Eran casi las dos cuando entraron en el comedor. Las ramas de los pinos que se balanceaban afuera creaban sobre las mesas desiertas un tupido diseño de luces y sombras oscilantes. Dos camareros que estaban apilando platos y hablaban en italiano en voz muy alta se quedaron callados al verlas entrar y fueron a servirles una versión fatigada del plato del día.
—Me he enamorado en la playa —dijo Rosemary.
—¿De quién?
—Primero de un grupo de gente que parecía muy agradable y luego de un hombre.
—¿Hablaste con él?
—Sólo un poco. Es guapísimo. Pelirrojo.
Estaba comiendo con un apetito voraz.
—Pero está casado. Como siempre.
Su madre era su mejor amiga, y había renunciado a sus últimas posibilidades personales para servirle de guía en su carrera, algo no tan infrecuente en el ambiente del teatro pero más bien extraordinario en este caso, ya que Elsie Speers no estaba tratando de resarcirse de su propio fracaso. Personalmente, la vida no le había creado amarguras ni resentimientos. Había estado felizmente casada dos veces, había enviudado las dos veces y su estoicismo jovial se había hecho cada vez más profundo. Uno de sus maridos había sido oficial de caballería y el otro médico militar, y los dos le habían dejado algo que pretendía entregar intacto a Rosemary. Al no ser condescendiente con ella la había hecho fuerte, y al no escatimar por su parte ni el esfuerzo ni el cariño, había cultivado un idealismo en Rosemary cuyo objeto, de momento, era ella misma, pues veía el mundo a través de sus ojos. De modo que, aunque Rosemary era una muchacha «sencilla», estaba protegida por una doble coraza, la de su madre y la suya propia, y sentía una desconfianza impropia de su edad hacia todo lo que resultara trivial, fácil o vulgar. Sin embargo, la señora Speers consideraba que, en vista del éxito repentino que había tenido Rosemary en el mundo cinematográfico, había llegado ya el momento de destetarla espiritualmente. No le disgustaba, sino más bien le agradaba la idea de que aquel idealismo vigoroso, exigente y en cierto modo excesivo se centrara en algo que no fuera ella misma.
—Entonces, ¿te gusta esto? —le preguntó.
—Podría ser divertido si conociéramos a esa gente. Había otras personas, pero no me resultaron simpáticas. Me reconocieron. Vayamos a donde vayamos todo el mundo ha visto La niña de papá.
La señora Speers esperó a que se esfumara aquel pequeño brote de egocentrismo. Luego, como sin darle importancia, dijo:
—Ahora que me acuerdo. ¿Cuándo vas a ir a ver a Earl Brady?
—He pensado que podíamos ir esta tarde, si ya no te sientes cansada.
—Ve tú sola. Yo no quiero ir.
—Bueno, entonces lo dejamos para mañana.
—Quiero que vayas tú sola. Está a un paso. Y además, ni que tú no supieras francés.
—Oh, mamá. No me hablas más que de cosas que tengo que hacer.
—Está bien, ya irás otro día. Pero tienes que ir antes de que nos marchemos.
—De acuerdo, mamá.
Después de comer se sintieron las dos abatidas con el súbito aplanamiento que les entra a los viajeros norteamericanos en lugares apacibles del extranjero. No sentían ningún estímulo, no oían voces que las llamaran del exterior, ni les llegaban de pronto, de otras mentes, fragmentos de sus propios pensamientos. Tanto echaban de menos el clamor del Imperio que tenían la sensación de que en aquel lugar la vida se había detenido.
—Vamos a quedarnos sólo tres días, mamá —dijo Rosemary cuando ya estaban de vuelta en sus habitaciones. Afuera soplaba un viento ligero que esparcía el calor, lo filtraba por los árboles y enviaba pequeñas ráfagas calientes a través de los postigos.
—¿Y el hombre de la playa del que te has enamorado?
—Yo sólo te quiero a ti, mamá querida.
Rosemary se detuvo en el vestíbulo y le preguntó algo a Gausse padre relacionado con los trenes. El conserje, que haraganeaba junto al mostrador en su uniforme caqui claro, se quedó mirándola fijamente, pero enseguida recordó los modales que correspondían a su función. Ella subió al autobús y viajó hasta la estación con un par de camareros obsequiosos, incómoda ante su respetuoso silencio. Tenía ganas de decirles: «Venga, hablen, diviértanse, que a mí no me molesta».
En el compartimiento de primera hacía un calor sofocante; los anuncios llenos de colorido de las compañías de ferrocarriles —el puente del Gard en Arlés, el anfiteatro de Orange, los deportes de invierno en Chamonix— resultaban más refrescantes que el largo mar inmóvil de afuera. A diferencia de los trenes americanos, que, absortos en su propio destino lleno de intensidad, desdeñaban a los que vivían en otro mundo menos veloz y jadeante, aquel tren formaba parte de la comarca por la que pasaba. Su soplo removía el polvo de las palmeras y sus chispas iban a mezclarse con el mantillo de los jardines.
Rosemary estaba segura de que podría coger flores con la mano si se asomaba por la ventana.
Delante de la estación de Cannes una docena de taxistas dormían en sus coches. Más allá, en el paseo, el casino, las tiendas elegantes y los grandes hoteles volvían sus máscaras de hierro sin expresión hacia el mar estival. Parecía increíble que alguna vez pudiera haber sido la «temporada» y Rosemary, a medias esclava de la moda, se sintió un poco incómoda, como si estuviera dando muestras de un gusto malsano por los moribundos, como si la gente se preguntara que qué estaba haciendo en medio de aquella calma pasajera entre la alegría del invierno anterior y del siguiente, mientras al norte bullía el mundo de verdad.
Cuando salía de la droguería con una botella de aceite de coco, se cruzó con ella una mujer con los brazos cargados de cojines, a la que reconoció como la señora Diver, que se dirigía hacia un coche aparcado algo más abajo. Un perro negro, pequeño y de forma alargada, ladró al verla llegar, y el chófer, que dormitaba, se despertó sobresaltado.
La mujer se acomodó en el coche, con su lindo rostro compuesto e inmóvil, su mirada decidida y alerta que no se fijaba en nada en particular. Llevaba un vestido de un rojo muy vivo y las piernas bronceadas sin medias. Tenía el pelo grueso, de un color dorado oscuro, como el de un perro chow.
Como le quedaba media hora hasta la salida del tren, Rosemary se sentó en el Café des Alliés, en la Croisette, donde los árboles creaban un verde atardecer sobre las mesas y una orquesta arrullaba a un imaginario público cosmopolita con la Canción del Carnaval de Niza y la melodía americana que estaba de moda el año anterior. Había comprado Le Temps y, para su madre, The Saturday Evening Post y, mientras se bebía una limonada, abrió este último en las memorias de una princesa rusa y todas aquellas oscuras convenciones de los años noventa le parecieron más reales y próximas que los titulares del periódico francés. Era la misma sensación que le había oprimido en el hotel. Acostumbrada al modo excesivo en que se resaltaban los aspectos más grotescos de un continente como comedia o tragedia, y poco preparada para la tarea de separar para sí misma lo que era esencial de lo que no lo era, empezaba a tener la sensación de que la vida francesa era vacía y caduca. A hacer esa sensación más intensa contribuían las tristes melodías de la orquesta, que recordaban la música melancólica que acompañaba a los acróbatas en los teatros de variedades. Se alegró de regresar al hotel de Gausse.
Al día siguiente tenía los hombros demasiado quemados para poder ir a bañarse, así que alquiló un coche con su madre —después de mucho regatear, pues Rosemary se había hecho su propia idea del valor del dinero en Francia— y se pasearon por la Riviera, delta de muchos ríos. El chófer, que era como un zar ruso de la época de Iván el Terrible, se las daba también de guía, y los nombres esplendorosos —Cannes, Niza, Montecarlo— comenzaron a brillar a través de su entumecido camuflaje, hablando en susurros de viejos reyes que habían ido allí a cenar o a morir, de rajás que lanzaban miradas de Buda a bailarinas inglesas, de príncipes rusos que convertían las semanas en atardeceres bálticos de los días del caviar perdidos. Más que ninguna otra cosa, se notaban en toda la costa las huellas de los rusos, el olor de sus librerías y colmados cerrados. Diez años antes, al terminar la temporada, en abril, se habían cerrado las puertas de la iglesia ortodoxa y se habían guardado las botellas de champán dulce, que era el que preferían, hasta su regreso. «Volveremos el año que viene», dijeron. Pero se habían precipitado al hacer esa promesa, porque nunca más iban a volver.
Resultaba agradable volver en coche al hotel a la caída de la tarde, con aquel mar de colores tan misteriosos como las ágatas y cornalinas de la niñez, verde como leche verde, azul como agua de lavar, oscuro como el vino. Resultaba agradable pasar ante la gente que comía al aire libre, ante la puerta de su casa, y oír las potentes pianolas ocultas tras las parras de los merenderos. Cuando doblaron la Corniche d’Or y llegaron al hotel de Gausse entre las hileras de árboles que se sucedían, en la creciente oscuridad, en múltiples tonalidades de verde, ya la luna asomaba tras las ruinas de los acueductos.
Allá en las colinas al otro lado del hotel había un baile, y su música, que le llegaba a Rosemary envuelta en la fantasmal luz de luna que se filtraba por la mosquitera, le hizo reconocer que también allí podía reinar la alegría, y se puso a pensar en la agradable gente de la playa. Tal vez se encontrara con ellos a la mañana siguiente, pero era evidente que formaban un grupito autosuficiente y, una vez que sombrillas, esteras, perros y niños estaban en su sitio, su rincón de la playa quedaba literalmente cercado. Decidió que, en todo caso, no iba a pasar las dos mañanas que le quedaban con los otros.