Tuve mis dudas sobre si debía darle el 19, porque era el número del pobre Faraday pero el uniforme le quedaba bien sin parecer un pijama, así que lo hice. Mientras se vestía, le dije:
—¿No estás cansado? Debes de haber conducido casi de un tirón. ¿No te mandaron dinero para coger un avión?
—No estoy cansado —respondió—. A lo mejor me mandaron dinero para coger un avión, pero no lo he visto. ¿Podríamos echar un vistazo al campo?
Asentí y le guié por el túnel de vestuarios hasta la caseta del banquillo. Caminó hasta la base de meta por fuera de la línea de foul con el uniforme de Faraday, el 19 azul reflejando el sol de la mañana (solo eran las ocho y los encargados de mantenimiento acababan de empezar lo que sería una larga jornada de trabajo).
Ojalá pudiera describirle la sensación que producía verle dando aquel paseo, señor King, pero las palabras son lo suyo, no lo mío. Lo único que puedo decir es que de espaldas se parecía más que nunca a Faraday. Era diez años más joven, por supuesto… pero la edad no se aprecia demasiado por detrás, excepto a veces por la manera de andar. Además, era delgado como Faraday, y ese es el aspecto que quieres que tenga tu shortstop y el segunda base, no tu catcher. Los catchers han de estar construidos como bocas de incendio, igual que Johnny Goodking. Este otro parecía un puñado de costillas esperando su turno para romperse.
No obstante, tenía una complexión más firme que Frank Faraday; un trasero más ancho y unos muslos más gruesos. Estaba delgado de cintura para arriba, pero al mirarle, recuerdo haber pensado que se parecía a lo que probablemente era: un granjero de Iowa de vacaciones en la pintoresca Newark.
Fue hasta al plato y se dio la vuelta para observar el centro muerto. Tenía el pelo oscuro y un mechón le caía sobre la frente. Se lo apartó con la mano y se quedó allí parado absorbiéndolo todo: el silencio, las gradas vacías donde esa tarde se sentarían cincuenta mil personas, las banderas que ya colgaban de la verja y ondeaban bajo la ligera brisa de la mañana, los postes de foul recién pintados de azul Jersey, los encargados de mantenimiento que empezaban a regar. Era una visión extraordinaria, siempre lo he pensado, y me imaginaba lo que debía de estar pasándole por la cabeza al muchacho, que una semana antes probablemente habría estado ordeñando vacas y con ganas de empezar a jugar con los Cornholers a mediados de mayo.
Pensé: El pobre muchacho por fin ha entendido dónde está. Cuando mire hacia aquí, veré el pánico en sus ojos. Puede que tenga que atarlo en los vestuarios para evitar que se monte en esa vieja camioneta suya y salga pitando de vuelta al país de Dios.
Pero cuando me miró, no había un ápice de pánico en sus ojos. Ni miedo. Ni siquiera nerviosismo, algo que habría dicho que todos los jugadores sienten el día de la Apertura. No, parecía perfectamente sereno, allí plantado detrás del plato con sus Levi’s y su chaqueta de popelín ligera.
—Sí —dijo, como un hombre confirmando algo de lo que estaba bastante seguro desde el principio—. Billy puede batear aquí.
—Bien por él —le dije. Fue lo único que se me ocurrió.
—Bien —repitió él. Entonces (lo juro) añadió—: ¿Crees que esos tipos necesitan ayuda con las mangueras?
Me eché a reír. Había algo raro en él, algo fuera de lugar, algo que ponía nerviosa a la gente… pero que también hacía que se le cogiera cariño. Una especie de dulzura. Algo que te impulsaba a que te cayera bien a pesar de notar que algo no le funcionaba del todo en la azotea. Joe lo notó de inmediato. Varios jugadores también, pero eso no impidió que les cayera bien. No sé, era como si cuando hablabas con él, lo que volvía fuera el sonido de tu propia voz. Como un eco en una cueva.
—Billy —dije—, no es tu trabajo encargarte del campo. El trabajo de Bill es ponerse la equipación y recibir las bolas de Danny Dusen esta tarde.
—Danny Doo —dijo él.
—Correcto. Veinte victorias y seis derrotas el año pasado, debería haber ganado el Cy Young, pero no lo hizo. Todavía está escocido. Y recuerda esto: si te niega una seña, no te atrevas a hacerle la misma otra vez. Bueno, a no ser que quieras que tu polla intercambie posiciones con el ojete del culo después del partido, claro. Danny Doo está a cuatro partidos de las doscientas victorias, y va a ser malo como el demonio hasta que las alcance.
—Hasta que las alcance. —Asintió con la cabeza.
—Correcto.
—Si niega una seña, hacedle otra distinta.
—Sí.
—¿Lanza bolas con cambio de velocidad?
—¿Tienes tú dos piernas? Doo ha ganado ciento noventa y seis partidos, y eso no se consigue sin lanzar cambios de velocidad.
—No sin cambios de velocidad —dijo—. Vale.
—Y no te lesiones ahí fuera. Hasta que los directivos cierren un fichaje, lo único que tenemos eres tú.
—Soy yo —dice él—. Entendido.
—Eso espero.
Para entonces ya empezaban a llegar otros jugadores, y yo tenía como mil cosas que hacer. Más tarde vi al chico en el despacho de Jersey Joe, firmando lo que necesitara firmarse, con Kerwin McCaslin inclinado sobre él como un buitre sobre un animal muerto en la carretera, señalando los puntos correctos. Pobre muchacho, probablemente solo habría dormido seis horas en las últimas sesenta y ahí estaba firmando por cinco años de su vida. Más tarde lo vi con Dusen repasando la alineación de Boston. Doo se encargaba de hablar y el chico se encargaba de escuchar. No hizo ni una sola pregunta, por lo que vi, lo cual estuvo bien. Si el muchacho hubiera abierto la boca, Danny le habría echado un buen rapapolvo, de seguro.
Aproximadamente una hora antes del partido, entré en el despacho de Joe para mirar la alineación. Había puesto al chico como octavo bateador, lo que no era ninguna sorpresa. Sobre nuestras cabezas ya había empezado el murmullo y se oía el retumbar de las pisadas en las tablas. El público siempre llega temprano el día de Apertura. Al escucharlo sentí un cosquilleo en el estómago, como siempre, y noté que a Jersey Joe le pasaba lo mismo. Su cenicero ya rebosaba.
—No es tan grande como me habría gustado —dijo, dando un golpecito en el nombre de Blakely—. Que Dios nos ayude si sale desplumado.
—¿McCaslin no ha encontrado a nadie más?
—Puede. Ha hablado con la mujer de Hubie Rattner, pero Hubie se ha ido de pesca a algún lugar en Temperatura Rectal, Michigan. Imposible contactar con él hasta la semana que viene.
—Cap… Hubie Rattner debe de tener mínimo cuarenta y tres, ni un día menos.
—A buen hambre no hay pan duro. Y sé franco… ¿cuánto crees que va a durar ese chaval en las Mayores?
—Bueno, probablemente lo que un caramelo a la puerta de una escuela —digo yo—, pero tiene algo que Faraday no.
—¿Y qué es?
—No lo sé. Pero si lo hubieras visto plantado detrás del plato mirando hacia el centro, puede que te causara una sensación mejor. Era como si estuviera pensando: «Esto no es tanto como creía que sería».
—Va a enterarse de lo que es la primera vez que Ike Delock le tire una a la nariz —dijo Joe, y encendió un cigarro. Le dio una calada y empezó a echar los pulmones por la boca—. Tengo que dejar estos Luckies. «Cargado de todo menos de tos», dice el anuncio. Los cojones. Te apuesto veinte pavazos a que el chaval deja que la primera curva de Danny Doo se le cuele entre las piernas. Entonces Danny se cabreará, ya sabes cómo se pone cuando alguien le jode su tren de lanzamientos, y Boston se pondrá como una moto.
—Debes de ser el alma de la fiesta —le digo. Me tendió la mano.
—Apuesta.
Y como yo sabía que él buscaba ahuyentar la mala suerte, le estreché la mano. Fueron veinte dólares que gané, porque la leyenda de Bloqueo Billy comenzó ese mismo día.
Uno no diría que supo marcar las bolas, porque no lo hizo él, sino el Doo. Pero el primer lanzamiento —a Frank Malzone— fue una curva, y el muchacho la atrapó sin problemas. Y no solo eso. La bola iba fuera por un pelo de coño y jamás vi a ningún catcher meter una pelota dentro tan rápido, ni siquiera a Yogi. El árbitro cantó «strike uno» y fuimos nosotros quienes nos pusimos como una moto, por lo menos hasta que Williams hizo un home run con las bases vacías. Se lo devolvimos en la sexta, cuando Ben Vincent la mandó fuera del estadio. Luego, en la séptima, teníamos a un corredor en segunda base —creo que era Barbarino— con dos outs y el chico nuevo al bate. Era su tercer intento. En el primero se quedó como una estatua, en el segundo hizo un swing al aire. Delock le engañó del todo esa vez, lo dejó en ridículo, y oyó los únicos abucheos que oiría en todo el tiempo que vistió el uniforme de los Titanes.
El chico pisa el plato y, mientras, yo observaba a Joe. Lo veo sentado junto a la alineación, mirando al suelo y sacudiendo la cabeza. Aunque el chaval ganara una base, el Doo era el siguiente, y él no podría ni darle a una bola lenta de softball con una raqueta de tenis. Como bateador era malo de cojones.
No alargaré el suspense; esto no es ninguna novela de deportes para niños. De todas formas, acertó quienquiera que dijese que a veces la vida imita al arte. Eso pasó aquel día. La cuenta iba tres bolas y dos strikes. Entonces Delock lanza la rápida sinker que le engañó la vez anterior, y que me aspen si el chico no se la tragó de nuevo. Solo que esa vez resultó que fue Ike Delock el que quedó como un bobo. El chico la enganchó desde abajo, de la misma forma que solía hacer Ellie Howard, y la coló en el hueco del jardín exterior. Le hice señas al corredor para que entrara y recuperamos la ventaja, dos a uno.
Todo el mundo estaba de pie en la grada, desgañitándose, pero el chico no parecía oírles. Se quedó en la segunda, sacudiéndose el polvo del trasero. No se quedó mucho, porque el Doo cayó en tres lanzamientos y luego tiró su bate como siempre hacía cuando lo ponchaban.
Así que, bueno, quizá esta sea una novela deportiva, después de todo, de la clase que uno leía en las salas de estudio del instituto. Primera parte de la novena entrada y el Doo mirando a los primeros de la lista. Elimina con tres strikes a Malzone, y una cuarta parte de la grada se pone en pie. Elimina con tres strikes a Klaus, y la mitad del estado de pie. A continuación viene Williams, el viejo Teddy Ballgame. El Doo le pega en la cadera, eso por un lado, y dos, luego pierde fuelle y le regala la primera base por bolas. El chico echa a andar hacia el montículo y Doo le hace señas con la mano para que se largue: «Tú limítate a agacharte y a hacer tu trabajo, hijo». El chico obedece, ¿qué otra cosa va a hacer? El tipo del montículo es uno de los mejores pitchers de la liga de béisbol y el tipo en el cajón del catcher tal vez haya pasado la primavera tirando la pelota contra la pared del establo para mantenerse en forma después de haber ordeñado a las vacas.
Primer lanzamiento, ¡maldición! Williams sale hacia la segunda. La pelota está en el suelo, difícil de controlar, pero el chico logra sacar un buen pase. Casi toca a Teddy pero, como bien sabe usted, el casi solo cuenta en el juego de la herradura. Ahora todo el mundo está de pie, gritando. El Doo empieza a darle voces al chico —como si la culpa fuera del chaval y no del asqueroso lanzamiento que había hecho él—, y mientras le dice que es un acojonado de mierda, Williams pide tiempo. Se ha hecho un poco de daño en la rodilla al tirarse en la base, lo que no debería haber extrañado a nadie; sabía batear como el mejor, pero tenía los pies de plomo. Por qué robó una base aquel día es un misterio para todo el mundo. Seguro que no fue un bateo y corrido, imposible teniendo dos outs y estando el partido en peligro.
Bueno, pues Billy Anderson entra para sustituir a Teddy… a quien probablemente habría desollado su entrenador si hubiera sido cualquier otro. Y entra Dick Gernert, con un porcentaje de slugging[2] de .425, o por ahí. El público se pone hecho una fiera, el estandarte se está apagando, los laterales se arremolinan, las mujeres gritan como condenadas, los hombres chillan a Jersey Joe para que quite al Doo y ponga a Stew Rankin, que era lo que la gente de hoy en día llamaría el cerrador, aunque en aquel entonces se le conocía como un especialista en relevos cortos.
Pero Joe cruzó los dedos y mantuvo a Dusen.
La cuenta iba tres bolas malas y dos strikes, ¿vale? Anderson echa a correr con el lanzamiento, ¿vale? Porque corre como el viento y es el primer partido del novato detrás del plato. Gernert, ese fortachón, pica una curva por debajo —no la empalma sino que la pica— y la pelota cae detrás del montículo, fuera del alcance de Doo. Pero él se revuelve como un gato. Anderson está pasando la tercera y Doo la lanza al home de rodillas. La puta salió como una bala.
Sé lo que usted cree que estoy pensando, señor King, pero se equivoca de cabo a rabo. Nunca se me pasó por la cabeza la idea de que nuestro nuevo catcher novato fuera a quedar tan machacado como Faraday y que su bonita carrera en las mayores acabaría antes de empezar. Por un lado, Billy Anderson no era un alce como Big Klew; era poco más que un bailarín de ballet. Por otro… bueno… el chico era mejor que Faraday. Creo que lo supe desde la primera vez que lo vi, sentado en el parachoques de aquella camioneta hecha polvo donde transportaba su gastada equipación.
Duse la tiró baja pero directa al blanco. El chico la coge entre las piernas, luego gira sobre sí mismo y veo que extiende solo la manopla. Apenas tuve tiempo para pensar que menudo error de novato, que había olvidado la vieja proclama de «los principiantes con las dos manos», que Anderson iba a hacer que soltara la pelota de un golpe y que tendríamos que intentar ganar el partido en el cierre de la novena. Pero entonces el chico bajó el hombro izquierdo como un defensa de fútbol. En ningún momento presté atención a su mano libre, porque tenía la vista fija en aquel guante extendido, igual que todos en el Old Swampy aquel día. Así que no vi exactamente qué ocurrió, nadie lo vio.
Lo que sí vi fue esto: el chico golpeó el pecho de Anderson con el guante cuando aún estaba a tres pasos completos del disco. Entonces Anderson chocó con el hombro caído del chico. Salió disparado y volteado hacia arriba y aterrizó detrás del cajón del bateador zurdo. El árbitro levantó el puño marcando la señal de out. En ese momento Anderson empezó a aullar y se agarró el tobillo. Lo oí desde la otra punta de la caseta, así que ya comprenderá usted que debió de ser un buen berrido, porque esos hinchas del día de Apertura rugían como un vendaval de fuerza diez. Vi que la vuelta de la pernera izquierda de Anderson se teñía de rojo y la sangre rezumaba entre sus dedos.
¿Podría tomar un vaso de agua? Sírvame un poco de aquella jarra de plástico, ¿quiere? El plástico es lo único que nos dan en las habitaciones, ¿sabe? No se permiten jarras de cristal en el hotel para zombis.
Ah, qué buena. Hacía mucho tiempo que no hablaba tanto, y todavía me queda mucho más que contar. ¿Ya está aburrido? ¿No? Bien. Yo tampoco. Lo estoy pasando como nunca, sea o no una historia terrible.
Anderson no volvió a jugar hasta 1958, que fue su último año; Boston le dio la carta de libertad a mitad de temporada y no pudo fichar por nadie más. Porque su velocidad se había esfumado, y la verdad, su velocidad era lo único que tenía para vender. Los médicos dijeron que quedaría como nuevo, que el tendón de Aquiles solo tenía un pequeño desgarrón, no estaba cortado, pero también estaba distendido, y me imagino que fue esa lesión la que acabó con él. El béisbol es un deporte delicado, ¿sabe? La gente no se da cuenta de ello. Y los catchers no son los únicos que se lesionan cuando hay choques en el plato.
Después del partido, Danny Doo agarró al chico en la ducha y le gritó:
—¡Esta noche te invitaré a un trago, novato! ¡De hecho, te voy a invitar a diez! —Y luego le dedicó su mayor alabanza—: ¡Le has echado un par de huevos ahí fuera!
—Diez tragos, porque le he echado un par de huevos ahí fuera —dice el chico, y el Doo ríe y le palmea la espalda como si fuera la cosa más graciosa que ha escuchado en su vida.