Jugamos una serie de dos partidos con Detroit antes de salir otra vez de gira. Perdimos los dos. Danny Doo se puso en el montículo en el segundo, y no pudo culpar al chico por el resultado; estaba fuera antes de que acabara la tercera entrada. Se sentó en la cueva, quejándose del frío (no hacía mal tiempo), del fly[5] que Harrington había dejado escapar en el exterior derecho (Harrington habría necesitado cohetes en los talones para atrapar esa bola antes de que cayera) y de las malas decisiones de ese hijoputa de Wenders detrás del plato. Con respecto a esto último, puede que no le faltara algo de razón. A Hi Wenders no le caía nada bien el Doo, nunca lo hizo, lo había expulsado en dos juegos el año anterior. Pero aquel día yo estaba a menos de treinta metros de distancia y no vi que el árbitro hubiera decretado nada mal.
El chico conectó hits seguros en los dos partidos, incluyendo un home run y un triple. Dusen tampoco despotricó contra él, lo que habría sido su comportamiento habitual; se trataba de uno de esos tipos que quería que los demás entendieran que en los Titanes solo había una gran estrella que no era ninguno de ellos. Pero el chaval le gustaba; parecía considerarlo de verdad su amuleto de la suerte. Y al chico le caía bien Doo. Salieron de bares después del partido, se bebieron como mil copas y visitaron una casa de putas para celebrar la primera derrota de la temporada del Doo. Al día siguiente se presentaron para el viaje a Kansas City pálidos y temblorosos.
—El chaval folló anoche —me confió Doo durante el trayecto al aeropuerto en el autobús del equipo—. Creo que fue su primera vez. Ésa es la buena noticia. La mala es que no creo que se acuerde.
Tuvimos un vuelo bastante movido; casi todos eran así en aquel entonces. Unas asquerosas latas con hélices, así eran los aviones, es un milagro que no nos matáramos todos como Buddy Holly y el jodido Big Bopper. El chico se pasó la mayor parte del viaje vomitando en el váter al fondo del avión mientras un grupito de jugadores fuera de la puerta jugaban a cartas y le lanzaban las gracietas normales: «¡No te dejes nada! ¿Necesitas cuchillo y tenedor para cortarlo un poquito?». Entonces, al día siguiente, el hijoputa pegó cinco batazos de cinco en el Municipal Stadium, incluyendo un par de home runs.
Hizo, además, otra de las jugadas típicas de Blockade Billy; para entonces ya podría haberla patentado. La víctima esa vez fue Clete Boyer. Billy volvió a bajar el hombro izquierdo, y el señor Boyer salió disparado por encima y cayó de espaldas en el cajón de bateo izquierdo. Sin embargo, hubo algunas diferencias. El novato le tocó con las dos manos para marcar el out, y no hubo pies llenos de sangre ni tendones de Aquiles lesionados. Boyer simplemente se levantó y caminó hacia el banquillo, sacudiéndose el polvo del trasero y moviendo la cabeza de un lado a otro como si no supiera muy bien dónde estaba. Ah, y perdimos el partido a pesar de los cinco hits del chico. El marcador final fue once a diez, o algo así. La bola de nudillos de Ganzie Burgess no bailó aquel día; los Athletics se dieron un festín.
Ganamos el siguiente partido, perdimos de chiripa el último en el «día de fuga» antes de salir pitando para casa. El chico conectó hits en los dos partidos, con lo que sumaba dieciséis consecutivos. Más nueve outs por jugada en el plato. ¡Nueve en dieciséis partidos! Debía de ser un récord. Es decir, si estuviera en los libros. Si alguno de los récords de ese mes estuviera en los libros.
Viajamos a Chicago para una serie de tres y el chico volvió a conectar hits en todos, con lo que la cuenta subió a diecinueve. Pero que me parta un rayo si no perdimos los tres. Jersey Joe me miró después del último y dijo:
—No me trago ese rollo del amuleto. Creo que Blakely nos chupa la suerte.
—Eso no es justo y lo sabes —repliqué yo—. Íbamos bien al principio y ahora atravesamos un bache. Ya se nivelará.
—Tal vez —dice—. ¿Dusen sigue todavía intentando enseñar al chico a beber?
—Sí. Han ido al The Loop con algunos de los muchachos.
—Pero volverán juntos —dice Joe—. No lo entiendo. A estas alturas Dusen debería odiar a ese chaval. Doo lleva cinco años aquí y conozco su modus operandi.
Yo también. Cuando Doo perdía, tenía que echarle la culpa a alguien, como a ese vago de Johnny Harrington o a ese arbitrucho inepto de Hi Wenders. El turno del chico de pasar por la picadora se retrasaba, porque Danny aún le palmeaba en la espalda y le prometía que sería el maldito Novato del Año. No es que el Doo pudiera culparle de la derrota de ese día. En la quinta entrada de su última obra maestra, Danny lanzó una bola a la valla detrás del home: alta, desviada y soberbia. Así que entonces se vuelve loco, pierde el control, y regala la primera por bases a los dos siguientes bateadores. Luego Nellie Fox bateó un doble hacia la línea de foul. Después de eso el Doo se recompuso, pero para entonces ya era demasiado tarde; se había metido en un atolladero y allí se quedó.
Mejoramos un poco en Detroit; sacamos dos de tres. El chico conectó hits en los tres partidos y ejecutó otro de esos sorprendentes bloqueos en el plato del home. Después volamos a casa. Para entonces, el chico procedente de los Cornholers de Davenport era el puñetero más cotizado de la Liga Americana. Se hablaba de que haría un anuncio de Gillette.
—Ese anuncio me gustaría verlo —comentó Si Barbarino—. Soy fan de la comedia.
—Entonces debes de disfrutar mirándote en el espejo —le replicó Critter Hayward.
—Qué gracioso —dice Si—. Lo que quiero decir es que el chaval es un imberbe.
Nunca hubo anuncio, por supuesto. La carrera de Blockade Billy como jugador de béisbol casi se había acabado, solo que no lo sabíamos.
Teníamos programados tres partidos en casa contra los White Sox, pero el primero se suspendió por la lluvia. Hi Wenders, el viejo compadre del Doo, era el árbitro principal y él mismo me dio la noticia. Yo había llegado temprano al Swamp porque los baúles con nuestros uniformes de gira los habían mandado a Idlewild por error y quería asegurarme de que los habían traído. No los necesitaríamos hasta dentro de una semana, pero cuando pasan esas cosas, nunca me he sentido tranquilo hasta que están solucionadas.
Wenders estaba sentado en un banco fuera de la sala de árbitros, leyendo un libro en rústica que mostraba en la portada a una rubia en ropa interior.
—¿Tu mujer, Hi? —pregunto yo.
—Mi novia —responde—. Vete a casa, Grannie. El pronóstico del tiempo dice que a las tres va a estar lloviendo a cántaros. Estoy esperando a que lleguen DiPunno y López para decretar la suspensión.
—Vale —digo—. Gracias.
Empezaba a alejarme cuando me llamó.
—Grannie, ¿ese chico prodigio vuestro está bien de la cabeza? Porque habla solo detrás del plato. Murmura. Joder, no se calla nunca.
—No es ningún genio, pero no está loco, si es a lo que te refieres —respondí. Me equivocaba, pero ¿quién lo hubiera sabido?—. ¿Qué clase de cosas dice?
—No escuché mucho la única vez que estuve detrás de él (el segundo partido contra Boston), pero sé que habla consigo mismo. En, cómo se dice, tercera persona. Dice cosas como «Puedo hacerlo, Billy», Y una vez, cuando dejó caer un rebote que habría supuesto un strike tres, suelta: «Lo siento, Billy».
—Bueno, ¿y qué? Yo tuve un amigo imaginario hasta los cinco años. Se llamaba Sheriff Pete. Juntos él y yo llenamos de plomo un montón de pueblos mineros.
—Ya, pero Blakely no tiene cinco años, a menos que siga siendo un crío aquí arriba. —Wenders se da un golpecito en un lado de su tupido cráneo.
—Lo que sí es probable que tenga es un cinco como primer número de su promedio de bateo dentro de no mucho tiempo —digo yo—. Es lo único que me importa. Además, es un parador de mil demonios. Eso debes admitirlo.
—Sí —asiente Wender—. A ese botarate no le da miedo nada, otra señal de que le falta un tornillo.
No seguiría escuchando a un árbitro menospreciar más a uno de mis jugadores, así que cambié de tema y le pregunté —de broma pero sin bromear— si iba a pitar el partido del día siguiente de forma justa e imparcial, aunque fuera a lanzar su Doo-Bug favorito.
—Yo siempre pito de forma justa e imparcial —dice—. Dusen es un cerdo engreído que busca la gloria para sí mismo y ya ha escogido su sitio en el salón de la Fama en Cooperstown, hará cien cosas mal y no asumirá la responsabilidad ni una sola vez, y es un hijoputa pendenciero que ha aprendido a no meterse conmigo porque no se lo tolero. Dicho esto, pitaré objetivamente, como hago siempre. No puedo creerme que me lo hayas preguntado.
Y yo no puedo creerme que estés ahí sentado rascándote el culo y llamando a nuestro catcher poco menos que un idiota congénito —pensé—, pero lo has hecho.
Esa noche llevé a mi mujer a cenar y pasamos un buen rato. Bailamos con la orquesta de Lester Lannin, según recuerdo. Más tarde nos pusimos un poco románticos en el taxi. Dormí bien. No volvería a dormir bien durante bastante tiempo; muchas pesadillas.
Danny Dusen ocupó el montículo en lo que supuestamente iba a ser la sesión vespertina de un partido doble, pero el mundo tal y como se aplicaba a los Titanes ya se había ido al infierno; solo que no lo sabíamos. Nadie lo sabía excepto Joe DiPunno. Para cuando cayó la noche, sabíamos que estábamos jodidos para el resto de la temporada, porque era casi seguro que nuestros primeros veintidós partidos iban a borrarse de los registros, junto con cualquier mención a Billy el Bloqueo Blakely.
Llegué tarde por culpa del tráfico, pero me figuré que no tendría importancia porque la jodienda de los uniformes estaba arreglada. La mayoría de los muchachos ya se encontraban allí, vistiéndose o jugando al póquer o sentados por ahí dándole a la lengua. Dusen y el chico estaban en el rincón donde la máquina de tabaco, sentados en un par de sillas plegables; el chico con los pantalones del uniforme puestos, Dusen solo con los suspensorios (no era una visión muy agradable). Me acerqué a sacar un paquete de Winston y escuché. Danny llevaba casi todo el peso de la conversación.
—Ese puto Wenders me odia —dice.
—Te odia —dice el chico, y luego añade—: Es un cabronazo.
—Claro que lo es. ¿Crees que quiere ser el árbitro detrás del plato cuando consiga mi victoria doscientos?
—¿No? —dice el chico.
—¡Claro que no! Pero hoy voy a ganar para fastidiarle. Y tú vas a ayudarme, Bill. ¿Verdad?
—Verdad. Seguro. Bill va a ayudar.
—Va a encoger la zona de strike como un hijoputa.
—¿Sí? ¿Va a encoger la zona como un hijo…?
—Acabo de decirte que sí. Así que mete todas las bolas sobre el plato.
—Meteré todas las bolas dentro.
—Tú eres mi amuleto de la buena suerte, Billy-boy.
Y el chico, abriendo la boca en una sonrisa:
—Soy tu amuleto de la buena suerte.
—Sí. Ahora atiende…
Resultaba divertido y escalofriante al mismo tiempo. El Doo actuaba con intensidad; inclinado hacia delante, con los ojos encendidos al hablar. Todo lo que Wenders había dicho de él era cierto, pero se había dejado una cosa: el Doo era un competidor. Quería ganar del mismo modo que Bob Gibson. Como Gibby, haría cualquier cosa de la que pudiera salirse de rositas para conseguirlo. Y el chico se lo estaba tragando con cuchara.
Estuve a punto de intervenir, porque quería romper esa conexión. Ahora que hablo con usted, pienso que tal vez entonces mi subconsciente ya habría atado muchos cabos. A lo mejor es una tontería, pero creo que no.
En cualquier caso, los dejé solos, me limité a coger mis cigarros y me alejé. Qué coño, de todos modos, si hubiera abierto la bocaza, Dusen me habría mandado cerrar el pico. No le gustaba que lo interrumpieran cuando daba audiencia, y mientras que cualquier otro día me habría importado una mierda, uno tiende a dejar en paz a un tipo cuando le llega el turno de pisar la goma delante de las cuarenta mil personas que pagan tu salario. Especialmente cuando está determinado a conseguir su gran dos-cero-cero.
Fui al despacho de Joe a buscar el cuadro de la alineación, pero encontré la puerta cerrada y las persianas bajadas, un hecho casi insólito en un día de partido. Las lamas estaban abiertas, así que atisbé a través de ellas. Joe tenía el teléfono en la oreja y una mano sobre los ojos. Golpeé el cristal con los nudillos. Pegó tal salto que casi se cayó de la silla, y luego miró en derredor. Vi que lloraba. Jamás le vi una lágrima en toda mi vida, ni antes ni después, pero aquel día estaba llorando. Tenía la cara pálida y el pelo (el poco que le quedaba) alborotado.
Me hizo un gesto con la mano para que me marchara y siguió hablando por teléfono. Empecé a cruzar el vestuario hacia el despacho de los entrenadores, que en realidad era el cuarto de utillaje. Me detuve a medio camino. La gran conferencia entre pitcher y catcher se había disuelto, y el chico se estaba poniendo la camiseta del uniforme, aquella con el número 19 en azul. Entonces me percaté de que la tirita en el dedo medio de la mano derecha había reaparecido.
Me acerqué y le puse una mano en el hombro. Me sonrió. El chico poseía una sonrisa realmente dulce cuando la usaba.
—Hola, Granny —me saluda. Pero su sonrisa empezó a difuminarse cuando vio que yo no le correspondía.
—¿Preparado para jugar? —pregunté.
—Claro.
—Bien. Pero antes quiero decirte algo. El Doo es un pitcher de la leche, pero como ser humano jamás va a superar la Doble A. Pasaría por encima de la espalda rota de su abuela con tal de conseguir una victoria, y tú le importas un carajo en comparación con su abuela.
—¡Yo soy su amuleto de la buena suerte! —replica indignado… pero por debajo de la indignación, parecía a punto de romper a llorar.
—Tal vez sí —dije—, pero no me refiero a eso. Hay una cosa que es salir demasiado mentalizado a un partido. Un poco está bien, pero el exceso tiende a hacer que la gente reviente.
—No comprendo.
—Si revientas y te desinflas como un neumático pinchado, al Doo no le importará una mierda. Se buscará un nuevo amuleto de la suerte.
—¡No deberías hablar así! ¡Él y yo somos amigos!
—Yo también soy tu amigo. Y lo más importante: soy uno de los entrenadores de este equipo. Soy responsable de tu bienestar y hablaré como me salga de los huevos, más si estoy hablando con un novato. Y me vas a escuchar. ¿Estás escuchando?
—Estoy escuchando.
Estaba seguro de ello, pero no me miraba; bajó los ojos y unas plomizas rosas rojas florecieron en sus suaves mejillas de niño.
—No sé qué clase de aparejo llevas bajo esa tirita, y no quiero saberlo. Lo único que sé es que lo vi en el primer partido que jugaste con nosotros y alguien resultó herido. No lo he vuelto a ver desde entonces, y no quiero verlo hoy. Porque si te pillan, te pillarán a ti, no al Doo.
—Es que me he cortado —dice, todo hosco.
—Vale. Al afeitarte. Pero no quiero ver eso en tu dedo cuando salgas ahí fuera. Solo velo por tu propio interés.
¿Le habría dicho eso si no hubiera visto a Joe tan alterado que estaba llorando? Me gusta pensar que sí. Me gusta pensar que también velaba por el mejor interés de este deporte; que amaba entonces y ahora. La bolera Virtual no le llega ni a la suela de los zapatos, créame.