El primer candidato se llamaba Paul.
Si nos atenemos a un cálculo puramente matemático, podemos decir que Paul S. (omitiremos su apellido para salvaguardar su memoria) ostentó el cargo de secretario del señor White durante trece horas. Algunas menos si descontamos las que pasó durmiendo sin saber que había sido elegido. Al contrario que el resto de personas que se presentaron en la casa del viejo, Paul S. envió la solicitud de empleo como quien compra un cupón de lotería: con muchas esperanzas pero con pocas probabilidades de ser agraciado. Aunque en este caso la buena fortuna, o la muy mala, según se mire, hizo que fuera uno de los elegidos. Al conocer la noticia, aún medio dormido y en pijama, salió al balcón de su casa y alzando a la voz gritó a los cuatro vientos: «¿Quién es el inútil ahora? ¿Eh, mundo?», exclamación que se escuchó en todo el vecindario y que nadie respondió.
Luego abrazó a su mujer y a su hijo. Ellos lo miraron orgullosos, con los ojos humedecidos por las lágrimas y con ese chispazo tan especial en las pupilas que otorga la codicia más desmesurada.
—¿Cuánto crees que tardará en estirar la pata, cariño?
—No lo sé, cielo.
—¿Cobrarás mucho, papá?
—No lo sé, hijo.
Paul S. mantenía las expectativas bajas. No era bueno dejarse llevar por la euforia. Lo único en lo que pensó fue en vestirse y en coger el tren que le llevaría hasta la casa del anciano. Se despidió de su familia, que le obsequiaron con nuevas muestras de orgullo y admiración, y con una maleta en la mano como único equipaje se encaminó hacia su enigmático porvenir.
Hasta llegar a la estación Paul mantuvo la mente fría. El tren en el que tenía que subir aún no había llegado y se paseó pensativo por el andén, evitando que el éxito se le subiera a la cabeza. Sopesó con frialdad los pros y los contras de la situación.
Aguantar a un anciano, se dijo, no es cosa fácil. Todos al final de sus vidas se vuelven niños otra vez. Caprichosos, egoístas, dependientes. Y seguro que el señor White es uno de esos. Si quiero evitar molestias lo mejor será que haga lo mejor posible mi trabajo y el resto del tiempo sonría, asienta y alabe todas las ocurrencias del anciano. Al fin y al cabo voy a ser su secretario, no su enfermero.
Pero ¿y si acababa convirtiéndose también en su enfermero? El señor White, por lo que se sabía, vivía solo y si en algún momento necesitaba de su ayuda no tendría más remedio que prestársela. Tal vez tuviera que acompañarlo en sus paseos o hacerle la comida. Y cuando su salud empeorase ayudarle a vestirse y desvestirse y, horror, a lavarse. Sintió un escalofrío.
Aunque lo más fastidioso para Paul no era todo aquello. Lo peor era la idea de tener que velar al señor White en sus últimos momentos. Seguir paso a paso la agonía de su cuerpo y ser el que cerrara sus ojos cuando todo hubiera acabado. Un instante que estaba a la vuelta de la esquina, según todos los rumores.
Sin embargo, dedujo, cuando el señor White muriese, se haría realidad la frase del anuncio del periódico: llegaría la gran gratificación. Como al resto de los interesados en aquel puesto, a Paul S. lo que menos le interesaba era trabajar, lo único importante era hincar el diente en el dinero del señor White.
De repente sintió un vértigo en el estómago.
Fue como si la tierra se hubiera abierto de golpe y hubiera caído dentro de un pozo. Notó un terrible dolor en la espalda. Esto le confundió. Un agudo silbido indicó que el tren, su tren, entraba en la estación. Abrió los ojos, porque hasta ahora había caminado con los ojos cerrados, y miró al suelo. Alargó la mano y tocó la grava que lo cubría. Que extraño, pensó, juraría que el suelo era de ladrillo. El silbido del tren volvió a escucharse, ahora más cerca. Se levantó, cosa que también le extrañó porque creía que hace un segundo estaba de pie, y miró hacia arriba. A un par de metros sobre su cabeza, una decena de rostros lo miraban con una extraña expresión. Unos parecían gritarle y otros le hacían gestos con las manos para que se moviera. Todos horrorizados. Paul S. giró la cabeza de nuevo hacia el suelo y fue entonces cuando distinguió entre la grava las vías del tren. Comprendió. Se había caído del andén. El silbido del tren surgió de nuevo, más próximo y estridente. Miró al frente y vio cómo los vagones recorrían implacables los metros que los separaban del extremo de la vía donde él se encontraba.
Extendió sus manos. A los viajeros que observaban la escena desde la seguridad del andén les parecieron diminutas. Vieron cómo las interponía entre el tren y su cuerpo, y cómo, por alguna idea insólita en su mente, parecía estar convencido de que podía detenerlo. El vagón del tren, con paso lento, avanzó el resto del trayecto y con un solemne plom chocó con el tope de la vía, anunciando su llegada a la estación.
No entraremos en detalles sobre el estado en que quedó el cuerpo de Paul S., ni las horas que se tardó en separarlo de las vías. Solo decir que dos días más tarde el señor White, gracias a una carta de la viuda del fallecido, supo lo ocurrido. Después de leer y releer asombrado las líneas, se sentó en su sillón y con aire pensativo expulsó una docena de anillos de humo con su pipa. Luego la despegó de sus labios y en un tono de profunda reflexión dijo:
—Válgame el cielo. Este desgraciado accidente solo puede significar una cosa: la muerte ya me ronda, ya me ronda…