Me marché antes de que el chico pudiera decir nada. Y no miré atrás. En parte porque no quería ver lo que había debajo de la tirita, pero en su mayor parte porque Joe estaba plantado en la puerta de su despacho haciéndome señas. No juraré que tenía más canas en el pelo, pero tampoco juraré que no le hubieran salido más.

Entré en el despacho y cerré la puerta. Se me ocurrió una idea espantosa. Tenía cierto sentido, dada la expresión de su cara.

—Dios santo, Joe, ¿es tu mujer? ¿O los niños? ¿Les ha pasado algo a los niños?

Empezó a hablar, como si acabara de despertarle de un sueño.

—Jessie y los niños están bien. Pero George… oh, Dios. No puedo creerlo. Menuda mierda. —Y se restregó los ojos con el canto de las manos. Un sonido brotó de él, pero no era un sollozo, sino una risa. La risa más jodida y terrible que haya oído jamás.

—¿De qué se trata? ¿Quién te ha llamado?

—Tengo que pensar —dice él… pero no a mí. Hablaba consigo mismo—. Tengo que decidir cómo voy a… —Se quitó las manos de los ojos; ya iba recuperando su aspecto normal—. Hoy dirigirás tú, Grannie.

—¿Yo? ¡No sé dirigir! ¡El Doo se pondrá hecho una furia! Va otra vez a por la victoria doscientos y…

—Nada de eso importa, ¿no lo ves? Ya no.

—¿Qué…?

—Cállate y prepara la alineación. Y en cuanto a ése chico… —Reflexionó durante un momento y finalmente movió la cabeza—. Al cuerno, déjale jugar, ¿por qué no? Mierda, ponle como quinto bateador. De todas formas, iba a ascenderle en la lista.

—Por supuesto que va a jugar —dije—. ¿Quién si no recibiría para Danny?

—¡A Danny Dusen que le den por culo! —exclama.

—Cap… Joey, cuéntame qué ha pasado.

—No —dice—. Antes tengo que meditar lo que voy a decir a los muchachos. ¡Y a los reporteros! —Se dio una palmada en la frente como si esa parte se le acabara de ocurrir—. ¡Esos gilipollas de pura cepa! ¡Mierda! —Entonces, volviendo a hablar para sí mismo añadió—: Pero dejemos que los muchachos jueguen este partido. Se lo merecen, y también el chico, supongo. Coño, si a lo mejor hasta batea una escalera. —Siguió riendo un poco más y luego se pegó una bofetada para obligarse a parar.

—No lo entiendo.

—Ya te enterarás. Venga, lárgate de aquí. Haz la alineación que quieras. Saca los nombres de un sombrero, ¿por qué no? Da igual. Tan solo asegúrate de informar al árbitro principal de que vas a dirigir la función. Me figuro que será Wenders.

Caminé por el pasillo hasta la sala de árbitros como un hombre en un sueño y le expliqué a Wenders que yo prepararía la alineación y dirigiría el partido desde el cajón de tercera base. Me preguntó si le pasaba algo a Joe, y dije que estaba enfermo.

Ese fue el primer partido que dirigí hasta que llegué a los Athletics en 1963, pero resultó muy breve, porque, como probablemente ya sabrá usted si ha hecho sus deberes, Hi Wenders me expulsó en la sexta. De todas formas, tampoco es que me acuerde de mucho. Me rondaban la cabeza tantas cosas que me sentía como un hombre en un sueño. No obstante, tuve el suficiente sentido común para hacer una cosa, que fue inspeccionar la mano derecha del chico antes de que saltara al campo. No llevaba la tirita en el dedo medio, y tampoco distinguí ningún corte. Ni siquiera me sentí aliviado. No dejaba de ver los ojos rojos y la boca demacrada de Joe DiPunno.

Ese fue el último partido bueno de Danny Doo en su vida, y nunca alcanzó sus doscientas victorias. Intentó volver en 1958, pero ya no servía. Aseguró que la visión doble había desaparecido, y tal vez fuera cierto, pero a duras penas era capaz de controlar sus lanzamientos. No hubo sitio para Danny en el salón de la Fama. Joe tenía razón: ese chico absorbía la suerte.

Sin embargo, aquella tarde Doo jugó el mejor partido que le vi jamás; su bola rápida echaba chispas, su curva restallaba como un látigo. En las primeras cuatro entradas ni la olieron. Abanica el palo y al banco, compañero. Eliminó a seis jugadores por strikes y los restantes fueron outs por batazos rodados en el cuadrado interior. El único problema fue que Kinder jugó casi igual de bien. Habíamos logrado únicamente un asqueroso hit por parte de Harrington, que bateó un doble teniendo ya dos outs en el cierre de la tercera.

Estamos ya en la primera parte de la quinta. El primer bateador cae con facilidad. Entonces viene Walt Dropo, pega un batazo profundo a la esquina exterior derecha y despega como un murciélago del infierno. El público, que ve a Harry Keene persiguiendo todavía la pelota mientras Dropo corre por piernas a segunda base, comprende que podría anotar un cuadrangular. Empiezan a corear. Al principio son solo unas pocas voces, pero se van uniendo más y más. Cada vez más graves y fuertes. Un escalofrío me recorrió la espalda desde la raja del culo hasta la nuca.

«¡Bloh-KADE! ¡Bloh-KADE! ¡Bloh-KADE

Tal cual. Empezaron a alzarse las pancartas naranja. La gente se ponía en pie y las levantaba por encima de la cabeza. No las agitaban como de costumbre, simplemente se limitaban a sostenerlas en alto. Jamás he visto una cosa igual.

«¡Bloh-KADE! ¡Bloh-KADE! ¡Bloh-KADE

Al principio pensé que había más probabilidades de que se congelara el infierno; en ese momento Dropo está pasando a toda mecha por tercera como un tren sin paradas. Pero entonces Keene se abalanza sobre la pelota y ejecuta un lanzamiento perfecto a Barbarino en el corto. El novato, entretanto, está plantado al lado del home de cara a tercera base con el guante extendido, convertido en una diana, y Si da en el maldito blanco.

La muchedumbre está coreando. Dropo se desliza, con los tacos en alto. Al chico no le importa; se pone de rodillas y se arroja por encima. Hi Wenders estaba donde se supone que debía estar —aquella vez, por lo menos—, inclinado sobre la jugada. Se eleva una nube de polvo… y de ella emerge al pulgar hacia arriba de Wenders. «¡FUERA!» Señor King, los hinchas se volvieron locos. Igual que Walt Dropo. Se había levantado y deambulaba de un lado a otro como un chaval colocado de coca en un baile de instituto. No podía creérselo.

El chico tenía un arañazo a mitad del antebrazo izquierdo, nada grave, solo un poco de sudor y sangre, pero suficiente para que el viejo Bony Dadier —que era nuestro preparador físico— saliera a curarle. Así que, después de todo, el chico consiguió ponerse una tirita, solo que esa era legítima. Los hinchas permanecieron de pie durante toda la consulta médica, agitando las pancartas de CARRETERA CERRADA y coreando «¡Bloh-KADE! ¡Bloh-KADE!» como si nunca fueran a hartarse.

El chico no pareció darse cuenta. Estaba en otro mundo. Ahora que lo pienso, fue así todo el tiempo que pasó con los Titanes. Se puso la careta, se colocó detrás del plato y se acuclilló. La rutina de siempre. Bubba Phillips ocupó el cajón, pegó un batazo sobre la línea de primera base, Lathrop atrapó la pelota en el aire, y así acabó el inicio de la quinta.

Cuando el chico salió a batear en el cierre de la entrada y fue ponchado en tres lanzamientos, el público aún le dedicó una atronadora ovación. En esa ocasión sí se percató de ello, y se tocó ligeramente la gorra mientras regresaba a la cueva. La única vez que lo hizo. No porque fuera un presumido, sino porque… bueno, ya lo he dicho. El otro mundo.

Vale, inicio de la sexta. Más de cincuenta años más tarde y todavía me saca de quicio cuando pienso en ello. Kinder batea en primer lugar y manda un globo hacia la tercera base, justo lo que se espera de un pitcher. Fuera. Después viene Luis Aparicio, Little Louie. El Doo carga y dispara. Aparicio golpea mal y la pelota sale despedida alta y floja detrás del home, en el lado de tercera base de la malla de protección. El chico arroja la careta y esprinta a por ella, con la cabeza hacia atrás y el guante hacia fuera. Wenders lo sigue, pero no tan cerca como debería. Calculó que el chico no tenía ninguna posibilidad. Fue una decisión pésima.

El chico está fuera del césped, en la tierra junto al muro bajo entre el campo y los asientos de tribuna. El cuello estirado. Mirando hacia arriba. Dos docenas de personas en los asientos de primera y segunda fila hacen lo mismo, la mayoría de ellas agitando las manos en el aire. Esta es una cosa que no entiendo de los hinchas y nunca lo entenderé. ¡Es una puta pelota de béisbol, por el amor de Dios! Un artículo que en aquel entonces se vendía por setenta y cinco centavos. Todo el mundo lo sabía. Pero cuando los fanáticos ven una al alcance en el parque, se convierten en el puto Danny Doo para echarle mano. Jamás se les ocurre retirarse y dejar que el hombre que está intentando atraparla —su hombre, y en un juego reñido— haga su trabajo.

Lo vi todo. Lo vi con claridad. Ese globo descendía en nuestro lado del muro. El chico iba a atraparla. Pero entonces un imbécil de brazos largos que llevaba uno de esos jerséis de los Titanes que vendían en la explanada alargó la mano y rozó la bola lo suficiente para que rebotara en el borde del guante del chico y cayera al suelo.