2

De vuelta en su edificio, Chad subió la escalera a la carrera. Le embargaba la certeza de que ella no estaría allí. La había visto vagamente huir a toda pastilla, y las madres apenas le habían echado una rápida ojeada; convergían hacia la víctima escogida, un niño de tal vez cuatro años, pero aun así le invadía la certeza de que no estaría allí y de que pronto recibiría una llamada comunicándole que su mujer estaba en la comisaría, donde se había derrumbado y confesado todo, incluyendo su implicación en el asunto. Y lo que era peor, la implicación de Winnie, certificando por tanto que todo había sido en balde.

La mano le temblaba de un modo tan terrible que no fue capaz de introducir la llave en la ranura; el objeto charló alocadamente con la placa de la cerradura sin siquiera acercarse a esta. En mitad del proceso de soltar la bolsa de papel (ahora terriblemente arrugada) que contenía la videocámara para poder estabilizar su mano derecha con la izquierda, se abrió la puerta.

Nora vestía ya unos tejanos cortados y un top de concha, las prendas que había llevado puestas debajo de la falda larga y el blusón. El plan había consistido en que ella se cambiara en el coche antes de alejarse conduciendo. Dijo que podría hacerlo a la velocidad del rayo, y parecía haber estado en lo cierto.

La rodeó con los brazos y la apretó tan fuerte contra sí que oyó un golpe sordo cuando ella se le abalanzó encima; no fue exactamente un abrazo romántico.

Nora lo soportó durante un momento, entonces dijo:

—Sal del pasillo. —Y en cuanto se cerró la puerta al mundo exterior, añadió—: ¿Lo tienes grabado? Dime que sí. Llevo aquí casi media hora volviéndome loca.

—Yo también estaba preocupado. —Se apartó el pelo de la frente, donde sentía la piel caliente y febril—. Norrie, estaba muerto de miedo.

Ella le arrebató la bolsa de las manos, espió en su interior y luego le observó fijamente. Se había deshecho de las gafas de sol y sus ojos azules ardían.

—Dime que lo tienes.

—Sí. O sea, creo que sí. Debo de tenerlo. Todavía no lo he comprobado.

Su mirada se encendió aún más.

—Más te vale. Más te vale. El tiempo que no he estado andando de aquí para allá me lo he pasado en el baño. No he parado de tener retortijones.

Se acercó a la ventana y miró al exterior. Chad se unió a ella, temeroso de que supiera algo que él desconocía. Pero solo vio a los peatones habituales yendo de un lado a otro.

Se volvió nuevamente hacia su marido, y esa vez le agarró los brazos. Las palmas estaban mortalmente frías.

—¿Está bien? ¿El niño? ¿Viste si estaba bien?

—Está bien —respondió Chad.

—¿Estás mintiendo? —preguntó a voz en grito—. ¡Más te vale que no me mientas!

—Te he dicho que está bien. Se puso de pie antes de que las madres llegaran. Berreando a más no poder, pero yo mismo a su edad lo pasé peor cuando me golpeé en la nuca con un columpio. Tuve que ir a urgencias y me dieron cinco pun…

—Le pegué mucho más fuerte de lo que pretendía. Tenía miedo de que si refrenaba el puñetazo… de que si Winnie veía que lo refrenaba… que no pagaría. Y la adrenalina… ¡Dios! ¡Es un milagro que no le arrancara la cabeza al pobre chiquillo! ¿Por qué he tenido que hacerlo? —Pero no lloraba, y no parecía arrepentida. Parecía furiosa—. ¿Por qué me lo has permitido?

—Yo nunca…

—¿De verdad viste que se levantaba? Porque le pegué mucho más fuerte de lo que… —Se dio la vuelta, apartándose de él, se acercó a la pared, contra la que clavó la frente, y entonces se volvió—. ¡Fui a un parque y le pegué un puñetazo en la boca a un niño de cuatro años! ¡Por dinero!

En un momento de inspiración, Chad dijo:

—Creo que está en la cinta. Cuando el niño se pone de pie, quiero decir. Podrás verlo por ti misma.

Nora atravesó volando la estancia.

—¡Ponla! ¡Quiero verla!

Chad encontró el cable que Charlie le había facilitado. Luego, tras un ligero titubeo, reprodujo la cinta en el televisor. Efectivamente, había grabado al niño mientras se levantaba del suelo, justo antes de ponerse a gritar como un poseso y alejarse. El niño presentaba un aspecto apabullado, y por supuesto lloraba, pero por lo demás parecía bien. Sangraba en abundancia por el corte en los labios, pero solo un poco por la nariz. Chad supuso que la nariz sangrante había sido resultado de la caída.

No es más grave que cualquier accidente común en un columpio —pensó él—. Ocurren todos los días a millares.

—¿Ves? —le preguntó—. Está bi…

—Pásala otra vez.

Lo hizo. Y cuando Nora le pidió que la reprodujera una tercera vez, y una cuarta, y una quinta, también obedeció. En algún momento, fue consciente de que ella ya no miraba para ver al niño levantarse. Ni él tampoco. Observaban la caída. Y el puñetazo. El puñetazo propinado por la bruja loca de pelo rojo con las gafas de sol. La que se acercó y perpetró su agresión y a continuación despegó con alas en sus zapatillas deportivas.

—Creo que le hice saltar un diente —observó ella.

Chad se encogió de hombros.

—Buenas noticias para el ratoncito Pérez.

Después del quinto visionado, ella dijo:

—Quiero quitarme este color rojo del pelo. Lo odio.

—Claro…

—Pero primero llévame al dormitorio. Y no hables. Tan solo hazlo.

No cesaba de pedirle que empujara más fuerte, rodeándolo con las caderas levantadas hacia arriba, casi a modo de cinturón, como si corcoveara resistiéndose a ser montada. Pero ni así ella llegaba.

—Pégame —le pidió.

La abofeteó, sobrepasados ya los límites de la racionalidad.

—Puedes hacerlo mejor que eso. ¡Pégame, joder!

La golpeó con más fuerza. Se le rajó el labio inferior. Ella se embadurnó los dedos con sangre. Mientras lo hacía, alcanzó al orgasmo.

—Muéstramelo —pidió Winnie. Eso fue al día siguiente. Se hallaban en el estudio.

—Enséñame el dinero. —Una frase famosa. Solo que no podía recordar su procedencia.

—Después de ver el vídeo.

La cámara seguía en la bolsa de papel arrugada. La extrajo, junto con el cable. Él tenía un pequeño televisor en el estudio, y lo conectó al aparato. Pulsó el PLAY, y observaron a la mujer de la gorra de los Mets, sentada en un banco del parque. Detrás de ella, unos pocos niños jugaban. Detrás de ellos, las mamás hablaban de chorradas de mamá: saltos de cama, obras que habían visto o que iban a ver, el nuevo coche, las próximas vacaciones. Bla-bla-bla.

La mujer se levantó del banco. La cámara se aproximó en un zoom entrecortado. La imagen se estremeció brevemente y entonces se estabilizó.

Nora apretó el botón de pausa. Eso había sido idea de Chad, y ella asintió de conformidad. Confiaba en Winnie, pero solo hasta cierto punto.

—El dinero.

Winnie sacó una llave del bolsillo del suéter de cárdigan que llevaba puesto. La empleó para abrir el cajón central de su escritorio, cambiándosela a la mano izquierda cuando la derecha, parcialmente paralizada, no pudo completar la acción.

No le entregó un sobre, después de todo. Se trataba de una caja de tamaño medio de Federal Express. Miró en su interior y vio fajos de billetes de cien, cada uno de los fajos asegurados con una goma elástica.

—Está todo ahí, más un bonus —dijo él.

—Muy bien. Contempla lo que has comprado. Lo único que has de hacer es pulsar el PLAY. Estaré en la cocina.

—¿No quieres verlo conmigo?

—No.

—¿Nora? Aparentemente tú también has sufrido un pequeño accidente. —Se palpó la comisura de la boca, el lado que aún se torcía ligeramente hacia abajo.

¿Le había parecido que tenía cara de oveja? Qué estúpida había sido. Qué ciega. Tampoco era un rostro de lobo, no realmente. Era algo entremedias. Un rostro canino, quizá. El rostro de un perro que primero mordería y luego echaría a correr.

—Me tropecé con una puerta —dijo ella.

—Ya veo.

—Muy bien, lo miraré contigo —accedió, y se sentó. Ella misma apretó el botón de PLAY.

Vieron el vídeo dos veces, en completo silencio. La duración era de unos treinta segundos. Eso equivalía a unos seis mil seiscientos dólares el segundo. Nora había efectuado el cálculo.

Después de la segunda reproducción, Winnie pulsó el STOP. Ella le enseñó cómo expulsar la pequeña cinta.

—Esto es para ti. La cámara tiene que regresar al tipo al que mi marido se la pidió prestada.

—Entiendo. —Le brillaban los ojos—. Tendré que enviar a la señora Granger a comprarme otra cámara para futuros visionados. ¿O tal vez quieras ocuparte tú de ese recado?

—Yo no. Hemos terminado.

—Oh. —No parecía sorprendido—. Muy bien. Pero si me permites una sugerencia… es posible que quieras buscar otro empleo. Así nadie encontrará raro que empecéis a pagar vuestras facturas pendientes a toda velocidad. Me preocupo por tu bienestar, querida.

—Estoy segura. —Desconectó el cable y lo volvió a meter en la bolsa, junto con la cámara.

—Y no os marchéis a Vermont demasiado pronto.

—No necesito tu consejo. Me siento sucia y tú eres el motivo.

—Pues no dejes que te atrapen y nadie lo sabrá jamás. —El lado derecho de su boca estaba caído, el lado izquierdo alzado en lo que podría haber sido una sonrisa. El resultado era una serpentina con forma de ese por debajo del pico de su nariz. Ese día su pronunciación era muy clara. Lo recordaría y cavilaría sobre ello. Como si lo que él llamaba pecado hubiera resultado ser una terapia—. Y Nora… ¿sentirse sucia es siempre algo malo?

No tenía ni idea de cómo responder a eso.

—Solo pregunto —dijo él—, porque la segunda vez que has pasado la cinta, te observaba a ti en lugar de ver la película.

Recogió la bolsa que contenía la cámara de Charlie Green y se encaminó hacia la puerta.

—Que te vaya bien, Winnie. La próxima vez asegúrate de contratar a una fisioterapeuta verdadera además de a una enfermera. Puedes permitírtelo. Y cuida de esa cinta. Por el bien de ambos.

—Eres imposible de identificar, querida. E incluso en caso contrario, ¿le importaría a alguien? —Se encogió de hombros—. No representa una violación, ni un asesinato, después de todo.

Se quedó parada en el umbral, deseando marcharse, pero aún curiosa. Aún curiosa.

—Winnie, ¿cómo conciliarás esto con tu Dios?

El reverendo se rió entre dientes.

—Si un pecador como Pedro Simón pudo salir adelante y fundar la Iglesia católica, mis expectativas no son tan malas.

—¿Pedro Simón guardó una cinta de vídeo para mirarla en las frías noches de invierno?

Eso, finalmente, lo silenció, y Nora se fue antes de que él pudiera encontrar su voz de nuevo. Se trataba de una pequeña victoria, pero era una a la que se aferraba ávidamente.

Una semana más tarde, el reverendo llamó al apartamento y le dijo que sería bienvenida si decidía regresar, al menos hasta que ella y Chad se marcharan a Vermont.

—Te echo de menos, Nora.

Ella no dijo nada.

Su voz se derrumbó.

—Podríamos ver la cinta otra vez. ¿Te gustaría hacerlo? ¿Te gustaría ver la cinta de nuevo, al menos una vez?

—No —contestó ella, y colgó.

Se dirigía a la cocina para preparar té, pero entonces se sintió desfallecer por momentos. Se desplomó en el rincón de la sala de estar, se dobló y colocó la cabeza entre las rodillas levantadas. Esperó a que el vahído remitiera. Al cabo de un rato se desvaneció.

Consiguió trabajo como enfermera de la señora Reston. Solo veinte horas semanales, y la paga no era comparable a la que ganaba como empleada del reverendo Winston, pero el dinero ya no era un problema, y el trayecto era sencillo: un tramo de escaleras. Y lo mejor de todo: la señora Reston, que sufría de diabetes y de problemas cardíacos leves, era una cabeza de chorlito adorable. A veces, sin embargo, especialmente durante sus interminables monólogos acerca de su difunto esposo, la mano de Nora ardía en deseos de abofetearla.

Chad mantuvo su nombre en la lista de profesores suplentes, pero recortó sus horas lectivas. Reservó la mayoría de ese recién descubierto tiempo libre para trabajar en Viviendo con animales. Las páginas empezaron a amontonarse.

Una o dos veces se preguntó a sí mismo si ese nuevo material era tan bueno, tan vigoroso, como el realizado antes del día de la videocámara, y se respondía que dicha cuestión solo se le había ocurrido porque alguna anticuada y falsa noción de castigo se alojaba en su mente. Como un grano de maíz entre dos muelas traseras.

Doce días después del suceso en el parque, llamaron a la puerta del apartamento. Cuando Nora abrió, había allí un policía parado.

—¿Sí? —preguntó, y pensó tranquilamente: Lo confesaré todo. Y después de que las autoridades hayan hecho conmigo lo que sea que hagan, iré a ver la madre de ese chico, daré la cara, y le diré: «Pégueme con su mejor golpe, mamá. Nos hará un favor a ambas».

El policía comprobó su libreta.

—Si este es el 3-C, eso la convierte en la señora Callahan.

—Sí, soy la señora Callahan.

—Señora, me gustaría formularle algunas preguntas. Investigamos a un asaltante que está actuando en el vecindario. Hirió gravemente a un anciano la noche pasada. ¿Me permite enseñarle algunas fotografías?

—Desde luego, pero no he visto…

—Estoy seguro.

El policía sonrió abiertamente para mostrarle lo estúpido que resultaba todo aquello. Ella pensó que tenía una sonrisa atractiva. Pensaba además que eso bien podría ser un pretexto. Ofrecer una buena imagen a la sospechosa. Evaluarla.

Pero en cuanto hubo mirado las ocho fotografías sin reconocer a ninguno de los hombres, él asintió con la cabeza y las guardó de nuevo.

—¿Cree que su marido debería examinarlas?

—Lo dejo a su elección, pero él no se fijaría ni en un hombre bicéfalo a menos que tropezaran el uno con el otro en plena calle. —La invadió una sensación de vértigo producto del alivio, pero una parte de ella continuaba preguntándose si existía allí alguna otra orden del día en ejecución. Ella era una asaltante, después de todo.

—Eso he oído. Pero si usted ve a alguien en el vecindario que se parezca a alguna de las personas de las fotos que le he mostrado…

—Le llamaré a usted primero… —Miró el nombre de la placa—. Agente Abromowitz.

—Hágalo —dijo él con una sonrisa.

Esa noche, en la cama.

—¡Dame otra más!

Como si no se tratara de una relación sexual, sino de algún juego de cartas de pesadilla.

—No.

La mujer estaba encima, convirtiéndole a él en presa fácil. El sonido de la mano de ella en la mejilla del hombre fue como la detonación de una pistola de aire comprimido.

Chad le devolvió la bofetada sin pensar. Ella empezó a llorar. Él se lo había hecho. En la calle, la alarma del coche de alguien empezó a sonar.

Viajaron a Vermont en enero. Fueron en tren. Era encantador, como el dibujo de una postal. Vieron una casa que les gustó a ambos a unos treinta kilómetros a las afueras de Montpelier. Se trataba solo de la tercera que miraban.

La agente inmobiliaria se llamaba Jody Enders. Una persona muy agradable, pero que no cesaba de mirar el ojo derecho de Nora. Al final, con una corta risita embarazosa, Nora dijo:

—Me resbalé en un trozo de hielo mientras montaba en un taxi. Debería haberme visto la semana pasada. Parecía una mujer maltratada en un anuncio contra la violencia de género.

—A duras penas veo el ojo —dijo Jody Enders. Después, tímidamente, añadió—: Es usted muy hermosa.

Chad pasó el brazo alrededor de los hombros de Nora.

—Opino lo mismo.

—¿A qué se dedica, señor Callahan?

—Soy escritor —contestó.

Pagaron una señal por la casa. En el contrato de préstamo, Nora marcó FINANCIACIÓN POR EL PROPIETARIO. En la casilla de DETALLES, escribió simplemente: Ahorros.

Un día de febrero, mientras empaquetaban para la mudanza, Chad fue a Manhattan para ver una película en el Angelika y cenar con su agente. El oficial de policía Abromowitz le había entregado a Nora su tarjeta. Ella le telefoneó y él se pasó por el apartamento y follaron en el dormitorio casi vacío. Fue bueno, pero habría sido mejor si la mujer le hubiera persuadido para que la pegara. Se lo pidió, pero él no accedió.

—¿Qué clase de dama loca eres? —le preguntó en ese tono de voz que la gente usa cuando quiere decir: «Estoy de broma, pero no del todo».

—No lo sé —respondió Nora—. Todavía trato de averiguarlo. Vivimos y aprendemos, agente Abromowitz.

—¿De verdad?

Tenían programada la mudanza a Vermont para el 29 de febrero. El día anterior (el que habría sido el último día del mes en un año ordinario) sonó el teléfono. Era la señora Granger, el ama de llaves del pastor emérito Winston. Tan pronto como Nora registró el tono taciturno de la mujer, supo por qué había llamado, y su primer pensamiento fue: ¿Qué has hecho con la cinta, cabrón?

—El obituario dirá «fallo renal» —informó la señora Granger con la voz lánguida de un muerto—, pero entré en su cuarto de baño. Todos los frascos de medicina estaban abiertos y habían desaparecido demasiadas pastillas. Creo que se suicidó.

—Puede que no —dijo Nora. Hablaba con su voz más tranquila, más segura, con sus mejores modales de enfermera—. Lo más probable es que estuviera confuso de la cantidad que había tomado. Incluso podría haber sufrido otro derrame cerebral. Uno pequeño.

—¿De verdad cree eso?

—Oh, sí —respondió Nora, y tuvo que reprimir el impulso de preguntarle a la señora Granger si había visto por allí una nueva videocámara. Posiblemente enchufada al televisor de Winnie. Habría sido demencial formular tal pregunta. Pero de todas formas, casi lo hizo.

Esa noche, en la cama. Su última noche en Brooklyn.

—Tienes que dejar de preocuparte —dijo Chad—. Si alguien encuentra la cinta, posiblemente ni la miren. Y si lo hacen, las probabilidades de que la relacionen contigo son muy pequeñas, casi infinitesimales. Además, seguro que el niño ya lo ha olvidado a estas alturas. Y también la madre.

—La madre estaba allí cuando una loca asaltó a su hijo y salió huyendo —replicó Nora—. Nunca lo olvidará.

—De acuerdo —dijo él en un tono de voz ecuánime que le provocó deseos de hincarle la rodilla en las pelotas.

—Quizá debería pasarme y ayudar a la señora Granger a ordenar el lugar.

La miró como si hubiera perdido la cabeza, y entonces dio media vuelta, apartándose de ella.

—No hagas eso —rogó.

—Venga, Chad.

—No —dijo él.

—¿No? ¿Qué quieres decir? ¿Por qué?

—Porque sé en lo que estás pensando.

Ella le pegó. Un buen porrazo en la parte posterior del cuello. Él dio media vuelta y alzó un puño.

—No hagas eso, Nora.

—Vamos —dijo ella—. Lo estás deseando.

Casi lo hizo. Nora vio cómo temblaba. Entonces Chad bajó la mano y estiró los dedos.

—Ya no más.

La mujer no dijo nada, pero pensó: «Eso es lo que tú crees».

Chad terminó Viviendo con animales en julio y envió el manuscrito a su agente. Siguieron a continuación una serie de e-mails y de llamadas telefónicas. Chad dijo que Ringling parecía entusiasmado. De ser así, Nora imaginaba que debía de haberse guardado la mayor parte de ese entusiasmo para las llamadas telefónicas. Lo que ella percibía en los e-mails era un prudente optimismo, en el mejor de los casos.

En agosto, a petición de Ringling, Chad reescribió algunos fragmentos. Mantuvo silencio acerca de esa parte del trabajo, señal de que no todo iba bien. Pero se ciñó a ello. Nora apenas lo notó. Estaba absorta en su jardín.

En septiembre, Chad insistió en ir a Nueva York, y se paseó impaciente por el despacho de Ringling mientras el hombre hacía llamadas de teléfono a los siete editores a los que había enviado el manuscrito. Nora sopesó la idea de visitar algún bar de Montpelier y pescar a alguien (podrían ir a un Motel 6), pero no lo hizo. En cambio, se afanó en su jardín.

Fue mejor así. Chad tomó un avión de vuelta esa tarde en lugar de pasar la noche en Nueva York como había planeado. Había bebido y manifestaba estar contento. Tenía un acuerdo verbal sellado con un apretón de manos. Nombró a un editor del que ella nunca había oído hablar.

—¿Cuánto?

—Eso no importa, muñeca. —La palabra «eso» brotó como «essho», y solo la llamaba muñeca cuando estaba borracho—. Les encanta de veras el libro, y es lo que importa. —Se dio cuenta de que cuando Chad bebía sonaba un poco como Winnie en los primeros meses posteriores a la apoplejía.

—¿Cuánto?

—Cuarenta mil dólares. —«Dólaguessh». Ella rompió a reír.

—Probablemente yo me gané esa cantidad solo en el camino del banco a los columpios. Lo calculé la primera vez que vimos…

No vio venir el golpe, y en realidad ni siquiera lo sintió. Se produjo un enorme chasquido en su cabeza, eso fue todo. Acto seguido yacía en el suelo de la cocina, respirando a través de la boca. Le había roto la nariz.

—¡Puta! —gritó; se echó a llorar.

Nora se sentó. La cocina parecía efectuar un largo círculo de borracho a su alrededor antes de estabilizarse. La sangre goteaba sobre el linóleo. Se hallaba pasmada, en un estado de dolor, llena de júbilo, rebosante de vergüenza y de hilaridad.

—Eso es, cúlpame a mí. —Su voz sonaba nebulosa, desternillante—. Échame la culpa y después llora hasta que se te sequen los ojitos.

Ladeó la cabeza como si no la hubiera oído, o como si no diera crédito a lo que acababa de escuchar; entonces apretó el puño y lo echó hacia atrás.

Ella alzó el rostro, con su ahora sinuosa nariz indicando el camino. Una barba de sangre se dibujaba en su mentón.

—Vamos —le animó—. Es la única cosa en la que eres medio bueno.

—¿Con cuántos hombres te has acostado desde aquel día? ¡Dímelo!

—Acostarme, con ninguno. Follar, con una docena. —Mentira, en realidad. Solo habían sido el policía y un electricista que había ido a casa un día en que Chad fue a la ciudad—. Asesta un buen mandoble, Macduff.

En vez de asestar un buen mandoble, Macduff abrió el puño y dejó caer la mano junto al costado.

—Voy a dejarte y a escribir otro. Uno mejor.

—Cuando los cerdos silben.

—Espera —replicó él de manera pueril y con lágrimas en los ojos, como un niño derrotado en una reyerta de patio de colegio—. Tú espera y verás.

—Estás borracho. Vete a la cama.

—¡Puta infecta!

Habiéndose librado de aquello, se dirigió al dormitorio arrastrando los pies, con la cabeza gacha. Incluso caminaba como Winnie después de su derrame.

Nora pensó en acudir a urgencias a causa de la nariz rota, pero se hallaba demasiado cansada para idear una historia con el toque justo de veracidad. En el fondo de su corazón —su corazón de enfermera— sabía que no existían tales historias. Ellos verían en su interior independientemente de lo bueno que fuera el cuento. El personal de urgencias siempre lo hacía.

Se puso algodón en las fosas nasales y se tomó un par de Tylenol con codeína. Luego salió al jardín y arrancó las malas hierbas hasta que estuvo demasiado oscuro para ver.

Chad la dejó y regresó a Nueva York. A veces le enviaba algún e-mail, y ella a veces le respondía. No le pidió su mitad del dinero remanente, y fue mejor. Ella no se lo habría dado. Su mujer había luchado por ese dinero y continuaba luchando por él, inyectándolo en el banco poco a poco, pagando los recibos de la casa. Le contó en los e-mails que volvía a dar clases como profesor suplente y que escribía durante los fines de semana. Ella le creyó en lo concerniente a las clases, pero no sobre el resto. Sus correos carecían de fuerza, transmitían una sensación de agotamiento que sugería que podría no quedar mucho en lo referente a su faceta de escritor. En cualquier caso, Nora siempre pensó que su marido era un hombre de un solo libro.

Se ocupó del divorcio ella misma. Encontró todo lo necesario en internet. Había papeles que necesitaba que él firmara, y él los firmó. Los remitió de vuelta sin una sola nota adjunta.

El verano siguiente —un buen verano; trabajaba a jornada completa en el hospital local y su jardín era un desmadre absoluto—, mientras curioseaba un día en una librería de segunda mano, se topó con un volumen que había visto en el estudio de Winnie: Las bases de la moralidad. Se trataba de un ejemplar bastante deteriorado, así que logró llevárselo a casa por dos dólares más impuestos.

Tardó el resto del verano y casi todo el otoño en leerlo de cabo a rabo. Al finalizar se sintió decepcionada. Contenía muy poco o nada que no supiera ya.