La cuestión se resolvió sola. Los McKisco no habían bajado aún, y apenas había extendido Rosemary la bata sobre la arena cuando dos hombres, el de la gorra de jockey y el rubio alto dado a partir camareros en dos, dejaron el grupo y se acercaron a ella.
—Buenos días —dijo Dick Diver.
Hizo una breve pausa.
—Una cosa: estuviera quemada o no, ¿por qué no bajó ayer a la playa? Nos tuvo preocupados.
Ella se incorporó y con una risita les dio a entender que acogía feliz su intrusión.
—Queríamos saber si le gustaría sumarse a nosotros —dijo Dick Diver—. Le hacemos un sitio y tenemos comida y bebida, así que es una invitación en toda la regla.
Parecía amable y encantador, y en su tono de voz había una promesa de que se iba a ocupar de ella y de que, algo más adelante, le iba a abrir nuevos mundos, le iba a descubrir una serie interminable de magníficas posibilidades. Se las arregló para presentarla sin mencionar su nombre y luego le hizo saber con naturalidad que todos sabían quién era, pero iban a respetar la integridad de su vida privada; era ése un gesto de atención hacia ella que no había tenido nadie, salvo otra gente de la profesión, desde que era famosa.
Nicole Diver, cuya espalda bronceada parecía colgar del collar de perlas, estaba buscando en un libro de cocina la receta del pollo al estilo de Maryland. Rosemary le calculaba unos veinticuatro años. Aunque se la podía considerar bonita en sentido convencional, su rostro hacía el efecto de haber sido tallado primero en una escala heroica, con una sólida estructura de rasgos marcados, como si las facciones y el brillo del semblante y la tez, todo lo que relacionamos con el temperamento y el carácter hubiera sido moldeado con intención rodiniana y luego suavizado hasta un punto en el que el más leve error podría haber menoscabado su fuerza y su calidad. Con la boca, el escultor se había aventurado peligrosamente: tenía la forma de corazón que se veía en las portadas de las revistas y, sin embargo, no desentonaba del resto.
—¿Se piensa quedar mucho tiempo? —preguntó Nicole. Tenía la voz grave, casi áspera.
Rosemary se vio de pronto considerando la posibilidad de quedarse una semana más.
—Mucho tiempo no —contestó con vaguedad—. Llevamos ya mucho tiempo fuera. Desembarcamos en Sicilia en marzo y hemos ido subiendo al norte sin prisas. Pillé una pulmonía rodando una película en enero y me he estado restableciendo.
—¡Santo cielo! ¿Cómo ocurrió?
—Fue por meterme en el agua.
Rosemary se sentía más bien reacia a hacer ninguna revelación de tipo personal.
—Un día que tenía la gripe y no lo sabía, tenía que rodar una escena en la que me lanzaba a un canal en Venecia. Como era un decorado muy caro, tuve que lanzarme al agua una y otra vez a lo largo de la mañana. Mamá hizo venir a un médico, pero no sirvió de nada. Cogí una pulmonía.
Cambió resueltamente de tema antes de que ellos pudieran decir nada.
—¿Les gusta esto… este sitio?
—Les tiene que gustar —dijo Abe North con parsimonia—. Lo inventaron ellos.
Volvió la noble cabeza lentamente hasta que sus ojos se posaron con ternura y afecto en el matrimonio Diver.
—¿De verdad?
—Ésta es sólo la segunda temporada que se abre el hotel en verano —explicó Nicole—. Convencimos a Gausse para que se quedara con un cocinero, un camarero y un portero. Le resultó rentable y este año le está yendo incluso mejor.
—Pero ustedes no están en el hotel.
—Nos hicimos construir una casa en Tarmes.
—El caso es —dijo Dick mientras arreglaba una sombrilla para que a Rosemary no le quedara un hombro expuesto al sol— que los rusos y los ingleses, a los que el frío no les importa, escogieron los lugares del norte, como Deauville, mientras que nosotros los americanos, como la mitad procedemos de climas tropicales, hemos empezado a venir aquí.
El joven de aspecto latino estaba hojeando The New York Herald.
—¿De qué nacionalidad será toda esta gente? —preguntó de pronto. Y se puso a leer en voz alta con un ligero acento francés—: Se registraron en el Hotel Palace, en Vevey, el señor Pandely Vlasco, la señora Bonneasse (no me estoy inventando nada), Corinna Medonca, la señora Pasche, Seraphim Tullio, Maria Amalia Roto Mais, Moises.
Teubel, la señora Paragoris, Apostle Alexandre, Yolanda Yosfuglu y… ¡Geneveva de Momus! Ésta es mi favorita. Geneveva de Momus. Casi vale la pena ir hasta Vevey para ver cómo es Geneveva de Momus.
Se puso en pie, súbitamente inquieto, y se estiró con un rápido movimiento. Tenía unos años menos que Diver o North. Era alto y tenía el cuerpo duro pero excesivamente enjuto, con excepción de la musculatura acumulada en los hombros y la parte superior de los brazos. A primera vista parecía apuesto en sentido clásico, pero su rostro tenía siempre una leve expresión de fastidio que empañaba el fulgor de sus ojos castaños. Sin embargo, eran unos ojos que se recordaban después, cuando uno ya había olvidado la mueca de aquella boca incapaz de soportar el tedio y la frente joven arrugada por la angustia estéril.
—Encontramos algunos nombres magníficos en la información sobre americanos la semana pasada —dijo Nicole—. La señora Evelyn Oyster y… ¿Cuáles eran los otros?
—Uno era el señor S. Flesh —dijo Diver, poniéndose también en pie. Agarró su rastrillo y se puso a sacar piedrecitas de la arena concienzudamente.
—Ah, sí. S. Flesh… ¿No os da grima el nombre?
Se sentía una gran tranquilidad a solas con Nicole; Rosemary pensó que mayor incluso de la que se sentía con su madre. Abe North y Barban, el francés, estaban hablando de Marruecos, y Nicole, que ya había copiado la receta, cogió una labor. Rosemary se puso a examinar sus pertenencias: cuatro grandes sombrillas que formaban un toldo, una caseta portátil para cambiarse, un caballo neumático y otras cosas nuevas que ella no había visto nunca, que procedían de la primera avalancha de artículos de lujo fabricados al terminar la guerra y que probablemente estaban en manos de los primeros compradores. Se había dado cuenta de que eran gente del gran mundo, pero, aunque su madre le había inculcado un recelo contra esa clase de gente, a la que consideraba parásitos sociales, no era ésa la impresión que estas personas le daban. Hasta en su absoluta inmovilidad, tan total como la de la propia mañana, veía un propósito, un empeño, un rumbo, un acto de creación diferente a todos los que ella había conocido. Su mente inmadura no se planteaba qué relaciones podrían tener entre sí: sólo le interesaba la actitud que tenían con respecto a ella. Pero sí percibía el entramado de una agradable relación entre todos ellos, lo cual expresó en su mente con la idea de que parecían estar pasándoselo muy bien.
Estudió uno por uno a los tres hombres, tratando por un momento de ser objetiva. Los tres eran bien parecidos, cada uno en su estilo. Los tres tenían modales muy distinguidos que se notaba que eran parte integrante de ellos, de sus vidas pasadas y futuras, no eran de circunstancias y, por tanto, nada tenían que ver con los modales afectados de los actores. También detectaba en ellos una gran delicadeza que era diferente de la camaradería agradable pero más bien tosca de los directores de cine, que representaban el elemento intelectual en su vida. Actores y directores. Ésos eran los únicos tipos de hombre que había conocido, aparte de la masa heterogénea y confusa de chicos universitarios interesados sólo en el flechazo que había conocido en la fiesta de Yak el otoño anterior.
Estos tres eran diferentes. Barban era menos civilizado, más escéptico y burlón, y sus modales eran tan rígidos e impecables que daban impresión de superficialidad.
Abe North tenía, bajo su aparente timidez, un sentido del humor desesperado que a Rosemary le divertía pero a la vez le parecía incomprensible. Siendo de natural sería, no creía que pudiera causarle una gran impresión.
Pero Dick Diver… era perfecto. Le admiró en silencio. Tenía la piel rubicunda y curtida por el sol, del mismo tono que el pelo, que llevaba corto, y el vello que le cubría ligeramente los brazos y el dorso de las manos. Los ojos eran de un azul brillante y metálico. La nariz era ligeramente puntiaguda y nunca cabía ninguna duda de a quién miraba o con quién estaba hablando, lo cual es una atención que siempre halaga, porque ¿quién nos mira? Caen sobre nosotros las miradas, curiosas o indiferentes, y eso es todo. Su voz, que tenía inflexiones del melodioso acento irlandés, parecía cortejar al mundo entero. Y, sin embargo, Rosemary percibía en él una capa de firmeza, dominio de sí mismo y autodisciplina, virtudes que ella también poseía. Oh, sí. Era a él al que escogía, y Nicole, que levantaba la cabeza en ese momento, vio que lo escogía y oyó el leve suspiro con el que reconocía que ya pertenecía a otra.
Hacia el mediodía bajaron a la playa los McKisco, la señora Abrams, el señor Dumphry y el señor Campion. Traían una sombrilla nueva que colocaron mirando de reojo a los Diver y se instalaron debajo de ella con expresión satisfecha, todos menos el señor McKisco, que se quedó afuera en actitud burlona. Dick, que había pasado cerca de ellos con su rastrillo, volvió a las sombrillas.
—Los dos jóvenes están leyendo juntos el Libro de Etiqueta —anunció en voz baja.
—Se propondrán alternar con la crema —dijo Abe.
Mary North, la joven bronceadísima que Rosemary había visto el primer día en la balsa, volvía del agua y dijo con una sonrisa que era un destello lascivo:
—Veo que han llegado el señor y la señora Nunca tiemblo.
—Son amigos de este hombre —le recordó Nicole señalando a Abe—. ¿Por qué no irá a hablar con ellos? ¿Es que no te parecen atractivos?
—Me parecen muy atractivos —dijo Abe—. Lo único que pasa es que no me parecen atractivos.
—Tenía el presentimiento de que iba a haber demasiada gente en la playa este verano —observó Nicole—. Nuestra playa, que Dick creó de un montón de guijarros.
Se puso a pensar y luego, bajando la voz para que no la oyera el trío de niñeras inglesas sentadas debajo de otra sombrilla, dijo:
—Con todo, son preferibles a aquellos ingleses del verano pasado, que se pasaban la vida gritando: «¡Mira qué mar tan azul! ¡Mira qué cielo tan blanco! ¡Mira qué colorada tiene la naricita Nellie!».
Rosemary pensó que no le gustaría tener a Nicole de enemiga.
—Pero se perdió usted la pelea —continuó Nicole—. El día antes de que usted llegara, el hombre casado, ese que tiene un apellido que suena a sucedáneo de gasolina o mantequilla…
—¿McKisco?
—Sí. Bueno. Estaban discutiendo y ella le arrojó arena a la cara. Entonces él se sentó encima de ella y le restregó la cara en la arena. Nos quedamos… sin palabra. Yo quería que Dick interviniera.
—Creo —dijo Dick Diver, mirando ensimismado la de paja— que me voy a acercar y les voy a invitar a cenar.
—Ni se te ocurra —se apresuró a decirle Nicole.
—Creo que estaría bien. Puesto que están aquí, vamos a adaptarnos a las circunstancias.
—Estamos perfectamente adaptados —insistió Nicole, riendo—. No tengo el menor interés en que me restrieguen la nariz en la arena. Soy dura y mezquina —le explicó a Rosemary. Y luego, elevando la voz—: ¡Niños, poneos los bañadores!
Rosemary tenía la sensación de que aquél iba a ser el baño más importante de su vida, el que le iba a venir a la memoria cada vez que alguien hablara de ir a la playa. Todos los del grupo se dirigieron al mismo tiempo al agua, más que dispuestos después de la prolongada y forzosa inactividad, y pasaron del calor al fresco con la glotonería con que se come un curry picante con vino blanco muy frío. Las jornadas de los Diver estaban programadas al modo de las jornadas de las antiguas civilizaciones para sacar el máximo provecho de lo que se ofrecía y dar a las transiciones toda su importancia, y Rosemary no sabía que después de la total dedicación al momento del baño iba a haber otro periodo de transición hasta llegar a la locuacidad de la hora del almuerzo provenzal. Pero volvía a tener la sensación de que Dick estaba cuidando de ella y se complació en responder al cambio subsiguiente como si hubiera sido una orden.
Nicole tendió a su marido la curiosa vestimenta que había estado confeccionando. Dick se metió en el vestidor portátil y causó una conmoción al volver a aparecer al momento vestido con unos calzoncillos transparentes de encaje negro. Al examinarlos de cerca pudieron ver que en realidad estaban forrados de tela color carne.
—¡Vaya mariconada! —exclamó el señor McKisco desdeñosamente. Y volviéndose rápidamente hacia el señor Dumphry y el señor Campion, añadió—: ¡Oh, disculpen!
A Rosemary le encantó aquello de los calzoncillos. Era lo bastante ingenua como para responder sinceramente a la sencillez elegante de los Diver, sin darse cuenta de su complejidad y su falta de inocencia, sin darse cuenta de que se trataba de una selección de calidad, y no de cantidad, en el bazar del mundo, ni de que también aquella sencillez, aquella paz y aquella buena voluntad propias de una guardería infantil, aquel resaltar las virtudes más simples, formaban parte de un pacto desesperado con los dioses conseguido a base de luchas que no podía ni imaginar. En aquel momento los Diver representaban en apariencia el estadio más perfecto de la evolución de una determinada clase, y por eso la mayoría de la gente parecía deslucida a su lado. En realidad, había sobrevenido ya un cambio cualitativo que Rosemary no notaba en absoluto.
Se quedó con ellos mientras bebían jerez y comían galletas saladas. Dick la miró con la frialdad de sus ojos azules, y su boca fuerte y amable dijo reflexivamente y con intención:
—Desde hace mucho tiempo es usted la única muchacha que he visto que de verdad parece en flor.
Rosemary lloraba desconsoladamente en el regazo de su madre.
—Le quiero, mamá. Estoy locamente enamorada de él. Nunca pensé que podría sentir esto por nadie. Y está casado y su mujer también me parece muy agradable. Es un amor sin esperanza. ¡Le quiero tanto!
—Tengo curiosidad por conocerle.
—Su mujer nos ha invitado a cenar el viernes.
—Si estás enamorada deberías sentirte feliz. Deberías reír.
Rosemary alzó la vista y, con un encantador temblor de su rostro, se echó a reír. Su madre siempre tenía una gran influencia sobre ella.