Estaba tan seguro de que Wenders decretaría la eliminación de Aparicio —era una interferencia clara— que al principio no pude creer lo que veían mis ojos: el árbitro hizo la seña para que el chico volviera a situarse detrás del plato y que Aparicio reanudara su turno. Cuando lo asimilé, salí corriendo, agitando los brazos. La muchedumbre empezó a jalearme y a abuchear a Wenders, lo que no es forma de ganar amigos e influenciar a la gente cuando discutes una decisión, pero yo estaba demasiado furioso para prestar atención. No me habría detenido ni aunque Mahatma Gandhi hubiera saltado al campo con el culo al aire para instarnos a hacer las paces.
—¡Interferencia! —grité—. ¡Como un piano! ¿O es que tu narizota te ha impedido verla?
—Estaba en las gradas, y por lo tanto, bola de nadie —decreta Wenders—. Vuelve a tu cueva y deja que prosiga la función.
Al chico le importaba un comino todo aquello; estaba hablando con su compinche Doo. Eso estaba bien. Me importaba un comino que no le importara. Todo lo que quería en ese momento era desollar vivo a ese gilipollas de Hi Wenders. Por lo general no soy un hombre dado a las disputas —en todos los años que dirigí a los Athletics solo me expulsaron del campo dos veces—, pero aquel día habría hecho que Billy Martin pareciera un pacifista.
—¡No lo has visto, Hi! ¡Seguías la jugada desde demasiado lejos! ¡No has visto una mierda!
—No la seguía de cerca, pero lo he visto todo. Ahora, apártate, Granny. No estoy de broma.
—Si no has visto a ese hijoputa bracilargo —dije, y aquí una señora en la segunda fila le tapó las orejas a un niño pequeño y frunció los labios, dedicándome una expresión de «oh, qué hombre más grosero»—, a ese hijoputa bracilargo sacar la mano y tocar la bola, la estabas siguiendo por los cojones. ¡Santo Dios!
El hombre del jersey empezó a mover la cabeza de un lado a otro —«¿Quién, yo? ¡Yo no!»—, pero también lucía una amplia mueca avergonzada de idiota. Wenders la vio, comprendió lo que significaba y luego apartó la mirada.
—Basta —me dice. Y con el tono de voz de una persona razonable que indica que eres un cabeza de chorlito por beberte una cerveza Rheingold en el vestuario añade—: Ya has dado tu opinión. Ahora, o vuelves al banco o escuchas el resto del partido por la radio. Tú eliges.
Retorné a la cueva. Aparicio se posicionó de nuevo con una gran sonrisa de comemierda en el rostro. Lo sabía, seguro que lo sabía. Y lo aprovechó al máximo. El fulano nunca hizo muchos home runs, pero cuando el Doo le envió una bola cambiada que no redujo su velocidad, Louie la empalmó alta, amplia y soberbia al fondo del estadio. Nosy Norton, que jugaba por el centro, en ningún momento llegó a darse la vuelta siquiera.
Aparicio recorrió las bases, sereno como el Queen Mary atracando en el muelle, mientras el público le gritaba, denigraba a sus familiares y profería una sarta de insultos y amenazas a Hi Wenders. El tipo no oyó nada, cosa que es la principal habilidad de un árbitro. Se limitó a sacar una pelota nueva del bolsillo de su chaqueta y la inspeccionó en busca de desperfectos. Al observarle, perdí completamente los papeles. Me precipité hasta el home y me puse a agitar los puños delante de su cara.
—¡Esa carrera es tuya, capullo de mierda! —bramé—. ¡Eres un puto vago incapaz de correr tras una bola de foul y ahora ya tienes una carrera impulsada en tu cuenta! ¡Métetela por el culo! ¡A lo mejor encuentras ahí tus gafas!
Al público le encantó. A Hi Wenders, no tanto. Me apuntó con el dedo, señaló con el pulgar a su espalda y se alejó. La muchedumbre empezó a abuchear y a agitar las pancartas de CARRETERA CERRADA; algunos arrojaron al campo botellas, vasos y perritos a medio comer. Menudo show.
—¡No te vayas, culo gordo, cegato cabrón hijo de puta! —grité y fui tras él. Alguien de nuestro banquillo me agarró antes de que yo pudiera apresar a Wenders, que era lo que pretendía. Había perdido todo contacto con la realidad.
El público coreaba: «¡MÁTA-LO! ¡MÁTA-LO! ¡MÁTA-LO!». Jamás lo olvidaré, porque lo entonaban igual que cuando cantaban: «¡Bloh-KADE! ¡Bloh-KADE!».
—¡Si tu madre estuviera aquí, también te tiraría mierda, capullo, que tienes menos vista que un murciélago! —vociferé, y entonces me llevaron a rastras a la cueva. Granzie Burgess, nuestro especialista en bolas de nudillos, dirigió las últimas tres entradas de aquel circo de los horrores. Lanzó en las dos últimas, además. Ese dato también podría encontrarse en los registros… si existiera algún registro de aquella primavera perdida.
Lo último que vi en el campo fue a Danny Dusen y a Blockade Billy de pie en la hierba entre el plato y el montículo. El chico tenía la careta metida bajo el brazo. El Doo le susurraba al oído. El chico escuchaba —siempre escuchaba cuando hablaba el Doo—, pero miraba al público, cuarenta mil hinchas de pie, hombres, mujeres y niños clamando: «MÁTA-LO, MÁTA-LO, MÁTA-LO».
Había un cubo de pelotas a mitad del túnel entre la cueva y los vestuarios. Le di una patada y las pelotas salieron rodando en todas direcciones. Si hubiera pisado una y caído de culo, habría sido el final perfecto para una jodida tarde perfecta en el estadio.
Joe se encontraba en los vestuarios, sentado en un banco fuera de las duchas. Para entonces aparentaba setenta años en vez de cincuenta. Le acompañaban otros tres tipos. Dos eran agentes uniformados. El tercero iba de traje, pero bastaba con echarle un vistazo al duro rosbif de su cara para saber que también era policía.
—¿Ha acabado pronto el partido? —me preguntó este último. Estaba sentado en una silla plegable, con sus gruesos muslos de inspector separados, y tensionaba al máximo sus pantalones de sirsaca. Los de azul ocupaban un banco delante de las taquillas.
—Para mí sí —respondí. Seguía tan cabreado que ni siquiera me interesé por los polis. Le dije a Joe—: El puto Wenders me ha echado. Lo siento, Cap, pero fue un caso claro de interferencia y ese vago hijo de puta…
—No importa —me interrumpió Joe—. El partido no va a contar. Creo que se van a anular todos nuestros partidos. Kerwin apelará al comisionado, por supuesto, pero…
—¿De qué hablas? —pregunté.
Joe suspiró. Después miró al tipo del traje.
—Cuénteselo usted, detective Lombardazzi —pidió—. Yo no lo soporto.
—¿Es necesario que él lo sepa? —preguntó Lombardazzi.
Me miraba como si yo fuera alguna especie de bicho que nunca antes hubiera visto. Era una mirada que me sobraba después de todo lo ocurrido, pero mantuve la boca cerrada. Porque sabía que dos agentes y un detective no se presentan en el vestuario de un equipo de las Grandes Ligas si no se trata de algo serio de narices.
—Si usted quiere que él contenga a los muchachos el tiempo suficiente para sacar a Blakely de aquí, creo que debe explicárselo —dice Joe.
Desde arriba nos llegó una exclamación colectiva por parte de los hinchas, seguida por un gemido, seguido por una ovación. Ninguno de nosotros prestó atención a lo que resultó ser el final de la carrera en el béisbol de Danny Dusen. La exclamación vino cuando un batazo en línea de Larry Doby le impactó en la frente. El gemido vino cuando cayó en el montículo del pitcher como un boxeador noqueado. Y la ovación vino cuando se levantó por sí solo e hizo un gesto con la mano para indicar que se encontraba bien. Cosa que no era cierta, pero lanzó lo que restaba de la sexta, y también la séptima. No cedió ni una carrera. Ganzie le obligó a abandonar antes de la octava cuando vio que el Doo no caminaba recto. Danny aseguraba todo el tiempo que estaba perfecto, estupendamente, que el enorme chichón púrpura que afloraba encima de su ceja izquierda no era nada, que los había tenido mucho peores, y el chico repitiendo lo mismo: «No es nada, no es nada». El Señorito Eco. Nosotros, abajo en los vestuarios, no supimos nada de lo ocurrido, igual que Dusen no supo que, aunque quizá se hubiera llevado pelotazos peores en su carrera, esa era la primera vez que una parte de su cerebro sangraba.
—Su nombre no es Blakely —dice Lombardazzi—. Se llama Eugene Katsanis.
—¿Katz… qué? Y entonces ¿dónde está Blakely?
—William Blakely lleva muerto desde hace un mes. Lo mismo que sus padres.
Lo miré boquiabierto.
—¿De qué habla?
Así que me contó la historia que, estoy seguro, usted ya conoce, señor King, pero tal vez pueda rellenar algunos huecos. Los Blakely vivían en Clarence, Iowa, un terruño de poca monta a una hora en coche de Davenport. Muy conveniente para mamá y papá, porque así podían asistir a la mayoría de los partidos de su hijo en las Ligas Menores. Blakely poseía una granja próspera; trescientas veinte hectáreas para faenar. Uno de sus empleados era poco mayor que un chiquillo. Se llamaba Gene Katsanis, un huérfano que se había criado en el Hogar Cristiano de Ottershaw para niños. No había nacido para ser granjero y la cabeza no le funcionaba del todo bien, pero el béisbol se le daba de narices.
Katsanis y Blakely jugaron como rivales en un par de equipos de su iglesia, y juntos en la selección de la región, que ganó el torneo estatal «Babe Ruth» los tres años que coincidieron, y una vez llegaron hasta las semifinales nacionales. Blakely fue al instituto y allí también destacó, pero Katsanis no tenía madera de estudiante. Alimentar a los cerdos y jugar al béisbol, para eso servía, aunque supuestamente nunca sería tan bueno como Billy Blakely. Nadie se lo planteaba siquiera. Hasta que sucedió, desde luego.
El padre de Blakely lo contrató porque el chico trabajaba por poco dinero, claro, pero sobre todo porque poseía un talento natural para mantener avispado a Billy. Por veinticinco centavos a la semana, el chico tenía a un fildeador y un pitcher para practicar con el bate, y el viejo a alguien que le ordeñaba las vacas y le recogía el estiércol. No era un mal negocio, al menos para ellos.
Lo que haya encontrado en su investigación probablemente favorezca a la familia Blakely, ¿me equivoco? Porque llevaban viviendo en aquel territorio durante cuatro generaciones, porque eran granjeros ricos y porque Katsanis no era más que un niño bajo la tutela del Estado que fue abandonado siendo un bebé en una caja de licor a la puerta de una iglesia y al que le faltaban varios tornillos. ¿Y por qué? ¿Porque nació tonto o porque en aquella casa de acogida le molían a golpes tres o cuatro veces por semana antes de que tuviera la edad y el tamaño suficientes para defenderse? Sé que muchas de las palizas se produjeron por su hábito de hablar consigo mismo; eso salió en los periódicos más adelante.
Katsanis y Billy siguieron practicando igual de duro una vez que Billy entró en las categorías inferiores de los Titanes —aunque, ya sabe, en invierno seguramente lanzarían y batearían dentro del granero cuando la capa de nieve en el exterior fuera demasiado gruesa—, pero a Katsanis le echaron del equipo del pueblo y le prohibieron asistir a las sesiones de entrenamiento de los Cornholers durante la segunda temporada de Billy con ellos. En la primera, a Katsanis le habían permitido participar en algunas de las sesiones, incluso en algunos de los partidillos si les faltaba algún jugador. En aquel entonces todo era bastante informal y sin tantas monsergas como ahora, cuando basta con que un jugador de las Grandes Ligas empuñe un bate sin llevar el casco para que las compañías de seguros pongan el grito en el cielo.
Lo que sospecho que ocurrió —siéntase libre de corregirme si usted posee otra información— es que el chico, fueran cuales fuesen los otros problemas que hubiera tenido, continuó creciendo y madurando como pelotero. Blakely no. Casos así se ven continuamente. Dos chicos que parecen el puto Babe Ruth en el instituto. Misma estatura, mismo peso, misma velocidad, misma visión perfecta. Pero uno de ellos es capaz de jugar al siguiente nivel… y al siguiente… y al siguiente… mientras que el otro empieza a quedarse atrás. De eso me enteré más tarde: Billy Blakely no empezó como catcher. Lo cambiaron desde la posición de exterior central cuando el chico que recibía se rompió el brazo. Y esa clase de cambio no es una buena señal. Es como si el entrenador estuviera enviando un mensaje: «Jugarás ahí… pero solo hasta que aparezca alguien mejor».
Creo que Blakely se puso celoso, creo que su viejo se puso celoso y creo que tal vez mamá también. Quizá mamá, sobre todo, porque las madres de los deportistas pueden ser las peores. Creo que tal vez tiraron de unos cuantos hilos para impedir que Katsanis jugara en la región y que asistiera a los entrenamientos de los Cocksuckers de Davenport. No les habría sido difícil, porque se trataba de una arraigada familia rica de Iowa y Gene Katsanis era solo un don nadie que se había criado en un orfanato. Un orfanato cristiano que probablemente fuera el infierno en la tierra.
Supongo que quizá Billy le echó una fuerte regañina que fue la gota que colmó el vaso. Igualmente pudieron ser el padre o la madre, quizá se debió a la forma en que ordeñaba las vacas o tal vez porque no recogió bien el estiércol, pero apostaría a que el asunto se resumía en béisbol y pura envidia. El monstruo de ojos verdes. Por lo que sé, el manager de los Cornholers informó a Blakely de que podrían enviarle a una categoría inferior en Clearwater, y bajar un peldaño con solo veinte años —cuando se supone que deberías estar subiendo— es una buena señal de que tu carrera en el béisbol organizado va a durar poco.
Pero, comoquiera que fuese —y quienquiera que lo hiciese—, fue un error fatal. El chico podía ser un encanto cuando se le trataba bien, todos sabíamos eso, pero andaba mal de la cabeza. Y podía ser peligroso. Eso lo sabía yo antes incluso de que apareciera la policía debido a lo que ocurrió en el primer partido de la temporada: Billy Anderson.
—El sheriff del condado encontró a los tres Blakely en el granero —dijo Lombardazzi—. Katsanis les había cortado la garganta. El sheriff cree que usó una navaja de afeitar.
Lo miré boquiabierto.
—Esto es lo que debió de pasar —dijo Joe con voz pesada—. Kerwin McCaslin hizo varias llamadas para buscar un catcher de repuesto cuando los nuestros se lesionaron en Florida, y el manager de los Cornhuskers dijo que tenía a un chico que podría servir para el puesto tres o cuatro semanas, suponiendo que no necesitáramos que tuviera un promedio de bateo alto. Porque, según dijo, ese chaval no valía para batear.
—Pero sí que valía —digo yo.
—Porque no era Blakely —dice Lombardazzi—. Blakely y sus padres debían de llevar muertos un par de días como mínimo. El chico Katsanis cuidó de la casa él solo. Y no le faltaban todos los tornillos. Fue lo bastante listo para contestar al teléfono cuando sonó. Recibió la llamada del manager y dijo que claro, que Billy se alegraría de ir a New Jersey. Y antes de marcharse (con la identidad de Billy) llamó a los vecinos y al almacén de forrajes de la ciudad. Contó que los Blakely habían tenido que irse por una emergencia familiar y que él se estaba ocupando de las cosas. Bastante listo para ser un chiflado, ¿no les parece?
—No es un chiflado —le dije.
—Bueno, degolló a las personas que lo acogieron y le dieron trabajo, y mató a todas las vacas para que los vecinos no las oyeran por la noche mugiendo para ser ordeñadas, pero como prefiera. Sé que el fiscal del distrito coincidirá con usted, porque quiere ver a Katsanis colgado en la horca. Así es como lo hacen en Iowa, ¿sabe?
Me volví hacia Joe.
—¿Cómo ha podido pasar una cosa así?
—Porque era bueno —respondió Joe—. Y porque quería jugar al béisbol.
El chico tenía los papeles de Billy Blakely; además, eso fue en los días en que los documentos de identidad con foto eran inauditos. Las descripciones de los dos chavales casaban bastante bien: ojos azules, pelo oscuro, metro ochenta de alto. Pero sobre todo, sí, pasó porque el chico era bueno. Y porque quería jugar al béisbol.
—Lo bastante para aguantar casi un mes en la liga profesional —dijo Lombardazzi, y sobre nuestras cabezas se elevó una ovación. Blockade Billy acababa de conectar su último hit en la máxima categoría: un home run—. Entonces, anteayer, el hombre del gas licuado fue a la granja Blakely. Ya habían ido antes otras personas, pero se marchaban cuando leían la nota que Katsanis había dejado en la puerta. Esto no pasó con el hombre del gas. Llenó los tanques de detrás del granero, que era donde estaban los cadáveres de los Blakely y de las vacas. Como por fin empezaba a hacer calor, los olió. Y así es más o menos como termina nuestra historia. Ahora bien, aquí su manager quiere que se le arreste con el menor alboroto posible, y que el resto de los jugadores del equipo corra el menor peligro posible. Por mi parte no hay problema. Así que su misión…
—Tu misión es hacer que los muchachos se queden en la cueva —dice Jersey Joe—. Manda aquí a Blakely… Katsanis… y que venga solo. Ya se habrá ido cuando los demás lleguen a los vestuarios. Después trataremos de solucionar este puto lío.
—¿Qué coño les cuento?
—Reunión del equipo. Helados gratis. No me importa. Retenlos allí cinco minutos.
Le pregunto a Lombardazzi:
—¿No lo advirtió nadie? ¿Nadie? ¿Quiere decir que ni una sola persona lo escuchó por la radio y trató de llamar a papá Blakely para felicitarle por lo bueno que era que su chico estuviera arrasando en las Ligas Mayores?
—Me imagino que una o dos personas pudieron haberlo intentado —dijo Lombardazzi—. La gente de Iowa viene a la gran ciudad de vez en cuando, según me han contado, y me imagino que habrá personas de visita en Nueva York que escuchen los partidos de los Titanes o lean las crónicas en los periódicos…
—Yo prefiero a los Yankees —metió baza uno de los de azul.
—Cuando quiera tu opinión, ya te enterarás —dijo Lombardazzi—. Hasta entonces, cierra el pico.