En los periódicos del día siguiente, en la sección de anuncios, entre venta de pisos a mitad de precio y escasas ofertas de trabajo, apareció un texto a doble página e impreso con caracteres enormes que rezaba así:
«SE PRECISA SECRETARIO. PERSONA RESPONSABLE Y CON BUEN OÍDO. NO ES NECESARIA EXPERIENCIA. INCORPORACIÓN INMEDIATA. GRAN GRATIFICACIÓN. URGENTE. SEÑOR W.».
El mensaje, en apariencia sencillo, llamó la atención a todo aquel que lo leyó. ¿Quién era ese señor W.? ¿En qué consistía exactamente el trabajo? ¿Porqué se exigía tener buen oído? La gente, con lo que afirmaban unos y lo que pensaban otros, fueron poco a poco uniendo distintas informaciones hasta dar con la solución. Aquel señor W. solo podía ser el señor White, el viejo conde, duque o marqués, nadie lo sabía con certeza, que vivía en esa enorme casa a las afueras de la ciudad.
—¡El viejo se muere! ¡Se muere!
—¡Va a palmarla! ¡La espicha!
—¡Pues ya era hora!
—Entonces lo que busca no es un secretario… ¡Es un heredero!
—¡Pues yo voy hacía allí!
—¡Y yo!
—¡Apartad, imbéciles, yo llegaré primero!
Tras aquellas frases, que se repitieron con rapidez a lo largo y ancho del país, la siguiente imagen fue la de varios centenares de personas dirigiéndose en masa hacia el hogar del anciano. Hombres, mujeres, ancianos y niños, de toda clase y condición y venidos de los lugares más dispares, se agolparon a las puertas de la vivienda en una encarnizada lucha por ser los primeros en ser entrevistados. Las peleas fueron violentas y continuas y en la confusión llegaron a desenfundarse pistolas y a relucir navajas, saliendo más de uno de allí con plomo en una pierna o un tajo en la oreja.
Ignorante de lo que ocurría en el exterior, el señor White miraba a la muchedumbre por la ventana de su despacho y se alegraba de que tantos de sus vecinos se hubieran acordado de él en sus últimos momentos. Miró abrumado la lista con los nombres de los candidatos y contó en total más de novecientos. Imposible entrevistarlos a todos, pensó; aunque lo cierto es que cualquiera podía ser el idóneo para el trabajo: su deber solo consistiría en acompañarlo y vivir junto a él hasta el momento de su muerte, cosa que podía ocurrir en cualquier momento, y registrar, al igual que lo haría un notario, sus últimas palabras.
Ya que el tiempo, siempre despreocupado de los problemas humanos, avanzaba sin descanso el señor White no tuvo más remedio que elegir al azar tres nombres y pedir que el destino, en el plazo más breve posible, le dijera quién era el merecedor de ser el guardián de sus palabras.
Salió a la terraza y todo el gentío aplaudió su aparición.
—¡Viva el señor White!
—¡Viva!
—¡Qué joven está!
—¡Nos enterrará a todos, jajaja!
El corazón de natural bondadoso del señor White hizo que se le escapara una lágrima ante aquellos espontáneos gritos de júbilo. Se sentía amado, pero también sentía una pequeña pena al saber que toda aquella gente también lloraría cuando dentro de poco partiera al lugar de donde nadie vuelve.
Moviendo su mano arriba y abajo, el señor White calmó a la enfervorecida masa y apartando su pipa de la boca leyó los nombres de los tres candidatos.
Al ser escuchados, los vítores y salves al grande y generoso señor White se esfumaron de golpe. Fue como si nunca hubieran sido pronunciados. La multitud, que hasta ahora había actuado como una colmena de alegres abejas, de pronto se transformó en un cementerio, todos inmóviles y en silencio.
Tras un minuto de violenta tensión, que el señor White tomó como una sentida admiración a la forma en que había resuelto el problema, todos se retiraron y regresaron a sus casas, no sin dejar a cada paso una ristra de maldiciones y amenazas que la distancia y la bondad del viejo no le permitieron comprender.
Todo quedó así en orden, y a la mañana siguiente, después de haber rezado toda la noche para que la muerte no se lo llevara justo en aquel momento, el señor White esperó la llegada del primer candidato.
Pero la mala suerte, caprichosa, complicó todo de la peor de las maneras.