I

En la apacible costa de la Riviera francesa, a mitad de camino aproximadamente entre Marsella y la frontera con Italia, se alza orgulloso un gran hotel de color rosado. Unas amables palmeras refrescan su fachada ruborosa y ante él se extiende una playa corta y deslumbrante. Últimamente se ha convertido en lugar de veraneo de gente distinguida y de buen tono, pero hace una década se quedaba casi desierto una vez que su clientela inglesa regresaba al norte al llegar abril. Hoy día se amontonan los chalés en los alrededores, pero en la época en que comienza esta historia sólo se podían ver las cúpulas de una docena de villas vetustas pudriéndose como nenúfares entre los frondosos pinares que se extienden desde el Hôtel des Étrangers, propiedad de Gausse, hasta Cannes, a ocho kilómetros de distancia.

El hotel y la brillante alfombra tostada que era su playa formaban un todo. Al amanecer, la imagen lejana de Cannes, el rosa y el crema de las viejas fortificaciones y los Alpes púrpuras lindantes con Italia se reflejaban en el agua tremulosos entre los rizos y anillos que enviaban hacia la superficie las plantas marinas en las zonas claras de poca profundidad. Antes de las ocho bajó a la playa un hombre envuelto en un albornoz azul y, tras largos preliminares dándose aplicaciones del agua helada y emitiendo una serie de gruñidos y jadeos, avanzó torpemente en el mar durante un minuto. Cuando se fue, la playa y la ensenada quedaron en calma por una hora. Unos barcos mercantes se arrastraban por el horizonte con rumbo oeste, se oía gritar a los ayudantes de camarero en el patio del hotel, y el rocío se secaba en los pinos. Una hora más tarde, empezaron a sonar las bocinas de los automóviles que bajaban por la tortuosa carretera que va a lo largo de la cordillera inferior de los Maures, que separa el litoral de la auténtica Francia provenzal.

A dos kilómetros del mar, en un punto en que los pinos dejan paso a los álamos polvorientos, hay un apeadero de ferrocarril aislado desde el cual una mañana de junio de 1925 una victoria condujo a una mujer y a su hija hasta el hotel de Gausse. La madre tenía un rostro de lindas facciones, ya algo marchito, que pronto iba a estar tocado de manchitas rosáceas; su expresión era a la vez serena y despierta, de una manera que resultaba agradable. Sin embargo, la mirada se desviaba rápidamente hacia la hija, que tenía algo mágico en sus palmas rosadas y sus mejillas iluminadas por un tierno fulgor, tan emocionante como el color sonrojado que toman los niños pequeños tras ser bañados con agua fría al anochecer. Su hermosa frente se abombaba suavemente hasta una línea en que el cabello, que la bordeaba como un escudo heráldico, rompía en caracoles, ondas y volutas de un color rubio ceniza y dorado. Tenía los ojos grandes, expresivos, claros y húmedos, y el color resplandeciente de sus mejillas era auténtico, afloraba a la superficie impulsado por su corazón joven y fuerte. Su cuerpo vacilaba delicadamente en el último límite de la infancia: tenía cerca de dieciocho años y estaba casi desarrollada del todo, pero seguía conservando la frescura de la primera edad.

Al surgir por debajo de ellas el mar y el cielo como una línea fina y cálida, la madre dijo:

—Tengo el presentimiento de que no nos va a gustar este sitio.

—De todos modos, lo que yo quiero es volver a casa —replicó la muchacha.

Hablaban las dos animadamente, pero era evidente iban sin rumbo y ello les fastidiaba. Además, tampoco se trataba de tomar un rumbo cualquiera. Querían grandes emociones, no porque necesitaran reavivar unos nervios agotados, sino con una avidez de colegialas que por haber sacado buenas notas se hubieran ganado las vacaciones.

—Vamos a quedarnos tres días y luego regresamos. Voy a poner un telegrama inmediatamente para que nos reserven pasajes en el vapor.

Una vez en el hotel, la muchacha hizo las reservas en un francés correcto pero sin inflexiones, como recordado de tiempo atrás. En cuanto estuvieron instaladas en la planta baja, se acercó a las puertas-ventanas, por las que entraba una luz muy intensa, y bajó unos escalones hasta la terraza de piedra que se extendía a lo largo del hotel. Al andar se movía como una bailarina de ballet, apoyándose en la región lumbar en lugar de dejar caer el peso sobre las caderas. Afuera la luz era tan excesiva que creyó tropezar con su propia sombra y tuvo que retroceder: el sol la deslumbraba y no podía ver nada. A cincuenta metros de distancia, el Mediterráneo iba cediendo sus pigmentos al sol implacable; en el paseo del hotel, bajo la balaustrada, se achicharraba un Buick descolorido.

De hecho, en el único lugar en que había animación era en la playa. Tres ayas inglesas estaban sentadas haciendo punto al lento ritmo de la Inglaterra victoriana, la de los años cuarenta, sesenta y ochenta; confeccionaban suéteres y calcetines con arreglo a ese patrón y se acompañaban de un chismorreo tan ritualizado como un encantamiento. Más cerca de la orilla había unas diez o doce personas instaladas bajo sombrillas a rayas, mientras sus diez o doce hijos trataban de atrapar peces indiferentes en las partes donde había poca profundidad o yacían desnudos al sol brillantes de aceite de coco.

Cuando Rosemary llegó a la playa, un niño de unos doce años pasó corriendo por su lado y se lanzó al mar entre gritos de júbilo. Al sentirse observada por rostros desconocidos, se quitó el albornoz e imitó al muchacho. Flotó cabeza abajo unos cuantos metros y, al ver que había poca profundidad, se puso en pie tambaleándose y avanzó cuidadosamente, arrastrando como pesos sus piernas esbeltas para vencer la resistencia del agua. Cuando el agua le llegaba más o menos a la altura del pecho, se volvió a mirar hacia la playa: un hombre calvo en traje de baño que llevaba un monóculo la estaba observando atentamente y, mientras lo hacía, sacaba el pecho velludo y encogía el ombligo impúdico. Al devolverle Rosemary la mirada, se quitó el monóculo, que quedó oculto en la cómica pelambrera de su pecho, y se sirvió una copa de alguna bebida de una botella que tenía en la mano.

Rosemary metió la cabeza en el agua e hizo una especie de crol desigual de cuatro tiempos hasta la balsa. El agua iba a su encuentro, la arrancaba dulcemente del calor, se filtraba en su pelo y se metía por todos los rincones de su cuerpo. Se recreó girando una y otra vez en ella, abrazándola.

Él llegó jadeante a la balsa, pero al notar que la estaba mirando una mujer de piel bronceada que tenía unos dientes muy blancos, Rosemary, consciente de pronto de la excesiva blancura de su cuerpo, se dio la vuelta y se dejó llevar por el agua hasta la orilla. Cuando salía, le habló el hombre velludo de la botella.

—Oiga, ¿sabe que hay tiburones al otro lado de la balsa?

Era de nacionalidad imprecisa, pero hablaba inglés con un pausado acento de Oxford.

—Ayer devoraron a dos marineros ingleses de la flota que está en Golfe-Juan.

—¡Dios mío! —exclamó Rosemary.

—Vienen atraídos por los desechos de los barcos.

Puso los ojos vidriosos como para indicar que su única intención era ponerla en guardia, se alejó unos pasos con afectación y se sirvió otro trago.

Al advertir, sin que realmente le desagradara, que en el curso de esa conversación habían pasado a centrarse en ella algunas miradas, Rosemary fue a buscar un lugar donde sentarse. Era evidente que a cada familia le pertenecía el espacio de playa que había justo delante de su sombrilla; por otra parte, habla mucho visiteo y mucha charla de sombrilla a sombrilla: un ambiente de comunidad en el que habría pecado de presuntuoso el que hubiera intentado meterse. Algo más lejos, en una zona donde la playa se cubría de guijarros y algas secas, había un grupo de personas que tenían la piel tan blanca como ella. Estaban tumbadas bajo quitasoles de mano en lugar de sombrillas de playa y era evidente que no se sentían tan parte del lugar como el resto. Rosemary encontró un sitio entre la gente bronceada y la que no lo estaba y extendió su albornoz sobre la arena.

Así tendida, oyó al principio voces indistintas y sintió pies que le pasaban casi rozando el cuerpo y siluetas que se interponían entre el sol y ella. Notó en el cuello el aliento templado y nervioso de un perro fisgón; sentía que se le tostaba la piel ligeramente al calor del sol y hasta ella llegaba el apagado lamento de las olas que morían. Luego empezó a distinguir unas voces de otras y se enteró de que alguien a quien se llamaba despreciativamente «ese tipo, North» había secuestrado a un camarero de un café de Cannes la noche anterior con el propósito de partirlo en dos. La que avalaba esa historia era una mujer de pelo blanco que iba en traje de noche, claramente uno de los restos que habían quedado de la noche anterior, pues seguía llevando en la cabeza una diadema y en su hombro agonizaba una orquídea desanimada. A Rosemary le entró una vaga aversión hacia esa mujer y sus acompañantes y se dio la vuelta.

Al otro lado, muy cerca de ella, una mujer joven tendida bajo un dosel de sombrillas estaba confeccionando una lista a partir de un libro que tenía abierto sobre la arena. Se había bajado los tirantes del bañador y su espalda, que había adquirido un tono marrón rojizo tirando a anaranjado, brillaba al sol realzada por una sarta de perlas color crema. Tenía un rostro encantador, pero su expresión era dura y había algo en ella que movía a compasión. Cruzó la mirada con Rosemary sin verla. A su lado estaba un hombre bien parecido con gorra de jockey y un traje de baño a rayas rojas. También estaba la mujer que había visto en la balsa, que le devolvió la mirada y la reconoció, y un hombre de rostro alargado y cabellera aleonada y dorada, con un bañador azul y sin sombrero, que hablaba en tono muy serio con un joven de aspecto inconfundiblemente latino que llevaba un bañador negro; mientras hablaban, los dos recogían puñaditos de algas de la arena. Rosemary llegó a la conclusión de que casi todos eran americanos, si bien había algo en ellos que los hacía diferentes de los americanos que había conocido últimamente.

Pasado un momento se dio cuenta de que el hombre de la gorra de jockey estaba improvisando una pequeña representación para aquel grupo. Manejaba un rastrillo con aire solemne y removía la arena ostensiblemente en una especie de parodia esotérica que la gravedad de su expresión desmentía. La mínima derivación de la parodia producía hilaridad, hasta que llegó un momento en que cualquier cosa que dijera provocaba una carcajada. Todo el mundo, incluso los que, como ella, estaban demasiado lejos para entender lo que decía, había aguzado los oídos; la única persona en toda la playa que parecía indiferente era la joven del collar de perlas. Tal vez por el pudor del que se sabe propietario de algo que despierta la atención, respondía a cada nueva salva de risas agachándose más sobre la lista que estaba confeccionando.

De pronto le llegó a Rosemary desde el cielo la voz del hombre del monóculo y la botella.

—Es usted una nadadora excelente.

Ella rechazó el cumplido.

—Sí, magnífica. Me llamo Campion. Una señora que está conmigo me ha dicho que la vio la semana pasada en Sorrento, sabe quién es usted y le gustaría mucho conocerla.

Tratando de disimular su fastidio, Rosemary miró a su alrededor y vio que los no bronceados estaban expectantes. Se puso en pie de mala gana y fue a reunirse con ellos.

—La señora Abrams… la señora McKisco… el señor McKisco… el señor Dumphry…

—Sabemos quién es usted —dijo la mujer del traje de noche—. Es Rosemary Hoyt. La reconocí en Sorrento y le pregunté al recepcionista del hotel. Todos pensamos que es usted una absoluta maravilla y queremos saber por qué no está ya en América rodando otra de sus maravillosas películas.

Le hicieron sitio entre ellos con gestos exagerados. La mujer que la había reconocido no era judía, a pesar de su nombre. Era una de esas personas de edad «alegres y despreocupadas» que, bien conservadas a fuerza de hacer bien la digestión y no dejar que nada les afecte, se integran en la siguiente generación.

—Queríamos advertirle del peligro de que se queme el primer día de playa —continuó en tono animado—, porque su piel es importante, pero parece haber tanta estúpida etiqueta en esta playa que no sabíamos si se iba usted a molestar.