Pero entonces llega Pinky Higgins hecho una furia. Aquel año dirigía a los Red Sox, un trabajo bastante ingrato; las cosas no hicieron más que empeorar para Pinky y los Sox a medida que pasaba el verano. Estaba rabioso de cojones, masticaba un taco de tabaco tan fuerte y rápido que el jugo escurría por ambos lados de su boca y le chorreaba por la barbilla. Dijo que el chico le había cortado a propósito el tobillo a Anderson cuando chocaron en el plato. Dijo que Blakely debió de haberlo hecho con las uñas de los dedos, y el chico debería ser expulsado. Tenía gracia viniendo de un hombre cuyo lema era «¡Los tacos por delante y a muerte con ellos!».

Yo estaba bebiendo una cerveza en el despacho de Joe, así que los dos escuchamos la diatriba de Pinky juntos. Pensé que el tipo estaba chalado, y por la cara de Joe, vi que no era el único.

Joe esperó hasta que a Pinky se le acabó la cuerda y luego dijo:

—Yo no miraba el pie de Anderson. Miraba a ver si Blakely le daba un toque y aguantaba la bola. Que fue lo que hizo.

—Tráelo aquí —bufa Pinky—. Quiero decírselo a la cara.

—Sé razonable, Pink —dice Joe—. ¿Estaría yo en tu despacho con un berrinche si Blakely hubiera quedado hecho trizas?

—¡No fueron los tacos de las botas! —chilla Pinky—. ¡Los tacos son parte del juego! Arañar a alguien como… como una niña en un partido de kickball… ¡eso no lo es! ¡Y Anderson lleva en este deporte siete años! ¡Tiene una familia que mantener!

—Entonces ¿qué estás diciendo? Mi catcher desgarró el tobillo de tu pinch-runner mientras lo eliminaba (y lo tiraba por encima del hombro, coño, no te olvides), ¿y lo hizo con las uñas?

—Es lo que dice Anderson —responde Pinky—. Anderson dice que lo notó.

—A lo mejor Blakely también estiró el pie de Anderson con las uñas. ¿Es eso?

—No —admite Pinky. Para entonces tenía toda la cara colorada, y no solo por estar furioso. Sabía cómo sonaba—. Dice que pasó cuando caía.

—Con la venia del tribunal —intervengo yo—, pero ¿las uñas de los dedos? Menuda gilipollez.

—Quiero ver las uñas del chico —pide Pinky—. O me las enseñas o presentaré una jodida queja.

Pensé que Joe le diría a Pinky que se cagara en su sombrero, pero no lo hizo. Se volvió hacia mí.

—Dile al chaval que venga aquí. Dile que va a enseñarle las uñas al señor Higgins, igual que a su maestra de primer curso después del juramento de lealtad.

Fui a buscar al chico. Acudió de buen grado, aunque solo llevaba puesta una toalla, y no vaciló a la hora de enseñar las uñas. Estaban cortas y limpias, no se veía ninguna rota ni doblada. Tampoco había burbujas de sangre, como las que se verían si uno se las clava a alguien y le rastrilla la piel. Pero me fijé por casualidad en una cosita, aunque en ese momento no le di importancia: la tirita de su dedo corazón había desaparecido, y no se veía rastro de ningún corte que estuviera sanando, solo piel limpia y rosada por la ducha.

—¿Satisfecho? —le preguntó Joe a Pinky—. ¿O ya de paso quieres comprobar si tiene cera en la orejas?

—Que te jodan —replica Pinky. Se levantó, caminó hasta la puerta con paso decidido, escupió el tabaco en la papelera (¡splat!) y entonces se dio la vuelta—. Mi chico dice que el tuyo le cortó. Dice que lo notó. Y mi chico no miente.

—Tu chico intentó ser el héroe con el partido en juego en vez de salvarse en la tercera y dar una oportunidad a Piersall. Sería capaz de decir que su padre hizo la luna con unos gallumbos manchados de lefa con tal de librarse de la horca. Tú sabes qué pasó y yo también. Anderson se enredó con sus propios tacos y se cortó él mismo porque la cagó. Y ahora lárgate de aquí.

—Esto no quedará así, DiPunno.

—¿Ah, sí? Bueno, mañana el partido es a la misma hora. Venid temprano.

Pinky se marchó, arrancando ya un nuevo trozo de tabaco. Joe tamborileó con los dedos junto al cenicero y finalmente preguntó al chico:

—Ahora que no hay zorros en el gallinero, ¿le hiciste algo a Anderson? Dime la verdad.

—No. —Ni un deje de duda—. No le hice nada a Anderson. Es la verdad.

—Okay —dijo Joe. Se puso de pie—. Siempre es un gusto rajar después de un partido, pero creo que me iré a casa y me tomaré una copa. Después puede que folle con la parienta en el sofá. Ganar el día de Apertura me pone la polla dura. —Luego añadió—: Chico, has jugado el partido como debe jugarse. Bien hecho.

Se marchó. El chico se ciñó la toalla alrededor de la cintura y echó a andar de vuelta a los vestuarios. Dije:

—Veo que el corte que te hiciste al afeitarte ya está curado del todo.

Se quedó quieto como una estatua en el vano de la puerta, y aunque me daba la espalda, supe que había hecho algo allí fuera. La verdad se percibía en la forma en que estaba de pie. No sé explicarlo mejor, pero… lo supe.

—¿Qué? —Como si no me hubiera entendido, ¿sabe?

—El corte en tu dedo.

—Ah, ese corte al afeitarme. Sí, curado del todo.

Y así se fue… aunque, con lo palurdo que era, probablemente no tenía ni idea de adónde iba. Por suerte para él, Kerwin McCaslin le había conseguido un sitio donde alojarse en la mejor zona de Newark. Por difícil que resulte creerlo, en aquel entonces Newark tenía una zona buena.

Vale, segundo partido de la temporada. Dandy Dave Sisler en el montículo lanzando para Boston. Nuestro nuevo catcher apenas está posicionado en el cajón de bateo antes de que Sisler le tire una bola rápida a la cabeza. Le habría sacado los putos ojos si le hubiera alcanzado, pero echó la cabeza hacia atrás —ni se agachó ni nada—, y enseguida vuelve a amartillar el bate, mirando a Sisler como si dijera: «Adelante, capullo, repítelo si quieres».

El público está gritando como loco y coreando ¡ÉCHALO! ¡ÉCHALO! ¡ÉCHALO! El árbitro no expulsó a Sisler, pero recibió una amonestación, lo que provocó una ovación. Miré y vi a Pinky en el banquillo de los Boston, andando de un lado a otro con los brazos cruzados; se apretaba con tanta fuerza el pecho que daba la impresión de estar intentando evitar que explotara.

Sisler da vueltas al montículo, empapándose del cariño de la grada —ah, chico, lo querían arrastrado y descuartizado—, luego usa la bolsa de resina, y después rechaza dos o tres señas. Tomándose su tiempo, ¿sabe?, dejando que se enfriara. Mientras, el chico ha estado todo el rato con el bate preparado, cómodo como un califa. Bueno, pues Dandy Dave le lanza una bola rápida directamente al centro de la zona de strike y el chico la hace desaparecer en las gradas de lateral izquierdo. Tidings estaba en base y nos pusimos dos a cero. Apuesto a que el ruido en el Swampy se oyó desde Nueva York cuando el chico anotó ese home run.

Creí que estaría sonriendo cuando pasara por la tercera, pero estaba tan serio como un juez. Iba mascullando entre dientes:

—Lo tienes hecho, Billy, le has dado una lección a ese tuercebotas y lo tienes hecho.

El Doo fue el primero en abrazarlo en el banquillo y lo llevó dando brincos hasta el portabates. Hasta lo ayudó a recoger los leños desparramados, algo que no era propio de Danny Dusen, que por lo general se creía por encima de esas cosas.

Tras derrotar dos veces a Boston e hincharle las pelotas a Pinky Higgins, fuimos a Washington y ganamos tres partidos consecutivos. El chico conectó hits[3] en todos ellos, incluyendo su segundo home run, pero el Griffith Stadium era un lugar deprimente para jugar, hermano; si vieras una rata corriendo por la tribuna detrás del home, podrías pegarle un tiro sin temor a que le dieras a un hincha. Aquel año los condenados Senators terminaron a más de cuarenta partidos por detrás. ¡Cuarenta! Para llorar.

En su quinto partido vistiendo un uniforme de una liga mayor, el chico se colocó detrás del plato para recibir los lanzamientos del Doo (su segundo de esa serie como titular) y a puntísimo estuvo de lograr un no-hitter[4]. Pete Runnels lo estropeó en la novena; tenían un eliminado y ocupó la segunda base. Después, el chico se acercó al montículo, y esa vez Danny se lo consintió. Discutieron un poquito, y luego el Doo le regaló una base por bolas intencional al siguiente bateador, Lou Berberet (¿ve usted como todo vuelve?). Eso trajo a Bob Usher al cajón, que bateó para la doble matanza más dulce que uno pudiera desear: bola de partido.

Esa noche, el Doo y el chico salieron a celebrar la victoria número ciento noventa y ocho de Dusen. Cuando lo vi al día siguiente, nuestro polluelo más reciente tenía una resaca tremenda, pero la soportaba tan tranquilamente como soportó que Dave Sisler le tirara a la cabeza. Yo ya empezaba a pensar que teníamos a un gran jugador en nuestro poder y que, después de todo, no necesitaríamos a Hubie Rattner. Ni a cualquier otro.

—Imagino que tú y Danny estáis cada vez más unidos —digo yo.

—Unidos —confirma mientras se masajea las sienes—. El Doo y yo estamos unidos. Dice que Billy es su amuleto de la buena suerte.

—Conque eso dice, ¿eh?

—Sí. Dice que si seguimos juntos, ganará veinticinco y le tendrán que dar el Cy Young.

—¿De veras?

—Sí, señor, de veras. ¿Granny?

—¿Qué?

Me dirigía aquella mirada suya de amplios ojos azules: una vista perfecta que lo veía todo y que no entendía prácticamente nada. Para entonces yo ya me había enterado de que apenas sabía leer y que la única película que había visto era Bambi. Dijo que fue a verla con los demás chicos de la Ottershow, o Outershow, o lo que sea, y me figuré que se trataba de su escuela. Acerté y me equivoqué al mismo tiempo, pero esa no es la verdadera cuestión. La cuestión es que sabía jugar al béisbol —de manera instintiva, diría—, pero por lo demás era una pizarra en blanco.

—¿Qué es un Cy Young?

Así era él, ¿lo ve?

Fuimos a Baltimore a jugar tres partidos más antes de volver a casa. Típico béisbol de primavera en esa ciudad, que no está ni en el sur ni en el norte; un frío que pela el primer día, más calor que en el infierno el segundo, una llovizna como hielo líquido el tercero. Al chico le dio igual; conectó hits en los tres partidos, con lo que sumaba ocho seguidos. Además, detuvo a otro corredor en el plato. Perdimos el partido, pero fue un bloqueo del copón. La víctima fue Gus Triandos, creo. Embistió con la cabeza las rodillas del chico y se quedó aturdido en el suelo, a un metro del home. El chico lo eliminó tocándole en la nuca con más suavidad que una madre aplicando aceite en una quemadura de sol a su bebé.

Salió una foto de ese out en Evening News de Newark, con un pie que rezaba: «Billy el Bloqueo Blakely salva otra carrera». Era un buen apodo y se impuso entre los hinchas. En aquellos días no eran tan expresivos como ahora —en 1957 nadie habría ido al estadio de los Yankees con un gorro de chef puesto para apoyar a Garry Sheffield, no lo creo—, pero cuando jugamos nuestro primer partido en el Old Swampy después de la gira, algunos de los aficionados que vinieron llevaban señales de carretera de color naranja en las que se leía DESVÍO y CARRETERA CERRADA.

Las pancartas podrían haber sido cosa de un día si dos de los Indians no hubieran quedado eliminados por jugada en el plato. Por cierto, ese partido lo ganó Danny Dusen. Los dos outs fueron resultado de dos grandes lanzamientos más que del bloqueo, pero el novato se llevó el crédito, de todas formas, y diría que lo merecía. Los muchachos empezaban a confiar en él ¿entiende? Y querían verlo. Los jugadores de béisbol también son aficionados, y cuando alguien está en racha, incluso el más duro de corazón trata de ayudar.

Dusen consiguió la victoria ciento noventa y nueve aquel día; Ah, y el chico conectó tres hits de cuatro intentos, incluyendo un home run, así que no debería sorprenderle que en nuestro segundo partido contra Cleveland apareciera más gente con esas pancartas.

Para el tercero, algún fulano emprendedor ya los estaba vendiendo en la explanada de los Titanes, grandes diamantes de cartón naranja con letras negras: CARRETERA CERRADA POR ORDEN DE BLOCKADE BILLY. Algunos de los hinchas los alzaban cuando le tocaba batear a Billy, y todos cuando el otro equipo tenía a un corredor en tercera. Para cuando los Yankees vinieron a la ciudad (a finales de abril), el estadio entero se teñía de naranja cada vez que los Bombarderos ponían a un corredor en tercera, cosa que ocurrió a menudo.

Porque los Yankees nos metieron una paliza y se hicieron con el primer puesto. No fue culpa del chico; conectó hits en todos los partidos y eliminó a Bill Skowron entre el home y la tercera cuando el estúpido quedó atrapado en un corre-corre. Skowron, que era un alce del tamaño de Big Klew, intentó arrollar al chico, pero fue el corredor el que cayó de culo, con el chico montado a horcajadas sobre él. En la foto que salió en el periódico parecía el final de un combate de lucha libre con Pretty Tony Baba rematando por una vez a Gorgeous George en lugar de ser al revés. El público se superó a sí mismo agitando esas pancartas de CARRETERA CERRADA. Daba la impresión de que no importaba que los Titanes hubieran perdido; los hinchas se fueron contentos a casa porque habían visto a nuestro flacucho catcher darle una patada en el culo al Poderoso Alce Skowron.

Vi al chico poco después, sentado desnudo en el banco fuera de las duchas. Tenía un enorme moratón en un costado del pecho, pero no parecía preocuparle. No era ningún llorica. El hijoputa era demasiado bruto para sentir dolor, dijeron algunos más tarde; demasiado bruto y chalado. Pero he conocido a montones de jugadores brutos en mi época, y ser bruto nunca les impidió quejarse por sus meteduras de pata.

—Chico, ¿qué te parecen todas esas pancartas? —pregunté, pensando que podría animarle si lo necesitaba.

—¿Qué pancartas? —dice él, y por la cara de extrañeza que puso, noté que no bromeaba ni una pizca. Ése era Blockade Billy, capaz de plantarse frente a un tráiler si el tipo al volante estuviera conduciendo por la línea de tercera base para anotar, pero aparte de eso no tenía ni puta idea de nada.