A José Joaquín Belli[36]

PALABRAS, PALABRAS, PALABRAS…

Querido poeta:

En tus versos trataste mal a mi paisano el papa Gregorio XVI, natural de Belluno. Esto no me impide reconocer que en tus sonetos, más de dos mil, en dialecto romanesco, retrataste tal vez con vivacísima exactitud al pueblo romano: su lengua, carácter, costumbres, usos, creencias, prejuicios, virtudes y también defectos.

Algunas veces, es verdad, te pasaste de la raya al escribir. Pero tu vida fue la de un hombre honrado y no tuviste inconveniente en confesarlo: «Scatagnàmo ar parlà, ma aràmo dritto» (Nos desviamos al hablar, pero andamos derecho).

Pero, por otra parte, ¡cuántas frases ingeniosas! Como ésta, por ejemplo: «No lo digo para vanagloriarme, pero hoy es un día hermosísimo». Algunos de tus sonetos son verdaderas miniaturas que muestran, vivos y parlantes, a artesanos, mujeres del pueblo, conspiradores, comerciantes, prelados y simples sacerdotes.

Entre estos últimos se encuentra Francisco Cancellieri. Lo describiste en versos famosos, que más tarde tú mismo comentaste en prosa de este modo: Cancellieri «comenzaba a hablar de rábanos; después, de rábanos con zanahoria y de zanahorias con berenjena, ¡y terminaba con el incendio de Troya!»

* * *

Resulta lamentable que este buen sacerdote, con su informe y torturante verborrea, hiciera tan mala propaganda de la conversación, la cual, si se desarrolla por los cauces debidos, constituye una ocupación bienhechora para nuestra vida de hombres agobiados por múltiples miserias.

En efecto, la conversación nos acerca a los demás y nos da un profundo sentido de nosotros mismos; aligera nuestras fatigas, nos distrae de las preocupaciones, desarrolla nuestra personalidad y vigoriza nuestros pensamientos.

¿Estoy triste? La simpatía de quien conversa conmigo, me consuela. ¿Me siento solo? La conversación pone fin a la soledad. Si se trata de una conversación familiar, me encuentro feliz por verme admitido en la intimidad de otro. Si se trata de una conversación importante, me considero honrado al verme tratado como «persona de talento».

¿Es la primera vez que converso con una persona? Tengo la impresión de estar viajando placenteramente por un país desconocido. ¿Es la segunda, la tercera o la cuarta vez? Me parece volver a contemplar lugares ya vistos, pero cuyas bellezas no había captado totalmente. Descubro también que mi persona se enriquece por medio de la conversación. Porque poseer sólidas convicciones es hermoso; pero más hermoso todavía es poderlas comunicar y verlas compartidas y apreciadas por otros.

La claridad de mis palabras aumenta la claridad de mis pensamientos. Si advierto que el sentimiento que llevan mis palabras hace vibrar el ánimo de otros, siento que dicho sentimiento vuelve a mí como un eco y acrecienta el que ya tenía.

También Jesús halló consuelo en la conversación. Para comprobarlo de una manera casi palpable, basta leer en el evangelio de San Juan las confidencias que hizo a los apóstoles durante la última Cena. Jesús hizo muchas veces de la conversación vehículo de su apostolado. Conversaba, andando por los caminos, o paseando bajo los pórticos de Salomón. Conversaba en las casas, con las personas que estaban a su alrededor, como María, sentada a sus pies, o como Juan, que tenía reclinada su cabeza sobre el pecho de Jesús.

Muchas veces me he preguntado: ¿Por qué el Señor expuso con frecuencia las más altas verdades mientras estaba sentado a la mesa? Tal vez porque, durante la comida, la gente abandona toda gravedad y adopta una actitud tranquila, modesta, distendida. Al sentarse a la mesa, disminuyen o desaparecen las preocupaciones y las inquietudes. Los comensales no tienen ánimo polémico y están dispuestos a la acogida y a la simpatía.

* * *

Precisamente en una conversación mantenida hace poco durante la comida, casi logré convencer de su error a uno que estaba conmigo a la mesa. Entre bocado y bocado, y entre sonrisa y sonrisa, mi compañero de mesa se declaraba decidido partidario del pluralismo en la fe. «Para mí es evidente —decía— que nadie tiene en su bolsillo toda la verdad cristiana. Cada uno posee solamente una pequeña parte de la misma y hay que dejar que cada cristiano goce en paz de lo que posee. La unidad la hace únicamente Dios desde lo alto, reuniendo las distintas partecitas y formando su síntesis». «¡Vaya, hombre! —le repliqué—. Perdona, pero tu idea de Dios y de la verdad se parece a la de los ciegos de la India». «¿Qué ciegos?», dice él. «¡Espera!»

Me levanto, salgo del comedor y vuelvo llevando en la mano Los cuatro libros de lectura, de Lev Tolstoi. «Permíteme que te lea una página». Leo. Los elefantes del rey (fábula).

Un rey de la India ordenó reunir a todos los ciegos de su país. Una vez juntos, mandó mostrarles sus elefantes. Un ciego palpó una pata; otro, la cola; un tercero, el comienzo de la cola; un cuarto, el vientre; un quinto, el lomo; un sexto, las orejas; un séptimo, los dientes, y un octavo, la trompa.

Luego dispuso el rey que los ciegos vinieran a su presencia y les preguntó: «¿A qué se parecen mis elefantes?»

El primer ciego respondió: «Tus elefantes se asemejan a las columnas». Era el que había palpado la pata. El segundo dijo: «Son semejantes a una escoba». Era el que había tocado la cola. El tercero dijo: «Se parecen a una rama». Es el que había examinado con sus manos el comienzo de la cola. El que había palpado el vientre, dijo: «Tus elefantes se parecen a un montón de tierra». El que había estado tocando el costado, dijo: «Son semejantes a un muro». Él que había palpado el lomo, declaró: «Se asemejan a una montaña». El que había tocado los dientes, dijo: «Son semejantes a los cuernos». El que había palpado la trompa, dijo: «Se parecen a una cuerda gruesa». Y todos los ciegos comenzaron a discutir entre sí.

Dejando el libro, añado: «Me repugna pensar que Dios haya enviado a su Hijo a decirnos Yo soy el camino, la verdad y la vida con el sorprendente resultado de hacer que todos los cristianos nos encontremos en la triste situación de los ciegos de la fábula, teniendo cada uno en sus manos una mísera partecita de verdad, distinta de la que tienen los otros. Que nosotros conozcamos las verdades de la fe sólo por analogía, de acuerdo; pero que estemos ciegos hasta ese punto, de ninguna manera. ¡Me parece indigno, tanto de Dios como de nuestra razón!» La inesperada teología hecha a base de colas y lomos de elefante, no convenció totalmente a mi comensal, pero le impresionó profundamente, obligándole a decir: «¡Caramba! ¡Esto no me lo había dicho nadie!» «¿Lo ves? —respondí—. A veces, hasta los más ignorantes burros dicen verdades como puños. Lo que Rahner no consigue en ocasiones aclarar con sus volúmenes de teología, ¡puede resolverlo Tolstoi con una sencilla historieta!»

* * *

Dejando a Rahner y a Tolstoi, vuelvo a ti, ilustre Belli, reconociendo que en la conversación también existe el reverso de la medalla: la locuacidad incontenible del sacerdote Cancellieri es sólo uno de los numerosos defectos que pueden darse en la conversación.

Existen otros. Lo sabemos perfectamente en Venecia, donde Goldoni describió los males causados por la conversación en Los chismes de las mujeres; en El café, con aquel don Marcia tan maldiciente y enredador; en El mentiroso, con aquel Lelio que ensarta mentira tras mentira, despachándolas como «ingeniosas invenciones»; en Las riñas de las mujeres de Chioggia, y en El pradillo, con aquellas mujeres que parecen pedir a sus amigas que guarden un secreto para que la noticia corra más aprisa.

También tú, ilustre poeta, sabías mucho de estas cosas, como lo demuestra tu delicioso soneto que transcribo a continuación:

Te cuento la cosa tal como la he sabido.

Juana se la confió a Vicenta.

Esta se la dijo a Nina y a Sapiencia.

Nina la refirió secretamente a Tuta.

Así llegó a oídos de Clemencia,

que informó al punto a la bigotuda.

A ésta, amiga mía, no le faltó premura

para decírmela a solas en confidencia.

Te la he dicho, porque estoy segura

de que eres mujer para guardar secreto

sabido como con sacramental sigilo.

Comadre, por amor de Dios te pido

que si a decirlo la tentación te lleva,

no digas nunca que por mí lo has sabido.

Conversar, sí, pero no en detrimento de la caridad, de la verdad, del trabajo o del estudio; en suma, sin rebasar jamás los límites de la justa medida. No demos nunca motivos para que puedan esculpir también sobre nuestra tumba el siguiente epitafio:

Aquí reposa el gran locuaz Soemo.

¡Ahora hablar nosotros ya podremos!

* * *

Una cosa es conversar y otra muy distinta estar de cháchara inconsideradamente, ensartando una tras otra noticias insustanciales, ocultando la propia alma en vez de revelarla, impidiendo hablar a los otros interlocutores, aturdiendo a la gente y dejándola completamente agotada.

He leído que Tomás Moro, en un viaje que hizo a Holanda, marchó algún tiempo en compañía de un hombre cuya conversación resultaba muy grata por el intervalo que dejaba a su interlocutor, por las cosas que decía y por el brío con que las decía. En un momento determinado, admirado por una respuesta extraordinariamente aguda y acertada de su acompañante, Tomás Moro exclamó: «¡Vos, o sois el diablo o sois Erasmo de Rotterdam!» «Un diablo, no —contestó el otro—; pero Erasmo de Rotterdam, sí».

El episodio demuestra que la conversación nos revela tal como somos y enseña que en ella debemos tratar de decir algo útil, interesante y agradable, sin dar lecciones, ni adoptar posturas llamativas ni emplear palabras rebuscadas o altisonantes. Estas últimas, estimado Belli, tampoco te gustaban a ti, que lo manifestaste claramente al tomar como blanco de tu ironía una inocente conjunción, la cual haría reír si la usáramos actualmente, pero que en tu época estaba muy de moda.

Empero[37] era una palabra-guía,

la primera que escuchaban nuestros padres

al llegar a la escuela el primer día.

Y de ella tan grande era su estima,

que, con ella su garganta llena,

la soltaban por doquier en prosa y rima.

Si volvieras ahora a este mundo, no oirías en ninguna parte el famoso «empero». En cambio, tendrías que aguzar el oído para estar seguro de oír bien al escuchar frases como éstas: «confrontarse con la palabra de Dios», «discursos y gestos proféticos», «instancias sociales», «mediación entre la fe y la historia», «estructuralismo», «comunión», «liberación», «encuestar», «verificar», «leer en clave de esto, estar a nivel de aquello otro». Todas estas frases expresan conceptos elevados. Pero resulta bastante cómico ver a personas declaradamente anticonformistas «conformarse» alegremente con estas expresiones únicamente porque las usan algunos pedantes de turno.

Yo me maravillo ante estas expresiones de modo parecido a cómo te maravillaste tú ante otro tipo de frases:

No sé de dónde ha nacido

que al oír los estornudos

haya que dar tantos saludos

y nada por la tos y los ronquidos.

«Prosit, salud, viva, Dios os ayude,

cuartos, felicidad, tus tinajas rebosen,

salud de nuevo y muchos hijos varones…»

Tú no podías saber entonces el porqué de todas estas expresiones. Tampoco yo soy capaz de descubrir la razón de las actuales. ¿Que la culpa es de la moda? Esta ha sido definida como «el horror del pasado inmediato», «no madre, sino suegra y tirana del buen sentido».

¡Cuánto mejor sería que, al menos en la conversación, en lugar de las difíciles palabras de moda; usáramos palabras sencillas y fáciles, tomándolas tal vez de las fábulas de Tolstoi o de tus sonetos, previamente seleccionados y expurgados!

Julio 1974.