Chad supo que algo pasaba en el momento mismo de entrar por la puerta. Nora ya estaba en casa. Ella trabajaba de once a cinco, seis días a la semana; la rutina diaria iba así: Chad solía llegar del colegio a las cuatro y Nora alrededor de las seis, que era entonces cuando cenaban.
La encontró sentada en la escalera de incendios, donde él salía a fumar, y tenía unos cuantos papeles burocráticos en la mano. Miró en dirección al frigorífico y vio que el e-mail impreso había desaparecido de debajo del imán que lo había estado sujetando durante casi cuatro meses.
—Eh, hola. Ven aquí fuera. —Tras saludar, hizo una pausa—. Tráete tus cigarrillos, si quieres.
Había reducido su consumo a un paquete por semana, pero eso no hizo que a ella dejara de disgustarle su hábito. El tema de la salud contribuía en parte, pero sobre todo era por el gasto que suponía. Cada pitillo eran cuarenta centavos quemados.
Trepó al exterior de la ventana y se sentó junto a la mujer. Ella se había cambiado de ropa y puesto unos vaqueros y una de sus viejas blusas, así que ya llevaba un rato en casa. Cada vez era más y más extraño.
Contemplaron sin hablar su pequeña porción de la ciudad durante un rato. La besó y ella sonrió de modo ausente. Sostenía el e-mail del agente; también la carpeta con las palabras EL ROJO Y EL NEGRO escritas con grandes letras mayúsculas. Era un chiste de él, pero no muy divertido. La carpeta contenía documentos financieros (extractos bancarios y de tarjetas de crédito, facturas de servicios, primas de seguros), y el balance final era definitivamente de color rojo. En esos días constituía la típica historia americana: nunca había suficiente. Dos años antes estuvieron hablando sobre la posibilidad de tener un hijo. De lo que hablaban en ese momento era de salir a la superficie, quizá lo suficiente para dejar la ciudad sin tener a un puñado de acreedores mordiéndoles los talones. Mudarse al norte, a Nueva Inglaterra. Pero no todavía. Al menos donde vivían entonces trabajaban.
—¿Cómo han ido las clases? —preguntó ella.
—Bien.
En realidad, el empleo era un chollo. Pero cuando Anita Biderman retornara de su baja por maternidad, ¿quién sabía? Probablemente no surgiría otra vacante en la E.P. 321. Era uno de los primeros en la lista de sustitutos, pero eso no significaba nada si todo el profesorado habitual estaba presente y rindiendo cuentas. A veces, mientras yacía en la cama esperando a que el sueño le adelantara, pensaba en el chiquillo de la historia de D. H. Lawrence que montaba en su caballo balancín gritando: «¡Debería haber más dinero!».
—Has vuelto a casa temprano —comentó él—. No me digas que Winnie ha muerto.
Pareció sobresaltarse, pero enseguida sonrió. Sin embargo, llevaban juntos diez años, casados los últimos seis, y Chad sabía reconocer cuando algo iba mal.
—¿Nora?
—Me ha mandado a casa antes de hora. Para meditar. Tengo mucho en lo que pensar. Yo… —Meneó la cabeza.
La agarró por los hombros y la volvió hacia él.
—¿Tú qué, Norrie? ¿Va todo bien?
—Venga, enciéndelo. Luz verde para los fumadores.
—Cuéntame qué está pasando.
Había sido excluida de la plantilla del Hospital Congress Memorial dos años antes, durante una «reestructuración». Afortunadamente para la Corporación Chad & Nora, ella había aterrizado de pie. Conseguir un empleo de enfermera a domicilio fue un golpe de suerte: un paciente —un pastor retirado recuperándose de un derrame cerebral—, treinta y seis horas semanales, un salario decente. Ganaba más que su marido, y con diferencia. Los ingresos de ambos eran casi suficientes para vivir. Por lo menos hasta que Anita Biderman se reincorporara.
—Hablemos primero de esto. —Alzó el e-mail del agente—. ¿Hasta qué punto estás convencido?
—¿De terminar el trabajo? Bastante. Casi al cien por cien. Es decir, si saco tiempo. Sobre el resto… —Se encogió de hombros—. Está ahí mismo, en blanco y negro: no existen garantías.
Con la actual congelación de las contrataciones en los colegios de la ciudad, las suplencias eran lo máximo a lo que Chad podía aspirar. Su nombre formaba parte de todas las listas del sistema, pero no se vislumbraba ningún puesto a jornada completa en su futuro inmediato. Y el sueldo no sería mucho mayor ni aunque surgiera tal vacante; tan solo menos incierto. Como sustituto, a veces se pasaba semanas enteras en el banquillo.
Por desesperación y por una necesidad de llenar las horas vacías mientras Nora atendía al reverendo Winston, Chad había empezado a escribir un libro que titulaba Viviendo con los animales: Experiencias de un profesor suplente en cuatro colegios urbanos. Las palabras no acudían a él con facilidad, y algunos días no aparecían en absoluto, pero para cuando le llamaron de Saint Saviour para dar clases en segundo curso (el señor Cardelli se había roto una pierna en un accidente de coche), ya tenía tres capítulos acabados. Nora recibió las páginas con una sonrisa atribulada. Ninguna mujer desea la tarea de decirle al hombre de su vida que ha estado malgastando el tiempo.
No ocurrió tal cosa. Las anécdotas que contaba sobre la vida de la enseñanza sustitutoria eran dulces, divertidas y a menudo conmovedoras; mucho más interesantes que cualquier otra historia que ella hubiera escuchado durante la cena o mientras yacían juntos en la cama.
Finalmente encontró un agente dispuesto a por lo menos echar un vistazo a las ochenta páginas que le había conseguido arrancar a su anticuado y renqueante portátil Dell. El nombre del agente poseía cierta cualidad circense: Edward Ringling. Su respuesta a las páginas de Chad fue larga en alabanzas y corta en promesas. «Puede que sea capaz de conseguirle un contrato para un libro con esto y un resumen del resto —había escrito Ringling—, pero el acuerdo sería por una módica suma, posiblemente una cantidad inferior a la que en la actualidad gana como profesor. Mi sugerencia es que termine otros siete u ocho capítulos, incluso quizá el libro entero. Entonces puede que sea capaz de organizar una subasta y obtener un trato mucho mejor».
Tenía sentido, suponía Chad, si supervisabas el mundo literario desde un cómodo despacho de Manhattan. No tanto si jugabas a la rayuela por todos los distritos de la ciudad, enseñando una semana aquí y tres días allí, intentando mantenerte por delante de las facturas. La carta de Ringling llegó en mayo. Ahora estaban en septiembre, y aunque Chad había tenido unos pocos meses relativamente buenos impartiendo clases en la escuela de verano («Dios bendiga a los idiotas», pensaba en ocasiones), no había agregado ni una sola página al manuscrito. No se trataba de una cuestión de vagancia; enseñar, incluso como un mero profesor suplente, era como tener un par de pinzas para batería acopladas en zonas críticas de tu cerebro.
—¿Cuánto tardarías en terminarlo? —preguntó Nora—. Es decir, si te dedicaras a escribir a tiempo completo.
Extrajo sus cigarrillos y encendió uno. Sintió la imperiosa necesidad de dar una respuesta optimista pero la reprimió. Le pasara lo que le pasase, se merecía la verdad.
—Ocho meses por lo menos.
—¿Y a cuánto dinero crees que ascendería el contrato si el señor Ringling lo saca a subasta?
Chad había hecho los deberes sobre ese tema.
—Calculo que el adelanto podría estar en torno a los cien mil dólares.
Empezar desde cero en Vermont, ese era el plan. De eso era de lo que hablaban en la cama. Un pueblo pequeño, quizá en el Reino Nororiental. Ella podría encontrar algo en el hospital local o hacerse cargo de otro enfermo; él podría pescar un puesto de profesor a tiempo completo. O quizá escribir otro libro.
—Nora, ¿de qué va todo esto?
—Me da miedo contártelo, pero lo haré. Sea o no un disparate, lo haré. Porque la cifra que Winnie mencionó era superior a cien mil dólares. Solo una cosa: no voy a dejar mi trabajo. Dijo que lo mantendría sin importar lo que decidiéramos, y necesitamos ese trabajo.
Alargó la mano en busca del cenicero de aluminio que guardaba bajo el alféizar de la ventana y aplastó el cigarrillo. A continuación tomó la mano de ella.
—Cuéntamelo.
Escuchó con asombro, pero no con incredulidad. En cierto modo deseó no haber dado crédito, pero sucedió justo lo contrario.
¿Qué había sabido ella exactamente del reverendo George Winston? Que era un solterón de toda la vida; que tres años después de jubilarse en la Segunda Iglesia Presbiteriana de Park Slope (donde continuaba listado en la pizarra de la capilla como pastor emérito), había sufrido una apoplejía. Que el derrame cerebral le había dejado parcialmente paralizado el lado derecho del cuerpo y necesitado de cuidados caseros. No mucho más.
Ahora ya era capaz de caminar hasta el cuarto de baño (y, en los días buenos, hasta la mecedora del porche delantero) con la ayuda de un aparato ortopédico de plástico que evitaba que se le doblara la rodilla mala. Y volvía a hablar de manera comprensible, aunque a veces seguía padeciendo lo que Nora denominaba «lengua soñolienta». Nora poseía experiencia previa con víctimas de apoplejía (lo cual fue determinante para la consecución del empleo) y tenía en gran consideración lo mucho que el reverendo había avanzado en tan corto período de tiempo.
Además de sus obligaciones de enfermera, tales como administrarle la medicación y monitorizar su presión sanguínea, ejercía de fisioterapeuta. Era también su masajista y ocasionalmente, cuando había cartas que escribir, su secretaria. Le hacía recados y a veces le leía. Y no solo se ocupaba de las tareas ligeras del hogar los días que la señora Granger no acudía. Esos días le preparaba bocadillos o tortillas para almorzar, y ella suponía que fue durante aquellas comidas cuando él había extraído los detalles de su propia vida; y lo hizo sin que Nora se hubiera percatado en ningún momento de lo que ocurría.
—Lo único que recuerdo haberle dicho —le contó a Chad—, y probablemente solo porque lo mencionó hoy, es que no vivíamos en una pobreza abyecta, ni siquiera con penurias. Que era el miedo a esas cosas lo que nos deprimía.
Chad respondió a eso con una sonrisa.
Esa mañana Winnie había rehusado tanto el baño y las friegas con esponja como el masaje. En su lugar, le había pedido que le colocara el aparato ortopédico y que le ayudara a llegar hasta su estudio, lo cual constituía una distancia relativamente larga para él, desde luego mucho más larga que la existente hasta la mecedora del porche. Lo logró y se desplomó en la silla tras el escritorio, con el rostro rojo y resollando. Vació de un solo trago el vaso de zumo de naranja que ella le dio.
—Gracias, Nora. Quisiera hablar contigo ahora. Muy seriamente.
Debió de haber presentido su aprensión, porque sonrió y agitó la mano en un gesto que pretendía restar hierro al asunto.
—No se trata de tu empleo. Lo conservarás sin importar lo que pase. Si lo quieres. Si no, procuraré que tengas unas referencias que no puedan ser rechazadas.
—Me estás poniendo nerviosa, Winnie —dijo ella.
—¿De qué manera te gustaría ganar doscientos mil dólares?
Se quedó boquiabierta. A su alrededor, las altas estanterías de elegantes libros les observaban con el ceño fruncido. Los ruidos de la calle llegaban amortiguados. Bien podrían haber estado en otro país. Un país más silencioso que Brooklyn.
—Si piensas que se trata de sexo… se me ocurrió que a lo mejor podrías pensarlo… te aseguro que no lo es. Por lo menos no lo creo; si uno mira bajo la superficie, y si uno ha leído a Freud, supongo que podría decirse que cualquier acto aberrante posee una base sexual. En mi caso no lo sé. No he estudiado a Freud desde el seminario, e incluso entonces mi lectura fue somera. Freud me ofendía. Aparentemente concebía la idea de que cualquier sugestión de profundidad en la naturaleza humana era una ilusión. Parecía estar diciendo: «Lo que crees que es un piscina es un charco». Me hallo en desacuerdo. La naturaleza humana no tiene fondo. Es tan profunda y misteriosa como la mente de Dios.
—Con todos mis respetos, no estoy segura de si creo en Dios. Y no estoy segura de si quiero oír esa proposición.
—Pero si no escuchas, no te enterarás. Y siempre te corroerá la duda.
Se sentía insegura, sin saber qué hacer o qué decir. Lo que pensó fue: Ese escritorio tras el que está sentado debe de haber costado miles de dólares. Era la primera vez que pensaba realmente en el reverendo en conexión con el dinero.
—Lo que ofrezco debería ser suficiente para saldar todas vuestras facturas pendientes, suficiente para hacer posible que tu marido termine su libro… suficiente, tal vez, para empezar una nueva vida en… ¿era Vermont?
—Sí.
—Dinero en efectivo, Nora. No hay necesidad de involucrar a Hacienda. —Poseía rasgos alargados y cabello blanco como de algodón. Un rostro ovejuno, esa había sido siempre su impresión antes de ese día—. El dinero en efectivo no causa problemas si es inyectado con lentitud al torrente bancario de las cuentas personales de uno. Además, una vez que el libro de tu marido se venda y os establezcáis en Nueva Inglaterra, no necesitamos volver a vernos nunca más. —Hizo una pausa—. Aunque podríamos. Esa parte dependería de ti. Y, por favor, relájate. Estás ahí sentada tiesa como un perno.
Era la idea de los doscientos mil dólares lo que la retenía en la habitación. Doscientos mil dólares en efectivo. Descubrió que, en realidad, podía visualizarlos: billetes embutidos en un sobre manila acolchado. O tal vez harían falta dos sobres para guardar tal cantidad.
—Déjame hablar un poco —dijo él—. No es algo en lo que me haya ejercitado mucho, ¿verdad? Sobre todo he escuchado. Ahora es tu turno de escucharme a mí, Nora. ¿Lo harás?
—Supongo. —Le picaba la curiosidad. Imaginaba que cualquiera se sentiría así—. ¿A quién quieres que mate?
Era una broma, pero tan pronto las palabras brotaron de su boca, temió que pudieran ser ciertas. Porque no sonaba como una broma. De la misma manera que los ojos en su alargado rostro ovejuno no se parecían a los de una oveja.
Winnie se echó a reír. Y luego dijo:
—Nada de asesinatos, querida. No hará falta llegar tan lejos.
Habló entonces como nunca antes lo había hecho. Con nadie, probablemente.
—Crecí en una familia acaudalada en Long Island; mi padre tuvo éxito en la bolsa. Sobrevivió a mi madre por solo cinco años, y cuando falleció, heredé una gran suma de dinero, principalmente en bonos y acciones sólidas. Durante los años transcurridos desde entonces, he convertido un pequeño porcentaje en dinero en efectivo, un poco cada vez. No para meterlo en una hucha de ahorros, porque nunca he necesitado una, sino más bien en lo que denominaría una hucha de deseos. Está en una caja de seguridad en Manhattan, y es ese dinero el que te ofrezco, Nora. Puede que, para ser exactos, se acerque a los doscientos cuarenta mil dólares, pero coincidiremos, ¿verdad?, en no protestar por un dólar aquí o un dólar allá, ¿no te parece?
»He dedicado mi vida… lo digo sin orgullo ni vergüenza… al servicio de los demás de forma normal y corriente. He liderado a mi iglesia hacia la asistencia a los pobres, tanto en países lejanos como en esta comunidad. El centro de Alcohólicos Anónimos que está calle arriba fue idea mía, y ha ayudado a cientos de sufrientes borrachos y drogadictos. He confortado a los enfermos y enterrado a los muertos. En términos más alegres, he presidido más de mil bodas. Inauguré un fondo de becas que ha enviado a muchos chicos y chicas a universidades que de otra forma no habrían podido permitirse.
»Solo me arrepiento de una única cosa: en todos mis años, jamás he cometido ninguno de los pecados contra los que me he pasado la vida advirtiendo a mis varios rebaños. No soy un hombre lujurioso, y como nunca me he casado, nunca he tenido la oportunidad de cometer adulterio. No soy glotón por naturaleza, y aunque me gustan las cosas bonitas, nunca he sentido avidez por nada ni he sido codicioso. ¿Por qué habría de serlo, cuando mi padre me dejó quince millones de dólares? He trabajado duro, templado mi carácter, sin envidiar a nadie, excepto tal vez a la Madre Teresa, y no me he mostrado demasiado orgulloso de mis posesiones ni de mi posición.
»No estoy afirmando haber vivido sin pecado. En absoluto. Aquellos que puedan decir (y supongo que existen unos cuantos) que nunca han pecado de acción ni de palabra, rara vez dicen que nunca han pecado de pensamiento, ¿cierto? La Iglesia cubre todas las fisuras. Nosotros ofrecemos el cielo y luego hacemos a la gente comprender que no existe esperanza de alcanzarlo sin nuestra ayuda… Porque nadie está libre de pecado. Y el pecado se paga con la muerte.
»Supongo que esto me hace parecer un hombre no creyente, pero tal como fui educado, la falta de fe me resulta tan imposible como la levitación. Pero comprendo la acogedora naturaleza del pacto y los trucos psicológicos que los creyentes utilizan para garantizar la prosperidad de estas creencias. La lujosa y elaborada mitra del Papa no le fue concedida por Dios, sino por hombres y mujeres pagando un chantaje teológico.
»Noto tu intranquilidad, así que iré directo al meollo del asunto. Quiero cometer un pecado trascendental antes de morir. Un pecado no de pensamiento o de palabra sino de obra. Esto ya ocupaba mi mente… creciendo cada vez más y más en mi mente…, antes de la apoplejía, pero lo tomaba como un frenesí que se aplacaría por sí solo. Ahora me doy cuenta de que no, porque la idea ha convivido conmigo más que nunca durante los últimos tres años. Pero me preguntaba a mí mismo qué gran pecado podría cometer un viejo en una silla de ruedas. Entonces, escuchándote hablar sobre el libro de tu marido y vuestra situación financiera, se me ocurrió que podría pecar por medio de un representante. De hecho, mi coeficiente de pecados se doblaría, por decirlo de algún modo, si te convirtiera en mi cómplice.
Ella habló con la boca muy seca:
—Creo en las malas acciones, Winnie, pero no creo en el pecado.
El hombre sonrió. Fue una sonrisa benévola. También desagradable: labios de oveja, dientes de lobo.
—Eso está bien. Pero el pecado cree en ti. Y… ¿sabes por qué este pecado sería doble?
—No. No voy a la iglesia.
—Lo que lo duplica es decirte a ti mismo: «Lo haré porque sé que puedo rezar por el perdón una vez que esté hecho». Decirte a ti mismo que puedes tener tu pastel y comértelo. Quiero saber cómo es descender a las profundidades del pecado. No quiero revolcarme. Quiero zambullirme de cabeza.
—¡Y arrastrarme contigo! —exclamó ella con verdadera indignación.
—Pero tú no crees en el pecado, Nora, acabas de decirlo. Desde tu punto de vista, todo lo que quiero de ti es que te ensucies un poco. Y arriesgarte a una detención, supongo, aunque el riesgo debería ser mínimo. Por estas cosas, te pagaré doscientos mil dólares.
Sintió la cara y las manos como si acabara de regresar de una larga caminata por la nieve. No accedería a su proposición, por supuesto. Lo que iba a hacer era salir de aquella casa y respirar algo de aire fresco. No dejaría el empleo, o al menos no inmediatamente, porque necesitaba el trabajo, pero necesitaba salir. Y si la despedía por abandonar su puesto, que lo hiciera. Pero antes, deseaba oír el resto.
—¿Qué es lo que quieres que haga?
Chad había encendido otro pitillo.
—¿De qué se trataba?
Ella gesticuló con los dedos, señalando en su dirección.
—Dame una calada de eso.
—Norrie, tú no has fumado un cigarro en cinco…
—Dame una calada, te he dicho.
Le pasó el cigarrillo. Aspiró por la boquilla profundamente, expulsó el humo tosiendo y a continuación le contó el resto.
Yacía despierta en mitad de la noche, ya tarde, segura de que él dormía, ¿y por qué no? La decisión estaba tomada. Le respondería a Winnie que no y que nunca más volviera a mencionar la idea. Decisión tomada; ahora vendría el sueño.
Aun así, no se sorprendió del todo cuando su marido dio media vuelta y le dijo:
—No puedo dejar de pensar en ello.
Ni ella tampoco.
—Lo haría, ¿sabes? Por nosotros. Si…
Ahora se encontraban cara a cara, separados por centímetros. Lo bastante cerca para saborear mutuamente el aliento del otro. Eran las dos de la madrugada, la hora de las conspiraciones, si es que existía una, en opinión de Nora.
—¿Si qué?
—Si no creyera que contaminaría nuestras vidas. Algunas manchas no salen nunca.
—Es una cuestión discutible, Nor. Hemos tomado una decisión. Interpreta a Sarah Palin y dile gracias pero no, gracias, por ese puente a ninguna parte. Encontraré un modo de terminar el libro sin su psicótica idea de una subvención.
—¿Cuándo? ¿En tu próxima excedencia sin paga? No lo creo.
—Está decidido. Está chalado. Punto y final. —Rodó apartándose de ella.
El silencio descendió. En el piso de arriba, la señora Reston (cuyo retrato aparecía en el diccionario junto a la palabra «insomnio») caminaba de un lado para otro. En algún lugar, quizá en lo más profundo y oscuro de Gowanus, una sirena aullaba.
Transcurrieron quince minutos antes de que Chad hablara en dirección a la mesilla de noche y al reloj digital, que marcaba ya las 2.17 de la madrugada.
—Además, tendríamos que confiar en él por el dinero, pero uno no puede confiar en un hombre cuando la única ambición que le queda en la vida es cometer un pecado.
—Pero yo sí confío en él —dijo ella—. Es en mí misma en quien no confío. Duérmete, Chad. Este tema está cerrado.
—Lo mismo te digo —replicó su marido.
El reloj marcaba las 2.26 cuando ella habló.
—Podría hacerse. Estoy convencida. Puedo teñirme el pelo. Ponerme un sombrero. Gafas de sol, por supuesto. Y habría que diseñar una ruta de escape.
—¿En serio estás…?
—No lo sé. Tendría que trabajar casi tres años para ganar doscientos mil dólares, y después de que el gobierno y los bancos metieran la nariz, quedaría poco menos que nada. Sabemos cómo funciona el sistema.
Permaneció callada durante un minuto, mirando al techo por encima del cual la señora Reston recorría penosamente un lento kilómetro tras otro.
—¿Y si te atropella un coche? ¿Y si desarrollo un quiste ovárico?
—Nuestra cobertura es buena.
—Eso dice todo el mundo, pero lo que todo el mundo sabe es que te joden en el camino de entrada. Con esto, tendríamos seguridad. Eso es lo que no paro de pensar. ¡Seguridad!
—Doscientos mil dólares hacen que mis expectativas financieras del libro sean un tanto pequeñas, sin embargo, ¿no crees? ¿Por qué molestarse incluso?
—Porque esto sería algo de una sola vez. Y el libro estaría limpio.
—¿Limpio? ¿Crees que esto dejaría al libro limpio?
Rodó sobre la espalda y se encaró con ella. Una parte de él se había endurecido, así que tal vez eso sí que se trataba de sexo. ¿Quién sabía de esas cosas? ¿Quién quería saber?
—¿Crees que conseguiré alguna vez otro trabajo como el que tengo con Winnie?
Ante eso, Chad no dijo nada, lo cual de por sí constituía una respuesta.
—Y ya no soy tan joven. Cumpliré treinta y seis en diciembre. Me llevarás a cenar por mi cumpleaños, y una semana después tendré mi verdadero regalo: un aviso de pago atrasado por el préstamo del coche.
—¿Me echas la culpa de…?
—No. Ni siquiera estoy culpando al sistema. La culpa es contraproducente. Y le conté a Winnie la verdad: no creo en el pecado. Pero tampoco quiero ir a la cárcel. —Sintió que las lágrimas se agolpaban en sus ojos—. Tampoco quiero herir a nadie. Especialmente a…
—Eso no va a pasar.
Empezó a darse la vuelta, pero ella lo asió por el hombro.
—Si lo hacemos… si yo lo hago… nunca más hablaremos del tema después. Ni una sola palabra.
—No.
Alargó los brazos hacia él. En los matrimonios, los tratos son sellados con algo más que un apretón de manos. Eso ambos lo sabían.
El reloj marcaba las 2.58 de la madrugada. En el exterior, y más abajo, un barrendero callejero pasó en silencio. Chad estaba siendo remolcado sin rumbo hacia el sueño cuando ella dijo:
—¿Conoces a alguien con una cámara de vídeo? Porque quiere…
—Charlie Green tiene una.
Después de eso, silencio. A excepción de la señora Reston, que continuaba caminando con pasos lentos de un lado a otro sobre ellos. La señora Reston, que pacientemente recorría todos esos kilómetros nocturnos. Entonces Nora cayó dormida.
Su madre nunca había sido una creyente practicante, pero Nora había asistido todos los veranos a la Escuela Bíblica Vacacional y la había disfrutado. Jugaban y cantaban, y les narraban relatos representados sobre tableros de franela. Se encontró a sí misma recordando una de aquellas historias al día siguiente, en el estudio de Winnie.
—No tengo que herir de gravedad a… ya sabes, a la persona… para conseguir el dinero, ¿no? —le preguntó—. Quiero que esto quede muy claro.
—No, pero espero ver cómo fluye la sangre. Permíteme aclarar esto. Quiero que uses el puño, pero un corte en el labio o una nariz sangrando será más que suficiente.
Para la historia, el profesor puso una montaña sobre el panel de franela. Después a Jesús. Después al Diablo. El profesor dijo que el Diablo había llevado a Jesús a la cima de la montaña y le había mostrado todas las ciudades de la tierra. «Todo lo que quieras será tuyo, todos los reinos —dijo el Diablo—. Todos los tesoros de los mismos, si te postras y me adoras». Pero Jesús era un tipo cabal. Jesús había dicho gracias pero no, gracias.
—Pecado —caviló ella—. Eso es lo que habita tu mente.
—Pecado como un fin en sí mismo. Deliberadamente planeado y ejecutado. ¿Encuentras la idea excitante?
—No —respondió Nora, mientras contemplaba las estanterías con el ceño fruncido.
Winnie dejó que pasara algo de tiempo. Luego preguntó:
—¿Y bien?
—Si me cogen, ¿seguiría cobrando el dinero?
—Si cumples con tu parte del acuerdo, y siempre que no me incrimines, desde luego, ciertamente lo cobrarás. E incluso si te cogen, en el peor de los casos saldrías con libertad condicional.
—Con una orden del juez para someterme a una evaluación psiquiátrica —añadió ella—. Que además es probable que necesite, incluso considerando todas las pruebas.
—Si continuáis así, querida, necesitaréis un consejero matrimonial, como mínimo —dijo Winnie—. Durante mi vida sacerdotal he aconsejado a muchas parejas, y aunque las preocupaciones monetarias no siempre se hallaban en la raíz de sus problemas, en la mayoría de los casos sí ocurría así. Y ese solía ser el único problema.
—Gracias por el beneficio de tu experiencia, Winnie.
Ante esto, él no dijo nada.
—Estás loco, ¿lo sabías?
Ninguna respuesta todavía.
Nora observó los libros un poco más. La mayoría de ellos trataban de religión. Finalmente volvió los ojos otra vez hacia el reverendo.
—Si lo hago y me jodes, lo lamentarás.
Winnie no mostró signo alguno de turbación ante su elección de las palabras.
—Cumpliré con mi compromiso. Puedes estar segura de eso.
—Ya hablas casi perfectamente. Ni siquiera ceceas, a no ser que estés cansado.
—Tu oído se ha acostumbrado a causa de estar conmigo —dijo él, encogiéndose de hombros—. Es como aprender a entender una nueva lengua, supongo.
Los ojos de ella regresaron a los libros. Uno de ellos se llamaba El problema del bien y del mal. Otro se titulaba Las bases de la moralidad. Era un volumen grueso. En el vestíbulo, un reloj regulador marcaba los segundos con un estacionario compás. Finalmente volvió a preguntar:
—¿Y bien?
El reloj regulador emitía su tictac. Sin mirarle, ella respondió:
—Si vuelves a decir «y bien», me largo de aquí.
El reverendo no dijo «bien» ni ninguna otra cosa. La mujer bajó la vista y se miró las manos, que se retorcían sobre el regazo. Lo más atroz: parte de ella seguía sintiendo curiosidad. No acerca de lo que él quería (ese gato ya había salido de la bolsa), sino acerca de lo que quería ella.
Por fin alzó la mirada y le dio una respuesta.
—Excelente —dijo él.
Con la decisión tomada, ni Chad ni Nora deseaban que el verdadero acto pendiera sobre sus cabezas; proyectaba una sombra demasiado grande. Optaron por el Parque Forest, en Queens. Chad le pidió prestada la cámara de vídeo a Charlie Green y aprendió a utilizarla. Visitaron el parque con antelación un par de veces (en días lluviosos, cuando se encontraba vacío), y Chad filmó el área que habían escogido. Tuvieron mucho sexo durante ese período; sexo nervioso, sexo torpe, pero por lo general, sexo del bueno. Ardiente, por lo menos. Nora descubrió que sus otros apetitos principales menguaban. En los diez días que transcurrieron entre el acuerdo y la mañana en que ejecutó su parte del trato, perdió cuatro kilos. Chad comentó que empezaba a tener de nuevo el aspecto de una adolescente.
Un día soleado de principios de octubre, Chad aparcó su viejo Ford en la avenida Myrtle. Nora estaba sentada a su lado, con el pelo teñido de rojo colgando hasta los hombros, vestida con una falda larga y un feo blusón holgado de color marrón, presentando un aspecto nada «noraniano». Llevaba gafas de sol y una gorra de los Mets. Parecía bastante tranquila, pero cuando él alargó la mano para acariciarla, se revolvió de manera nerviosa.
—Nor, venga…
—¿Tienes dinero para el taxi?
—Sí.
—¿Y la bolsa para guardar la cámara?
—Sí, claro.
—Entonces dame las llaves del coche. Te veré de vuelta en el apartamento.
—¿Estás segura de que serás capaz de conducir? Porque la reacción a algo como esto…
—Estaré bien. Dame las llaves. Espera aquí quince minutos. Si algo sale mal… incluso si presiento que algo va mal, volveré. Si no lo hago, vete al punto que hemos determinado. ¿Lo recuerdas?
—¡Por supuesto que lo recuerdo!
Ella sonrió, o al menos mostró los dientes y los hoyuelos de las mejillas.
—Ese es el espíritu —dijo, y se fue.
Fueron quince minutos insoportablemente largos, pero Chad esperó uno detrás de otro. Niños que llevaban cascos con forma de concha circulaban en sus bicis. Mujeres paseaban en parejas, muchas cargando con las bolsas de la compra. Divisó a una anciana que cruzaba laboriosamente la avenida y por un momento creyó que era la señora Reston, pero cuando pasó a su lado, vio que no. Esa mujer era mucho mayor que la señora Reston.
Cuando el plazo de quince minutos estaba a punto de expirar, se le ocurrió, de un modo cuerdo y racional, que podía poner fin a eso si se alejaba conduciendo. La llave de encendido adicional se hallaba escondida bajo el neumático de repuesto. En el parque, Nora miraría a su alrededor y no lo vería. Sería ella quien tomaría entonces el taxi de vuelta a Brooklyn. Y cuando llegara, se lo agradecería. Le diría: «Me has salvado de mí misma».
¿Y después? Se tomaría un mes libre. Nada de clases de sustitución. Dedicaría todos sus recursos a la finalización del libro. Les plantaría cara a sus molinos de viento.
En cambio, bajó del coche y caminó hacia el parque con la videocámara de Charlie Green en la mano. La bolsa de papel donde la guardaría más tarde se hallaba embutida en el bolsillo de su cazadora. Verificó tres veces el aparato para cerciorarse de que la luz verde de encendido se iluminaba. Sería terrible pasar por todo aquello y descubrir que en ningún momento había puesto en marcha la cámara. O que no había quitado la tapa de la lente.
Nora se hallaba sentada en un banco del parque. Cuando lo vio, se peinó hacia atrás el cabello que le Caía sobre el lado izquierdo del rostro. Esa era la señal: adelante.
Detrás de ella había un área de juegos con columpios, un carrusel, balancines, caballitos saltarines sobre muelles, esa clase de cosas. A esa hora, solo unos pocos niños jugaban allí. Las madres se encontraban en un grupito en el extremo más alejado, hablando y riendo, sin prestar demasiada atención a los niños, en realidad.
«Doscientos mil dólares», pensó, y levantó la videocámara a la altura del ojo. Ahora que el plan entraba en su fase de ejecución, se sentía tranquilo.