Capítulo 9

Desde aquella noche la percepción del tiempo por parte del señor White cambió para siempre.

Si hasta ese momento los días, los meses y los años habían transcurrido largos y pesados como rocas, tras la llegada de Jonás y su mujer comenzó a sentirlos cortos y ligeros como un parpadeo. Era como si cada vez que cerraba los ojos y luego volvía a abrirlos todo hubiera cambiado a su alrededor con extrema rapidez.

Un parpadeo y se vio saludando por primera vez a Leonor y el impacto que le causó: era bellísima, con una figura alta y esbelta que combinaba de una manera adorable con las formas chatas y redondeadas de su marido. Jamás sintió malestar en su presencia y si alguna vez le asaltó algún prejuicio este fue derribado con solo una sonrisa de aquella mujer. Otro parpadeo y la vio embarazada de su primer hijo. Tuvieron tres. Todos chicos. No había nada que hiciera más feliz al señor White que verlos corretear sin descanso por la casa. Subiendo y bajando las escaleras; husmeando por las habitaciones; saqueando los dulces de la cocina. A ellos, por su parte, les encantaba ver fumar al anciano, y este les preparaba pequeños espectáculos donde expulsando el humo de su pipa les hacía creer que de su boca surgían desde un barco surcando el océano hasta un castillo flotando en las nubes.

Otro parpadeo y celebraban su ochenta cumpleaños.

Sopló las velas y se dio cuenta de que hacía ya una década que Jonás, Leonor y los niños vivían en su casa. Ni se le pasó por la cabeza que también se cumplían los diez años desde que leyó su lista de preparativos para su inminente funeral. Estaba tan abrumado por todo lo que pasaba a su alrededor, que su obsesión con las últimas palabras, aunque sin desaparecer, había quedado relegada a un segundo plano. Jonás, por su parte, y a pesar de que el señor White ya no era tan estricto con las normas, continuó siguiéndolo cada mañana de habitación en habitación con la libreta en la mano y colocando la grabadora cuando se iba a dormir. Se había acostumbrado tanto a aquella rutina que vivir en la casa como un simple inquilino le era imposible.

Otro parpadeo. El hijo mayor de Jonás se independiza. Tiene veinticinco años. Jonás y Leonor cumplen los cincuenta y cinco. Y el señor White… el señor White cumple los noventa y cinco. Un par de años después, con lágrimas en los ojos, despide también a los otros dos hijos del matrimonio. Quedan ellos tres en la casa.

Cada cierto tiempo se reciben cartas o llamadas anunciando diversos fallecimientos. Se trata de antiguos conocidos que el señor White no ha visto desde hace décadas y que de esta forma descubre que definitivamente no los volverá a ver. Hay un día en el que ya no llegan más cartas, ni se reciben más llamadas. Ya no queda nadie más por enterrar. Solo el señor White, que esa primavera cumple noventa y nueve años.

Ese invierno Leonor enferma. Y un mes más tarde, a pesar de todos los esfuerzos, muere. Jonás queda destrozado. A petición del señor White la entierran dentro de la cripta que él había hecho construir para cuando llegara su momento. Los hijos de Jonás se reúnen con su padre y el anciano. Luego todos se despiden; y quedan ellos dos como los únicos habitantes de la casa. Como al principio.

Parpadeó de nuevo, y se encontró en el presente.

La mañana de un día especial. El día en el que cumplía cien años.

Sentado en la cama, pegado a su inseparable pipa, el señor White miraba por la ventana de su habitación en dirección al jardín. Recordaba cómo hace treinta años ese jardín se llenó de gente dispuesta a todo por convertirse en su secretario. Desde entonces nadie más lo había pisado. ¿Qué habría sido de ellos?

Sin dejar de mirar hacia allí, pensó en el primer candidato, en Paul S., y en su insólita muerte arrollado por un tren. ¿Qué habría sido de la viuda? ¿Recordaría alguna vez a su marido? ¿Y si lo hacía, cómo narraba su muerte después de tanto tiempo? ¿Cómo algo trágico, como algo vergonzoso, como algo cómico?

Luego pensó en Eleine, la segunda candidata, y en esos vasos de leche que se empeñaba en que bebiera. De qué manera tan extraña había sucedió todo. ¿A qué se debía la obsesión de aquella mujer? ¿Qué habría pasado si le hubiera hecho caso? ¿Se habría salvado ella? Preguntas sin respuesta.

Agudizó la vista y observó más allá del jardín, hacia el horizonte. La fuerza del sol de la mañana y la claridad del cielo hacían destacar todo lo que se extendía más allá de sus propiedades. Tras cruzar unos senderos, al fondo, justo a la izquierda de dos solitarias encinas, distinguió, largos y estrechos como palillos, las siluetas de los rascacielos de la gran ciudad.

Se sorprendió. Nunca se había fijado en ellos. Guiñó los ojos. Entre los edificios, cruzando la pesada atmósfera urbana, un avión.

Nunca había viajado en avión. Solo recordaba haber viajado un puñado de veces en tren, y algunas más en coche. Todo en su juventud. Pensó en qué se vería desde la ventanilla de uno de ellos. Qué otros horizontes se dibujarían y lo fácil que sería atravesarlos.

Se le hizo un pequeño nudo en el estómago. Alzó sus manos. Estaban arrugadas y llenas de manchas y desprendían un olor peculiar. Acercó la nariz. Olían a tabaco de pipa, a libros invadidos por la humedad, a habitación cerrada. Aquellas centenarias manos olían igual que el resto de su cuerpo. Olían a viejo.

Se abrió la puerta de su habitación, pero el señor White no se percató. Era Jonás Plim.

Para el secretario también habían pasado el tiempo. Ahora tenía sesenta y cinco años. Había ganado peso y arrugas y perdido pelo, pero su fondo permanecía inalterable. Saludó al anciano tal y como lo hacía desde hace treinta años. Con su tono sencillo, claro, sin dobleces.

—Buenos días, señorito.

El señor White siguió sin contestar. Jonás le habló un poco más alto.

—¡Buenos días! Aquí tiene su desayuno.

Colocó una enorme bandeja sobre el regazo del anciano. Este pareció despertar de su ensimismamiento. Miró a Jonás:

—Buenos días, hijo.

—Eche un ojo al desayuno a ver si ve algo distinto —le dijo Jonás.

—¿Cómo?

El señor White, al que nunca le habían gustado las sorpresas, arrugó sus pobladas cejas y regruñendo fue enumerando todo lo que veía.

—A ver… el zumo de pomelo, las dos tostadas, los dos cruasanes, la rodaja de sandía, la pera pelada… ¡Ah!

En una esquina de la bandeja, en un pequeño plato, había un trozo de tarta con una solitaria vela colocada en su centro.

Jonás acercó una cerilla y la encendió.

—Feliz cumpleaños, señorito.

—Gracias, hijo.

—Un siglo. Una vela. ¿No le parece? Sóplela.

El señor White observó la diminuta llama y se dispuso a soplar. Tragó saliva. Aspiró. Pero no pudo. Le temblaron los labios.

De pronto estiró la mano y agarró la manga de la camisa de Jonás y la arrastró hacia él.

—Jonás…

—¿Qué… qué le ocurre? —se sobresaltó Jonás—. ¿Qué le pasa?

—Tengo que pedirte perdón.

—¿Por qué? ¿De qué tendría usted que pedirme perdón?

—Y quiero que si me lo das sea porque lo sientas de verdad.

—¿Pero qué le sucede? Me está preocupando. ¿Se siente mal? ¿Qué le duele?

—Siento haber llamado mujerzuela a tu mujer —le dijo al fin.

—¿Cómo?

—Aquella vez, en la biblioteca.

—Pero señorito, de eso hace ya…

—Perdóname, por favor.

—No le entiendo…; está todo perdonado, pero no le entiendo…

Al escuchar a Jonás, el rostro del señor White cambió. De golpe, sus miles de arrugas se relajaron como si hubieran estado en tensión durante mucho tiempo. Aquel sencillo perdón parecía haber quitado un peso de encima al alma del anciano. Pero por su gesto otra espina, otra duda, arraigaba profunda en su ser. Miró el anciano de nuevo hacia la ventana, hacia la ciudad perdida en el horizonte. Y con voz calmada dijo:

—¿He malgastado mi vida, Jonás?

La serenidad con la que lo preguntó estremeció al secretario.

La vela de cumpleaños encendida sobre el trozo de tarta acompañó con su lento baile el silencio de ambos. Jonás se aclaró la voz.

—Pero ¿por qué dice eso, señorito? —consiguió decir tras un largo esfuerzo.

La mirada del señor White se desvió del horizonte y volvió hacia el interior de la habitación.

—Esta casa tiene muchos años, Jonás. Muchos más que yo. Cuando nací, ya hacía más de un siglo que la habían construido. Desde el punto de vista de un niño era como si siempre hubiera existido. Al retroceder en mi memoria hasta mi primer recuerdo, me doy cuenta de que no se trata de una imagen de mis padres, sino de esta casa: de sus pasillos, de sus largas escaleras, de su jardín. Siempre ha sido mi refugio. El lugar donde todas las penas podían aliviarse. Pero ¿ha sido así?

De los muebles y los cuadros la mirada del señor White se posó de nuevo sobre Jonás que, con el corazón en un puño, lo escuchaba sin comprender del todo sus palabras.

—Me encerré entre estas paredes pensando que aquí nada podría hacerme daño —continuó el anciano—. Ni la mentira, ni la traición, ni el odio, ni el desprecio, ni el desamor… Sí, Jonás —sonrió avergonzado—. El desamor. Esa es la causa de todos mis males, de mis prejuicios, de mis enfados, de mis suspiros. Todo por una mujer. Una mujer a la que amé… pero que no me correspondió. Y que yo no supe aceptar —la sonrisa se apagó—. Setenta años han transcurrido. Desde ese momento decidí que ya que no podía controlar lo que sucedía a mi alrededor, dominaría hasta el último detalle de mi interior. Sería el amo de cada uno de mis gestos, de mis pensamientos, de toda mi vida… y también de mi muerte; pero… el dolor… nunca se ha ido… sigue ahí… Hijo ¿por qué no actúe de otra forma? ¿Por qué no fui más valiente?

Sus ojos se abrieron de par en par y buscaron respuesta en los de Jonás.

El corazón de Jonás se encogió de tal forma que le faltó el aliento. El anciano le pedía una respuesta. Una respuesta que él no tenía. Le dolía tanto escuchar esas terribles dudas que le asaltaban como la serenidad con las que las enunciaba. Era el señor White de siempre, amable, bondadoso, algo ingenuo, pero ahora descubría la gran herida que había dentro de su alma; un alma que era como una isla tormentosa en busca de calma.

Por eso su obsesión con las últimas palabras, pensó, porque no quería despedirse de este mundo con un grito de angustia, con un sentimiento de culpa por lo no vivido.

—Respóndeme, hijo —repitió el señor White—.

Con las piernas temblequeando por los nervios, Jonás se sentó en la cama junto al anciano y le tomó la mano. Lo miró sin saber qué decir. ¿Por qué le había caído esa responsabilidad? ¿Quién era él para decidir si la vida de otra persona había tenido o no sentido?

«¿Sí o no?».

Eso parecía preguntarle el señor White con unos ojos en apariencia tranquilos, pero en el fondo similares a los de un preso cuando está a punto de escuchar la sentencia del juez. Unos ojos a punto de derrumbarse.

No quiso que eso ocurriera.

—Señorito —dijo con la mayor de las firmezas—, usted no ha vivido en vano.

Quiso continuar. Quiso decirle que había tenido una vida plena. Que si se refugió en la casa tal vez fue por miedo al dolor, por despecho, pero que eso nunca fue un error. Porque a pesar de haber vivido muchos años solo siempre buscó una compañía. Alguien que le escuchara, con el que pudiera hablar. Y que el azar había querido que esa persona fuera él; y que gracias a eso había compartido su vida y la de su familia con la suya durante tantos años. Y que nadie puede arrepentirse de eso.

Pero no hizo falta. Solo escuchando la primera frase, toda la angustia, todo el abismo abierto en el alma del señor White desapareció. Con rostro aún apenado, apretó con fuerza la mano de Jonás. Este lo miró con inquietud, desconociendo el efecto que sus palabras habían provocado. Cuando lo vio sonreír, su cuerpo se estremeció emocionado.

Luego los dos miraron hacia la bandeja del desayuno donde la vela del cumpleaños brillaba solitaria y casi consumida.

El señor White, sin esperar un segundo más, sopló.

Luego, con calma, tomó su desayuno. No dejó ni una gota del zumo, ni un pedazo de las tostadas o la fruta. Al final, como postre, degustó la tarta con gran apetito.

Al terminar, y mientras recogía la bandeja, Jonás le preguntó:

—¿Ha pedido algún deseo cuando ha soplado la vela, señorito?

—¡Misterio! —le replicó el anciano, guiñándole un ojo. Luego llevó la mano al bolsillo de su pijama donde siempre guardaba una bolsa con tabaco para su pipa. Pero descubrió que estaba vacía.

—¡Válgame el cielo! Se acabó el tabaco.

—Ahora mismo se lo traigo.

Salió Jonás de la habitación con ánimo renovado. Cuánto se alegraba de volver a ver al señor White de siempre. A este paso y con su salud, se dijo, el señorito llegará hasta los doscientos años, por lo menos. Tras fregar la bandeja y el resto de utensilios del desayuno en la cocina, se dirigió al salón y tomó una de las bolsas de tabaco del anciano. Al regresar a la habitación, el señor White seguía recostado en la cama con la pipa en la mano. Volvía a mirar hacia la ventana que daba al jardín.

—Aquí tiene, señorito —le dijo acercándole el tabaco.

Pero los ojos del anciano miraban de un modo distinto. Ya no se dirigían al jardín, ni a la ciudad en el horizonte. Sino a otro lugar mucho más lejano.

Jonás le tocó el hombro. La pipa que sostenía en la mano se deslizó entre sus dedos y cayó rodando por las sábanas.

—¿Señorito? —preguntó asustado Jonás.

Pero el señor White no respondió.