LA LLAMADA DEL MONTE ISEL
Querido Hofer:
Hace un mes, al pasar por Innsbruck, visité la Hofkirche, iglesia en otro tiempo franciscana, que fue construida en el Renacimiento según planos del italiano Andrés Crivelli. Al entrar en ella, me enontré casualmente, a la izquierda de la puerta principal, con la tumba de usted. Junto al suyo se hallan los sepulcros de José Speckbacher y del capuchino Joaquín Haspinger, ambos compañeros suyos de batallas.
En realidad, usted, el posadero de San Leonardo, en el valle de Passiria; combatió dos clases de batallas. Primeramente, usted fue soldado regular en la guerra contra los franceses de 1796 y de 1805. Después, como guerrillero, fue la cabeza y el alma Je la insurrección popular del pueblo tirolés contra los bávaros y los franceses en 1809. Su dirección, increíblemente hábil y valerosa, de los insurrectos, arrancó la admiración de los mismos generales napoleónicos y le hizo entrar para siempre como héroe en el corazón del pueblo tirolés.
Todo comenzó cuando el marqués de Montgelas, ministro de Baviera, sin motivo alguno y sin previo aviso, suprimió de golpe en 1809 todas las ceremonias del culto católico: nada ya de procesiones, matrimonios canónicos y funerales religiosos, mutismo absoluto de todas las campanas. Montgelas no imaginaba hasta dónde podía llegar el sentimiento religioso del catolicísimo pueblo tirolés. Este elevó al, rey de Baviera respetuosas instancias para que fuera retirado el «decreto impío y liberticida». Pero fue en vano. Entonces estalló la insurrección en masa. Mientras las campanas sonaban a rebato y su tañido se transmitía de valle en valle, los campesinos, armados con hoces, horcas y viejos fusiles, se reunían corriendo desde todas las casas de campo y todas las aldeas. Entre la multitud destacaba usted, con su gigantesca estatura, su voz poderosa y su imponente barba negra.
Dos veces fue derrotado el ejército bávaro. Decenas de millares de franceses y sajones acudieron en refuerzo de los bávaros. Entonces se vio obligado usted a dividir sus fuerzas en pequeños grupos e iniciar la guerra de guerrillas. Como en tiempos de la «resistencia» italiana, también usted tuvo que «refugiarse en las montañas». Por desgracia, dos miserables le traicionaron por las acostumbradas «treinta monedas». Al ser detenido por los franceses en la cabaña donde se escondía, usted dijo:
«Haced de mí lo que os plazca. Solamente os pido que respetéis la inocencia de mi esposa y de mis hijos». El virrey Eugenio quería otorgarle el perdón, pero Napoleón ordenó su fusilamiento.
En Mantua, antes de la ejecución, dio usted la bendición, como un patriarca, a los compañeros arrodillados a vuestro alrededor y, negándose a que le vendaran los ojos, esperó de pie la descarga. En la explanada del monte Isel, cerca de Innsbruck, os levantaron una estatua. En su pedestal se lee: Por Dios, por el emperador, por la Patria.
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Emperador aparte, yo querría que1el heroísmo de usted, gallardo y cristiano al mismo tiempo, sirviera de inspiración a otros. Entendámonos. No pretendo impulsar ninguna nueva guerrilla. Estoy convencido de que, especialmente en la Italia democrática, no existe necesidad alguna de guerrillas. Pero su fe cristiana, de una sola pieza, y la unidad compacta del pueblo, que, junto con Haspinger, supo usted lograr en la hora del peligro, ésas sí las deseo de todo corazón.
El profeta Elías decía a la gente: «¿Hasta cuándo caminaréis cojeando a pesar de tener los dos pies? Si el Señor es Dios, ¡seguidlo! Si, por el contrario, lo es Baal, ¡seguidle!» Quería que hicieran una elección seria. Insinuaba que no es posible acercarse a Dios sin apartarse del mal, manteniendo al mismo tiempo dos posiciones contrarias o vacilando entre ellas. Es lo que dijo nuestro poeta Trilussa:
Creo en Dios Padre todopoderoso. Pero…
¿Alguna duda? Que no salga de tu mente.
La fe es hermosa cuando no hay «quizás»,
Ni el «cómo» ni el «por qué» perturban a la gente.
«Quizás», «cómo» y «por qué» no inquietaban al espíritu de los tiroleses de su tiempo. En la modesta posada «am Sand» que usted regentaba en San Leonardo, ellos jugaban, bebían, se divertían y discutían. Pero, vueltos a sus casas, rezaban las oraciones de la tarde con su familia. Cuando los domingos asistían a misa, acostumbraban visitar las tumbas de sus familiares difuntos en el pequeño cementerio situado junto a los muros del templo. El ambiente, las tradiciones piadosas y el tiempo disponible favorecían la reflexión. Y la reflexión consolidaba sus convicciones, que el pintor Egger Lienz puso de relieve eficazmente al pintar a los guerrilleros tiroleses formados y dispuestos al combate, teniendo a la cabeza a Haspinger, que eleva el crucifijo en su mano.
A nosotros, arrastrados y aturdidos hoy por el ritmo frenético de la vida, nos faltan el silencio y la posibilidad de reflexionar. Esta es quizás una de las causas de la vacilación de muchos. Los predicadores de la vieja escuela, al estilo de Haspinger, que nos proponen rudamente las verdades eternas, no gustan en nuestros días; se prefieren palabras persuasivas y discretas. Tampoco soportamos ahora el sonido de las campanas que tañen a distancia; tal vez aceptamos la campanilla de casa.
Palabra suave y campanilla era, por ejemplo, el hermano Cándido, de las Escuelas Cristianas. Este vivió, querido Hofer, un siglo después que usted. Un día viajaba en un tren y tenía abierta sobre sus rodillas una guía de ferrocarriles, que estaba consultando. Un muchacho que estaba a su lado, lleno de curiosidad, miraba a hurtadillas la guía y observaba cómo la manejaba el hermano. Este le preguntó: «¿Conoces este libro? ¿No? ¿Quieres saber para qué sirve y cómo se usa?» Se lo explicó y le enseñó a encontrar los horarios y descubrir los trenes más rápidos entre dos ciudades. El muchacho pone mucha atención. Luego hace algunas pruebas. Aprende pronto el manejo de la guía y se muestra sumamente regocijado. Los viajeros del departamento siguen con divertido interés el diálogo entre ambos.
En un determinado momento, inesperadamente, el hermano Cándido le pregunta al muchacho: «¿Quieres que te enseñe también a viajar por el Ferrocarril del Paraíso?» La sorpresa se dibuja en el rostro del muchacho y de todos los viajeros. El hermano Cándido saca de su bolsa de viaje un folleto ilustrado y continúa: «Este es el Ferrocarril del Paraíso. Estación de partida: cualquier punto del globo terrestre. Tiempo de partida: cualquier momento. Tiempo de llegada: no puede preverse la hora para el viajero. Billete: estar en gracia de Dios. Revisor: el examen de conciencia. Avisos: 1) Tengan siempre dispuesto el equipaje de las buenas obras. 2) Hay una forma de recuperar el equipaje perdido: por medio de la confesión». Terminada su explicación, con gesto amable y sonriente, regaló al muchacho y a los demás viajeros presentes el curioso y precioso itinerario, el cual movió tal vez a alguien al arrepentimiento y al propósito de enmienda.
Me diréis: «¡Este hermano Cándido es una versión dulcificada y raquítica de aquel avasallador Haspinger!»
¡Qué queréis que haga! La época actual, religiosamente débil, requiere un nuevo método apropiado. Lo importante no es el modo, sino el resultado: ¡hacer reflexionar!
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Más importante aún es mantener la unión tanto entre los católicos como entre los ciudadanos de un país. Somos cristianos, pero también para nosotros resulta provechosa la lección del cónsul pagano Publio Rutilio. Era un hombre muy gordo. Un día, para apaciguar una terrible contienda, que parecía no tener fin, se interpuso entre los dos contendientes y les dijo: «Queridos amigos, como veis, yo soy muy grueso, y mi mujer lo es más todavía. Sin embargo, cuando estamos en paz, nos basta para los dos una estrecha cama; en cambio, cuando estaños reñidos, la casa entera nos parece pequeña y no nos basta».
Me asalta ahora una duda: el ejemplo de Rutilio resulta apropiado cuando los contendientes son dos únicamente; pero, por desgracia, los grupos que se combaten actualmente en un país o una comunidad, no son dos, sino ¡cuatro, seis, siete, veinte! ¡Ya no se puede hablar de lecho matrimonial! Si la consideración del bien común no es ya suficiente para llevarnos a la unidad, debería alejarnos de las discordias al menos el temor a los males que éstas producen. Decía Voltaire: «Estuve dos veces al borde de la ruina: la primera, cuando perdí el pleito, y la segunda, cuando lo gané».
Naciones y facciones políticas y religiosas que tenemos a la vista pueden aplicarse el epifonema volteriano. Conviene, además, que no olviden al «tercero» que permanece siempre en la sombra: el que «se aprovecha» de la contienda entre los dos adversarios.
Bulwer, el autor de Los últimos días de Pompeya, escribió: «El abogado es un hombre que, cuando dos litigan por una ostra, la abre, se come su contenido y luego da las valvas a los contendientes: ¡una para cada uno!» Este autor exagera. Pero es cierto siempre y en cualquier campo que la fuerza de nuestro adversario es nuestra debilidad causada por las divisiones.
Estas consideraciones son válidas, en parte, también para la Iglesia católica. Su fundador, Cristo, temió las divisiones y puso un sólido fundamento para su unidad. Dijo: Deseo que mis discípulos «sean una sola cosa» y formen «un solo redil». Para lograr el objetivo de la unidad, eligió entre la muchedumbre de seguidores a los doce apóstoles, de quienes dijo: Quien os escucha a vosotros, me escucha a mí. Previendo divisiones entre los doce apóstoles y entre sus sucesores, quiso que uno de ellos hiciera de jefe y hermano mayor, y le dijo a Pedro: Apacienta mis ovejas, confirma a tus hermanos. El remedio, por consiguiente, es éste: Basta con que los fieles, los sacerdotes, los religiosos y los obispos se aprieten en torno al papa; nadie podrá dividir a la Iglesia.
Vuestro capuchino Haspinger, querido Hofer, sabía muy bien todas estas cosas; más aún, las había vivido. En la misma época en que usted y sus compañeros se sublevaban en el Tirol, numerosos obispos, por miedo o por interés, se pasaban al lado del omnipotente Napoleón. En cambio, usted oponía en el Tirol resistencia a Napoleón y sus aliados, estando de parte del papa Pío VII, el cual, precisamente aquel mismo año 1809, excomulgó a Napoleón y, apresado por los franceses, fue sacado de Roma y llevado al exilio de Savona.
Todas estas cosas merecen recordarse. Y vivirse. Para terminar de una vez con las contiendas que agotan las fuerzas y escandalizan. Para restaurar la unión de las almas y la unidad de la Iglesia y de la Patria. Für Gott… für Vaterland. Por Dios… por la Patria, como está escrito al pie de vuestra estatua en la explanada del monte Isel.
Diciembre 1974.