—Pensamos que a lo mejor formaba usted parte de la intriga —dijo la señora McKisco.
Era joven y bonita, de mirada maliciosa y una intensidad que causaba rechazo.
—No sabemos quién forma parte de la intriga y quién no. Un hombre con el que mi marido había sido especialmente amable resultó ser uno de los personajes principales, prácticamente el segundo protagonista masculino.
—¿La intriga? —preguntó Rosemary, entendiendo a medias—. ¿Es que hay una intriga?
—Querida, no lo sabemos —dijo la señora Abrams soltando una risita convulsiva de mujer robusta—. No participamos en ella. Lo vemos todo desde la galería.
El señor Dumphry, un joven afeminado que tenía pelo de estopa, observó:
—Mamá Abrams es ya de por sí toda una intriga.
Y Campion le amenazó con el monóculo, diciendo:
—Royal, no empieces con tus bromas de mal gusto.
Rosemary miraba incómoda a unos y otros y pensaba que su madre debía de haber bajado a la playa con ella. Aquella gente no le gustaba nada, sobre todo si la comparaba con el grupo del otro extremo de la playa que había despertado su interés. Las dotes modestas pero sólidas que tenía su madre para el trato social la sacaban siempre de situaciones embarazosas con firmeza y rapidez. Pero sólo hacía diez meses que Rosemary era famosa y a veces se armaba un lío entre la educación francesa que había recibido en su infancia y los modales más desenfadados que luego había adquirido en América, y quedaba expuesta a situaciones como aquélla.
Al señor McKisco, un pelirrojo flacucho y pecoso de unos treinta años, no le parecía divertido aquello de la «intriga» como tema de conversación. Había estado mirando el mar fijamente y, de pronto, tras echar una mirada rápida a su mujer, se volvió hacia Rosemary y le preguntó en tono agresivo:
—¿Lleva mucho tiempo aquí?
—Un día sólo.
—Ah.
Evidentemente convencido de que había logrado cambiar de tema radicalmente, pasó a mirar a los demás.
—¿Se va a quedar todo el verano? —preguntó la señora McKisco en tono inocente—. Si se queda podrá ver cómo se desarrolla la intriga.
—¡Por el amor de Dios, Violet, cambia de tema! —estalló su marido—. ¡A ver si se te ocurre una nueva broma!
La señora McKisco se inclinó hacia la señora Abrams y le susurró en forma perfectamente audible:
—Está nervioso.
—No estoy nervioso —protestó el señor McKisco—. Da la casualidad de que no estoy nada nervioso.
Estaba visiblemente alterado; se había extendido sobre su rostro un rubor grisáceo que le daba un aire de total ineficacia. Vagamente consciente de pronto de cuál era su estado, se puso en pie para ir al agua, seguido de su mujer, y Rosemary, aprovechando la oportunidad, les siguió.
El señor McKisco aspiró profundamente, se lanzó al agua donde no cubría y comenzó a golpear el Mediterráneo con brazos rígidos, queriendo dar a entender sin duda que nadaba a crol. Cuando se quedó sin aliento, se puso en pie y miró en torno suyo como sorprendido de encontrarse todavía tan cerca de la orilla.
—Aún no he aprendido a respirar. Nunca he entendido del todo cómo hay que respirar.
Dirigió a Rosemary una mirada interrogante.
—Creo que se suelta el aire debajo del agua —explicó ella—, y cada cuatro brazadas se saca la cabeza para tomar más aire.
—Respirar es lo que me resulta más difícil. ¿Vamos nadando hasta la balsa?
El hombre de la cabeza aleonada estaba tumbado todo lo largo que era sobre la balsa, que se ladeaba con cada movimiento del agua. En uno de esos bruscos meneos recibió un golpetazo en el brazo la señora McKisco, que trataba de subirse. El hombre se incorporó y la ayudó a subir.
—Me temía que la iba a golpear.
Hablaba pausadamente y con timidez, y la expresión de su rostro era de las más tristes que Rosemary había visto nunca. Tenía los pómulos salientes de los indios, el labio superior alargado y unos ojos enormes y hundidos de un tono dorado oscuro. Había hablado entre dientes, como si esperara que sus palabras llegaran hasta la señora McKisco por una ruta indirecta y discreta. En un instante se había lanzado al agua y su largo cuerpo flotaba en dirección a la orilla.
Rosemary y la señora McKisco le observaron. Cuando se le agotó el impulso se dobló bruscamente, se elevaron sus muslos flacos por encima del agua y desapareció totalmente dejando tras sí apenas un rastro de espuma.
—Es un buen nadador —dijo Rosemary.
A lo que replicó la señora McKisco con una vehemencia inesperada:
—¡Pero es un músico pésimo!
Y se volvió hacia su marido, el cual, tras dos intentos infructuosos, había logrado subirse a la balsa y, una vez que había conseguido mantener el equilibrio, trataba de hacer alguna floritura como para compensar, sin otro resultado que tambalearse una vez más.
—Estaba diciendo que Abe North podrá ser un buen nadador, pero es un músico pésimo.
—Sí —reconoció a regañadientes el señor McKisco. Era evidente que era él el que había creado el mundo de su mujer y le permitía muy pocas libertades dentro de ese mundo.
—A mí que me den a Antheil —dijo la señora McKisco volviéndose hacia Rosemary con aire desafiante—. A Antheil y a Joyce. Me imagino que en Hollywood no se oirá hablar mucho de ese tipo de gente, pero mi marido escribió la primera crítica del Ulises que apareció en América.
—Ojalá tuviera un cigarrillo —dijo el señor McKisco con voz calmosa—. Es lo único que me parece importante en este momento.
—Es de lo más profundo. ¿Verdad que sí, Albert?
Su voz se apagó de pronto. La mujer de las perlas se había juntado en el agua con sus dos hijos y Abe North surgió de repente por debajo de uno de ellos como una isla volcánica y se lo subió a los hombros. El niño gritaba de miedo y placer, y la mujer contemplaba la escena con dulce calma, sin una sonrisa.
—¿Es ésa su mujer? —preguntó Rosemary.
—No, ésa es la señora Diver. Ésos no están en el hotel.
Sus ojos no se apartaban del rostro de la mujer, como si estuviera fotografiándola. Pasado un momento se volvió bruscamente hacia Rosemary.
—¿Había estado usted antes en el extranjero? —Sí. Fui al colegio en París.
—Ah, bien. Entonces probablemente sabrá que si quiere divertirse aquí lo que tiene que hacer es conocer a una familia francesa de verdad. Me pregunto qué es lo que sacará toda esa gente.
Señaló la playa con el hombro izquierdo.
—Se pasan la vida en pequeñas camarillas, sin despegarse los unos de los otros. Nosotros, por supuesto, teníamos cartas de presentación y hemos conocido en París a los mejores artistas y escritores franceses. Así que fue estupendo.
—No me cabe la menor duda.
—Bueno, es que mi marido está acabando su primera novela.
—¡No me diga! —exclamó Rosemary. No estaba pensando en nada en particular; únicamente se preguntaba si su madre habría conseguido dormirse con aquel calor.
—Es la misma idea de Ulises —continuó la señora McKisco—. Pero en lugar de pasar en veinticuatro horas, la de mi marido se desarrolla a lo largo de cien años. Saca a un viejo aristócrata francés decadente y lo pone en contraste con la era de las máquinas.
—¡Por el amor de Dios, Violet! No le vayas contando la idea a todo el mundo —protestó el señor McKisco—. No quiero que se entere todo el mundo antes de que se haya publicado el libro.
Rosemary regresó nadando a la playa, en donde se puso el albornoz sobre los hombros que ya empezaban a picarle y se volvió a tender al sol. El hombre de la gorra de jockey iba ahora de una sombrilla a otra con una botella y varios vasitos; tanto él como sus amigos se iban animando y se acercaban cada vez más los unos a los otros, hasta que acabaron juntándose todos bajo un único ensamblaje de sombrillas. Rosemary supuso que alguno de ellos se marchaba y estaban tomando la última copa en la playa. Hasta los niños notaban la animación que se estaba creando debajo de aquella gran sombrilla y se volvían a mirar. Rosemary tenía la impresión de que todo nacía del hombre de la gorra de jockey.
El sol de mediodía pasó a dominar cielo y mar. Hasta la blanca línea de Cannes, a ocho kilómetros de distancia, se había convertido en un espejismo de frescor. Un velero con la proa pintada de rojo arrastraba tras sí un hilo del mar más lejano y oscuro. No parecía haber vida en toda aquella extensión de costa, salvo a la luz del sol que se filtraba por aquellas sombrillas en donde estaba pasando algo entre colores y murmullos.
Campion se acercó a ella y se detuvo a unos pasos de distancia. Rosemary cerró los ojos y se hizo la dormida; luego los entreabrió y vio dos columnas borrosas que eran unas piernas. El hombre intentó abrirse camino a través de una nube color de arena, pero la nube se escapó flotando hacia el cielo vasto y cálido. Rosemary se quedó dormida de verdad.
Se despertó empapada de sudor y se encontró con que la playa se había quedado desierta; al único que vio fue al hombre de la gorra de jockey que estaba plegando la última sombrilla. Seguía allí tendida, parpadeando, cuando se acercó él y le dijo:
—Pensaba despertarla antes de marcharme. No es bueno tomar tanto el sol el primer día.
—Gracias.
Rosemary se miró las piernas y vio que las tenía enrojecidas.
—¡Dios mío!
Se rió muy divertida, animándole a que siguiera hablando, pero Dick Diver se alejaba ya llevando un toldo y una sombrilla a un coche que estaba esperándole, de modo que se metió en el agua para limpiarse el sudor. Él regresó, recogió un rastrillo, una pala y un tamiz y los colocó en la grieta de una roca. Luego miró a su alrededor para ver si había olvidado algo.
—¿Sabe qué hora es? —preguntó Rosemary.
—Alrededor de la una y media.
Por un momento miraron los dos hacia el horizonte.
—No es una hora mala —dijo Dick Diver—. No es de los peores momentos del día.
La miró, y por un instante ella vivió en el mundo azul brillante de sus ojos, con avidez y confianza. Pero él se cargó al hombro el último trasto y se fue hacia el coche, y Rosemary salió del agua, sacudió el albornoz y se fue andando a su hotel.