Capítulo 8

—«¡Que Dios se apiade de mi pobre alma!».

—Espere, señorito —exclamó Jonás Plim—, espere. Esa es…

—Vamos, Jonás.

—Es es… Esa es de… ¿Me la puede repetir?

—«¡Que Dios se apiade de mi pobre alma!».

—Esta es la del… la del escritor Poe ¿no?

—Edgar Allan Poe. El mismo.

—¡El borrachín!

—Alcohólico, Jonás. El pobre no tuvo mucha suerte en la vida.

—Ah…

Algunas noches, en la biblioteca de la casa, a la luz de una pequeña lámpara, con Jonás sentado en una silla y el anciano acomodado en su sillón de lectura, pipa en boca y un libro en el regazo, el señor White y Jonás Plim jugaban a un juego que, aunque algo macabro, les divertía profundamente: adivinar qué personaje había pronunciado unas determinadas palabras antes de morir.

El viejo White, aunque poseía varios libros recopilatorios sobre el tema y le gustaba tenerlos a mano, la mayoría de las veces recitaba las frases de memoria, poniendo a prueba la mente del joven Jonás para saber cuántos de los que le había dicho recordaba.

Por ejemplo, el señor White exclamaba: «Sobre la tierra hay millones de hombres que sufren, ¿por qué os preocupáis de uno solo?» y Jonás, tras un intenso razonamiento, respondía: «¡Tolstoi!», alegrándose cuando el viejo le decía que había acertado, aunque muchas veces no sabía del personaje más que el nombre.

«¿Tú también, hijo mío?»; Julio César.

«¡Libertad, libertad, libertad!»; William Wallace.

«Todo es aburrido»; Winston Churchill.

«Nunca debí cambiarme del scotch a los martinis»; Humphrey Bogart.

Cuando se equivocaba, Jonás se daba una palmada en la frente y se quejaba de que era imposible que esas frases las hubieran dicho esas personas en el momento exacto de morir. Eran demasiado perfectas. Lo más seguro, decía, es que sus amigos se las hubieran inventado para dejarlos en buen lugar. Ante tales acusaciones, el señor White respondía que todas eran cien por cien verídicas y que si habían perdurado en el tiempo no había sido gracias a ser inventadas, sino a que los moribundos tuvieron a un buen acompañante en su lecho que les supo escuchar. Como sería su caso llegado el momento. A esto el joven, con los brazos cruzados, incrédulo, replicó:

—Pero ¿está usted seguro de eso, señorito?

Tras Poe, llegaron Lord Byron («Ahora me iré a dormir, buenas noches») y Beethoven («¡Que los amigos aplaudan, la comedia ha terminado!»), los cuales Jonás no acertó ni aún poniendo todo su empeño. El señor White, preocupado, cerró el libro que le servía de guía y le dijo:

—Jonás, hijo, ¿qué te pasa hoy?

—Cosas, señorito.

—¿Qué cosas?

—Cosas —respondió el otro con un suspiro.

—No seas tímido, sabes que puedes contarme cualquier problema.

—Pues cosas de mujeres —respondió Jonás con aire resignado—. ¿De qué otra cosa podría tratarse?

Un gruñido se deslizó por la boca del señor White al descubrir que la preocupación de Jonás se debía a una mujer.

—Jonás, hijo —le dijo con tono instructivo—, te voy a dar un consejo que te servirá durante toda la vida: no te fíes de las mujeres. Nunca sabes por dónde te van a salir. Las mujeres son vanidosas y mentirosas, y le gustan los enredos, los cuchicheos. Un día piensan una cosa y al siguiente la contraria. Y siempre encuentran los peores momentos para decir las cosas más inoportunas. Y además…

—Me caso, señorito —le interrumpió Jonás—. Me caso la semana que viene.

—¿Cómo? —respondió el señor White, como si una realidad que él hasta ahora había ignorado se hubiera materializado de golpe—. ¿Con quién? En estos cuatro meses no has salido nunca de casa, y tampoco me has hablado de nadie, ni…

—Cinco meses, señorito. Estoy con usted desde hace cinco meses. Y en todo ese tiempo he ahorrado cada céntimo que me ha pagado para poder casarme con ella.

—¿Pero cómo la has conocido? —resopló el anciano—. ¿Cómo se llama?

—Nos conocimos hace cuatro años. Es del mismo lugar de donde vine yo. Estábamos prometidos cuando partí hacia aquí. Y se llama Leonor.

—Leonor… —repitió White apoyando unas temblorosas manos en los reposabrazos del sillón—. Entonces…, entonces te casas con ella. —Tragó saliva—. Te irás de aquí… Me abandonarás…

—No diga tonterías, señorito. Yo me quedaré con usted todo el tiempo que haga falta.

—¡Me abandonarás! ¡Ahora que la muerte está más cerca de mí que nunca!

—Alquilaremos una casa cerca de aquí. Trabajaré con usted por las mañanas y por las noches y los fines de semana estaré con ella.

—¿Pero entonces quién atenderá las tareas? ¿Quién me seguirá de habitación en habitación? ¿Quién velará mis sueños?

Con un enfado insólito en él, el señor White se levantó del sillón tirando el libro que reposaba en su regazo y se puso a dar vueltas por la biblioteca.

—Esto no me lo esperaba. Y justo ahora, cuando más débil me encuentro. Cuando ya noto el aliento de la Parca en mi nuca. Lo sé. No hay solución para este viejo. Moriré. Y el silencio será el único testamento que dejaré al mundo.

—No exagere, señorito. No me haga sentir peor de lo que ya me siento.

—¿Peor? ¿Tú? ¿Que tienes toda la vida por delante? ¿Que te vas a casar? ¿Que te irás a vivir con esa… mujerzuela?

Lo de mujerzuela disparó los nervios de Jonás Plim. Sabía que el anciano no se iba a tomar de la mejor de las maneras su casamiento, pero no que iba a injuriar de tal forma a la que iba a ser su esposa. Se levantó de la silla.

—No permito que hable así a mi Leonor, señorito. Insúlteme a mí todo lo que quiera, pero a ella no.

Su pecho ardía de furia.

—¿Y qué problemas tiene usted con las mujeres? —añadió—. Me ha hablado muy pocas veces de ellas, pero siempre de mala gana. Con resquemor. ¿Qué le ha pasado para que piense así? ¿De joven le dieron muchas calabazas? ¿Se enamoró de alguna especialmente mala? ¿Quiso casarse con una y le dijo que no?

Un anillo de humo, enorme y espeso, salió disparado de la boca del señor White con tal fuerza como si un pedazo de su alma se hubiera escapado dentro del mismo. Quedó petrificado. Solo sus ojos, que brillaban compungidos, mostraron el tremendo daño que esas palabras le habían hecho.

—Vete, Jonás —le dijo con la voz entrecortada—. Vete y sé feliz.

—Lo siento, señorito. Si por mis palabras ha recordado algo que no quería…

—¡No soy tu señorito! ¡Te lo he dicho mil veces! ¡Soy el señor White! ¡El duque! ¡El marqués! ¡El noble! Así es como debes dirigirte a mí. Y ahora fuera. ¡Fuera de aquí!

Jonás Plim, con las orejas rojas de enfado, dio la espalda al anciano. En dos zancadas llegó hasta la puerta de la biblioteca, la abrió y sin mirar atrás la cerró de golpe.

—Jonás…

El señor White, arrepentido de su comportamiento, quiso llamarlo, pero de su boca solo salió un quejido que se perdió entre las paredes de la estancia. Durante un minuto que le pareció más largo que un siglo quedó a solas. Oscuros pensamientos volvieron a martillear su mente. Viejos fantasmas reaparecieron deseosos de atormentarle.

Con las rodillas temblando de miedo apoyó una mano sobre el sillón. Con profundo sentimiento, lamentándose por aquel estúpido ataque de mal humor, dijo:

—No me importa que te cases, hijo. Es más, iba a decirte que si querías podías vivir aquí con ella. Pero soy un viejo idiota y tengo merecido todo lo malo que me pase.

La puerta de la biblioteca, como si el señor White hubiera pronunciado unas palabras mágicas, se abrió. Tras el marco apareció la achaparrada figura de Jonás Plim.

—¿Cómo ha dicho, señorito?

Una triste sonrisa se dibujó en los labios del anciano.

—Lo que has oído, hijo. Si quieres puedes vivir aquí con ella. La casa es grande y yo no molestaré demasiado.

Se acercó Jonás con paso lento hasta el señor White.

—¿No me estará gastando una broma, señorito?

—Claro que no.

—¿De verdad que no?

—No, hijo. Y es más. Cuando yo ya no esté, quiero que esta casa sea para ti.

Tras varias preguntas más por parte de un incrédulo Jonás Plim y más respuestas por parte del anciano, los dos callaron y se fundieron en un abrazo. El primero, según recordó después el señor White, que había visto aquella casa desde que vivía en ella.