertas-ventanas. Se levantó y salió a la terraza, que sentía caliente bajo sus pies desnudos. En el aire había sonidos secretos. Un pájaro insistente proclamaba su triunfo malévolo periódicamente en los árboles que rodeaban la pista de tenis. Se oían las pisadas de alguien que paseaba en la parte trasera del hotel haciendo un recorrido circular; el sonido de las pisadas cambiaba del camino de tierra al paseo de gravilla y los escalones de cemento y volvía a repetirse en sentido inverso cada vez. Más allá del mar de tinta, en lo alto de aquella sombra negra que era una colina vivían los Diver. Los imaginó juntos en aquel momento; oía el eco, muy remoto en el tiempo y en el espacio, de una canción que seguían cantando, una especie de himno que se elevaba como humo en el cielo. Los niños dormían. La verja estaba cerrada, como cada noche.

Regresó a su cuarto y, tras ponerse una bata ligera y unas alpargatas, volvió a salir por la puerta-ventana y recorrió la terraza, que seguía a lo largo de la fachada, hasta la puerta principal. Iba a paso ligero, pues se había dado cuenta de que daban a la terraza otras habitaciones privadas cuyos ocupantes dormían profundamente. Se detuvo al ver una figura sentada en la ancha escalinata blanca de la entrada principal. Era Luis Campion y estaba llorando.

Lloraba desconsoladamente pero en silencio y se estremecía del mismo modo que lo habría hecho una mujer. Rosemary no pudo resistir la tentación de recrear una escena de un personaje que había interpretado el año anterior y, avanzando hacia él, le tocó en el hombro. Sorprendido, dio un pequeño grito.

—¿Qué es lo que le pasa?

La mirada de ella era directa y amable, sin una sombra de curiosidad morbosa.

—¿Le puedo ayudar en algo?

—Nadie puede ayudarme. Lo sabía. Es sólo culpa mía. Siempre es lo mismo.

—Pero ¿de qué se trata? ¿No quiere decírmelo?

La miró para considerar si se lo decía o no.

—No —decidió—. Cuando sea más mayor sabrá lo que es sufrir cuando se ama. La agonía de los que aman. Es preferible ser joven y frío que amar. Me ha pasado otras veces pero nunca como ahora. Tan accidentalmente. Cuando todo empezaba a ir bien.

Su cara era repulsiva a la incipiente luz del alba. Ni con el gesto más fugaz o el menor movimiento de un músculo dejó ella traslucir el asco repentino que le producía aquello, fuese lo que fuese. Pero la sensibilidad de Campion lo captó y cambió de tema de manera más bien abrupta.

—Abe North anda por aquí.

—¡Pero si está viviendo en casa de los Diver!

—Sí, pero ha venido aquí. ¿No se ha enterado de lo que ha ocurrido?

De repente se abrió un postigo en una de las habitaciones dos pisos más arriba y una voz con acento británico les espetó claramente:

—¿Quieren hacer el favor de callarse?

Rosemary y Luis Campion bajaron humildemente las escaleras y se instalaron en un banco junto al camino que iba a la playa.

—¿Entonces no tiene ni idea de lo que ha pasado? Querida: algo realmente extraordinario.

Se estaba animando ya, pendiente de la revelación que iba a hacer.

—Nunca había visto nada que ocurriera con tal rapidez. Siempre he evitado a la gente violenta. Me perturba tanto que a veces me he tenido que quedar días en la cama por su culpa.

La miraba con expresión triunfante. Ella no tenía la menor idea de a qué se estaba refiriendo.

—Querida —dijo al fin, inclinando todo el cuerpo hacia ella y tocándole el muslo para que quedara bien claro que no era una mera aventura irresponsable de su mano; tan seguro de sí mismo se sentía—. Va a haber un duelo.

—¿Quéee?

—Un duelo con… todavía no sabemos con qué. —Pero ¿entre quiénes?

—Se lo contaré todo desde el principio.

Aspiró profundamente y luego dijo, como si fuera un descrédito para ella aunque no pensara utilizarlo en su contra:

—Usted, claro, iba en el otro automóvil. Bueno, en cierto modo tuvo suerte. He perdido por lo menos dos años de mi vida. Ocurrió tan de repente.

—¿Qué es lo que ocurrió? —preguntó ella.

—No sé cómo empezó. Ella se puso a hablar…

—¿Quién?

—Violet McKisco.

Bajó la voz como si hubiera alguien debajo del banco.

—Pero no le diga nada a los Diver, porque él amenazó a cualquiera que se lo mencionara.

—¿Quién es él?

—Tommy Barban. Así que no diga ni siquiera que los mencioné. De todos modos, nadie se enteró de lo que quería decir Violet porque la interrumpía cada vez, y entonces su marido se metió por medio y por eso ahora tenemos un duelo. Esta mañana a las cinco, dentro de una hora.

De pronto suspiró al acordarse de sus propias penas.

—Casi me gustaría que fuera yo. Daría igual que me mataran ahora que mi vida no tiene ningún sentido.

Se interrumpió y se puso a balancear su cuerpo hacia adelante y hacia atrás para mostrar su pena.

Volvió a abrirse arriba el postigo de hierro y la misma voz con acento británico dijo:

Verdaderamente, esto tiene que acabar inmediatamente.

En ese mismo instante Abe North salió del hotel con aire más bien absorto y los vio contra el telón de fondo del cielo, blanco sobre el mar. Rosemary le hizo una señal con la cabeza para que no dijera nada y se trasladaron a otro banco más alejado. Rosemary notó que Abe estaba un poco bebido.

—¿Qué hace usted levantada? —preguntó.

—Me acabo de levantar.

Iba a soltar una carcajada, pero se acordó de la voz que protestaba y se contuvo.

—No la dejaba dormir el ruiseñor —sugirió Abe—. Probablemente no la dejaba dormir el ruiseñor —repitió—. ¿Le ha contado esta portera lo que pasó?

Campion dijo con aire muy digno:

—Yo sólo sé lo que he oído con mis propios oídos. Se levantó y se alejó con paso rápido. Abe se sentó junto a Rosemary.

—¿Por qué lo ha tratado tan mal?

—¿Yo? —preguntó sorprendido—. Se ha pasado aquí toda la mañana llorando.

—Tal vez esté triste por algo.

—Tal vez.

—¿Qué es eso de que va a haber un duelo? ¿Quién se va a batir? Ya me parecía a mí que pasaba algo raro en aquel coche. ¿Es verdad?

—Desde luego es una locura, pero parece que es verdad.