¿William Blakely?
Ay, Dios mío, usted se refiere a Bloqueo Bill; hace años que nadie me pregunta por él, aunque claro, aquí nadie me pregunta mucho de ninguna cosa, solo si quiero apuntarme a la noche de la Polka en la sala K de P del centro o jugar algo llamado Bolera Virtual. Eso es aquí mismo, en el salón Común. Mi consejo, señor King —no me lo ha pedido, ya, pero se lo voy a dar de todas formas— es que no se haga viejo, y si lo hace, no deje que sus familiares le metan en un hotel para zombis como este.
Es algo gracioso eso de hacerse viejo. Cuando eres joven, la gente siempre quiere escuchar tus historias, sobre todo si has sido jugador de béisbol profesional. Solo que, cuando eres joven, no tienes tiempo para contárselas. Y ahora que me sobra todo el tiempo del mundo, parece que nadie se interesa ya por aquellos días. Pero todavía me gusta pensar en ellos, así que, claro, le hablaré de Billy Blakely. Es una historia terrible, desde luego, pero esas son las que más perduran.
El béisbol era diferente en aquella época. No se olvide de que Blockade Billy jugó con los Titanes solo diez años después de que Jackie Robinson rompiera la barrera del color, y ya ha llovido desde que los Titanes desaparecieron. Creo que New Jersey no volverá a tener nunca otro equipo en las Grandes Ligas, no cuando al otro lado del río hay dos potentes franquicias en Nueva York. Pero en aquel entonces era algo grande —nosotros éramos algo grande— y los partidos se disputaban en un mundo diferente.
Las reglas eran las mismas, esas no cambian. Y los pequeños rituales también eran bastante similares. Bueno, a nadie se le habría permitido ponerse la gorra de lado o doblarse la visera, y uno tenía que llevar el pelo bien arreglado y corto (por Dios, mire cómo van ahora esos cabezas de chorlito), pero algunos jugadores todavía se santiguaban antes de entrar en el campo, o hacían dibujos en la tierra con la cabeza del bate antes de adoptar la postura de bateo o saltaban por encima de las líneas de base cuando corrían para ocupar sus posiciones. Nadie quería pisar las líneas de base, se consideraba que traía la peor de las suertes.
Los partidos eran locales, ¿sí? La televisión empezaba a entrar, pero solo los fines de semana. Teníamos un buen mercado, porque jugábamos en New Jersey Oeste, y nos podían ver en Nueva York. Algunas de esas retransmisiones eran bastante graciosas. Comparadas con la forma en que se dan los partidos hoy en día, parecían principiantes en el Dixie. La radio era mejor, más profesional, pero también era a nivel local, por supuesto. Nada de retransmisiones vía satélite, ¡porque no había satélites! Los rusos mandaron el primero allá arriba durante la Serie Mundial entre los Yankees y los Bravos de aquel año. Según recuerdo, fue en un día festivo, pero a lo mejor me equivoco. Lo que sí recuerdo bien es que los Titanes se quedaron fuera de la pelea pronto. Estuvimos compitiendo durante un tiempo, en parte gracias a Blockade Billy, pero ya sabe cómo acabó eso. Es por lo que ha venido usted aquí, ¿verdad?
Bueno, pero a lo que quiero llegar es a esto: como los partidos no tenían tanto alcance a nivel nacional, los jugadores no eran tan importantes. No estoy diciendo que no hubiera estrellas —tipos como Aaron, Burdette, Williams, Kaline y, por supuesto, el Mick—, pero la mayoría de ellos no eran tan famosos de costa a costa como Alex Rodríguez y Barry Bonds (un par de tuercebotas, si me lo pregunta). ¿Y el resto? Se lo digo en dos palabras: clase obrera. El salario medio en aquel entonces era de quince de los grandes, menos de lo que hoy en día cobra un profesor de instituto de primer año.
Clase obrera, ¿lo pilla? Así los llamó George Will en aquel libro suyo, lo único es que él lo decía como si fuera algo bueno. Yo no estoy tan seguro, sobre todo si eras un shortstop[1] de treinta años con una mujer y tres críos y te quedaban como mucho siete años antes del retiro. O diez, si tenías suerte y te respetaban las lesiones. Carl Furillo terminó instalando ascensores en el World Trade Center y con un segundo empleo de vigilante nocturno, ¿lo sabía? ¿Eh? ¿Cree que ese fulano Will lo sabía, o simplemente se olvidó de mencionarlo?
La cosa iba así: si poseías talento y cumplías con tu trabajo aun con resaca, jugabas sí o sí. Y si no, te daban la patada. Era así de simple. Y de brutal. Lo que me lleva a nuestra situación con el puesto de receptor de aquella primavera.
Estuvimos bien durante la pretemporada, que los Titanes la hicimos en Sarasota. Nuestro catcher titular era Johnny Goodking. Quizá no se acuerde de él. O sí, pero probablemente solo por la forma en que acabó. Tuvo cuatro años buenos, con un promedio de bateo de más de .300, se vistió en casi todos los partidos. Sabía cómo manejar a los lanzadores, no aguantaba ninguna parida. Los muchachos no se atrevían a rechazar sus indicaciones. Pues bueno, en el entrenamiento de primavera llegó casi a .350, con tal vez una docena de home runs; en uno de ellos pegó el batazo más profundo y largo que jamás haya visto en el Ed Smith Stadium, donde la bola solía hacer extraños. Le sacó el parabrisas al Chevrolet de algún reportero, ¡ja, ja!
El problema era que también bebía como un cosaco, y dos días antes de que el equipo volviera al norte para abrir la temporada en casa atropelló a una mujer en Pineapple Street y la dejó más muerta que un lirón. O que un cementerio, lo que sea que se diga. Entonces el maldito idiota intentó huir, pero había un coche patrulla del sheriff del condado aparcado en la esquina de Orange, y los agentes lo vieron todo. Tampoco es que el estado de Johnny ofreciera muchas dudas. Cuando lo sacaron del coche, olía como una destilería y apenas se tenía en pie. Uno de los agentes se agachó para ponerle las esposas y Johnny le vomitó en la nuca. La carrera en el béisbol de Johnny Goodking se acabó antes de que la pota se secara. Ni siquiera Babe Ruth habría permanecido en el juego después de atropellar a un ama de casa haciendo sus compras matutinas.
Su reserva era un tipo llamado Frank Faraday. No lo hacía mal detrás del plato, pero bateando era como si golpeara con un banjo. Pesaba menos de setenta kilos. No era corpulento, lo que lo ponía en peligro. En aquellos días se jugaba duro, señor King, y los «jódete» estaban a la orden del día.
Pero bueno, Faraday era lo único que teníamos. Me acuerdo de DiPunno diciendo que no duraría mucho, pero ni siquiera Jersey Joe pensaba que fuera a ser tan poco.
Faraday estaba detrás del plato cuando jugamos nuestro último partido amistoso. Contra los Reds, creo. El partido iba apretado. Don Hoak en el plato. Una mole de tío —creo que era Tec Kluszewski— en la tercera. Hoak golpea la bola directamente a Jerry Rugg, que aquel día era nuestro pitcher. Big Klew se abalanza hacia el home, con sus ciento veinte kilos polacos. Y ahí está Faraday, tan delgaducho como una pajita de refresco, plantado con un pie en el plato. Sabías que iba a terminar mal. Rugg se la pasa a Faraday. Faraday se vuelve para marcar al corredor. No pude mirar.
Faraday aguantó la bola y logró la eliminación, eso se lo concedo, solo que era un entrenamiento de primavera, tan importante en el gran esquema de las cosas como un pedo en un vendaval. Y ese fue el fin de su carrera en el béisbol. El parte médico: un brazo roto, una pierna rota, conmoción cerebral. Ni idea de qué fue de él. Terminaría limpiando parabrisas en una gasolinera Esso de Tucumcari, por lo que sé. No sería el primero.
Pero a lo que voy: perdimos a nuestros dos catchers en un espacio de cuarenta y ocho horas y tuvimos que volver al norte sin nadie a quien colocar detrás del plato a excepción de Ganzie Burgess, un receptor reconvertido a pitcher a principios de los cincuenta. Tenía treinta y nueve años aquella temporada y solo valía como relevo de media entrada, pero sabía lanzar bolas de nudillo y era más astuto que Satanás, así que de ninguna manera iba Joe DiPunno a arriesgar sus viejos huesos poniéndolo a recibir. Dijo que antes me pondría a mí. Sabía que bromeaba —yo solo era un entrenador de tercera base con tantos golpes en la ingle que mis pelotas prácticamente me daban en las rodillas—, pero todavía tiemblo con la idea.
Lo que hizo Joe fue llamar a las oficinas de Newark y decir: «Necesito a un tío capaz de atrapar las bolas rápidas de Hank Masters y las curvas de Danny Doo sin caerse de culo. Me da igual si juega para los Testículos de Tremont, solo asegúrense de que tiene un guante y de que esté en el Swamp a tiempo para el himno nacional. Después pónganse a trabajar para traerme un catcher de verdad. Si es que quieren tener alguna posibilidad de disputar esta temporada, claro». Luego colgó y se encendió el que debía de ser su octogésimo cigarrillo del día.
Sí que es buena la vida de un manager, ¿eh? Un catcher enfrentándose a un cargo de homicidio involuntario; otro en el hospital, envuelto en tantas vendas que parecía Boris Karloff en La momia; una plantilla de lanzadores que o aún no se afeitaban o estaban casi para la jubilación; sabe Dios quién se pondría los protectores para agacharse tras el plato el día de Apertura.
Aquel año viajamos en avión en lugar de en tren, pero aún así parecía una tartana. Entretanto, Kerwin McCaslin, que era el manager general de los Titanes, se puso al teléfono y nos encontró un catcher con el que empezar la temporada: William Blakely, que pronto sería conocido como Blockade Billy. No me acuerdo de si venía de la Doble o de la Triple A, pero me imagino que podrá buscarlo en su ordenador, porque sí recuerdo el nombre del equipo del que procedía: los Cornhuskers, los Mazorqueros, de Davenport. De ahí vinieron varios jugadores durante mis siete años con los Titanes, y los habituales siempre preguntaban cómo eran las cosas jugando para los Cornholers, los Porculeros. A veces los llamaban los Cocksuckers o los Chupapollas. El humor en el béisbol no es lo que uno llamaría sofisticado.
Aquel año abrimos contra los Red Sox. A mediados de abril. En aquel entonces la temporada empezaba más tarde y se jugaba un calendario más sano. Ese día llegué temprano al estadio —«antes de que Dios se levantara de la cama, de hecho»—, y allí estaba un hombre joven sentado en el parachoques de una vieja camioneta Ford en el aparcamiento para los jugadores. Llevaba una matrícula de lowa atada con un alambre. Nick, el guardia de seguridad, le permitió la entrada cuando el chico le enseñó la carta de la sede y su permiso de conducir.
—Tú debes de ser Bill Blakely —le dije, estrechándole la mano—. Me alegro de conocerte.
—Igualmente —respondió—. He traído mi equipo, pero está bastante estropeado.
—Bueno, creo que podremos ocuparnos de eso, compañero —dije cuando le solté la mano. Llevaba una tirita alrededor del dedo corazón, justo por debajo del nudillo del medio—. ¿Te has cortado al afeitarte? —pregunté, señalándolo.
—Ajá, me he cortado al afeitarme —responde.
No sabría decir si esa era su forma de demostrar que había pillado mi bromita o si le preocupaba tanto cagarla que pensaba que debía estar de acuerdo con todo lo que le dijeran, por lo menos al principio. Más tarde me di cuenta de que no se trataba de ninguna de las dos cosas; simplemente tenía la costumbre de repetir lo que uno le decía. Me acostumbré a ello, y en cierto modo incluso llegó a gustarme.
—¿Es usted el manager? —preguntó—. ¿El señor DiPunno?
—No —dije—. George Grantham, pero puedes llamarme Granny. Soy entrenador de tercera base y también el utilero. —Lo cual era cierto; desempeñaba ambos trabajos. Ya le he comentado que este deporte era más pequeño en aquel entonces—. Y no te preocupes. Te voy a proporcionar una equipación totalmente nueva.
—Equipación totalmente nueva —dice él—. Menos el guante. Tengo que llevar el viejo guante de Billy, ¿sabe? Billy Júnior y yo hemos recorrido mucho.
—Bueno, no hay problema.
Y seguimos hacia lo que en aquellos días los cronistas deportivos solían llamar el Old Swampy.