¡VERÍA USTED COSAS SORPRENDENTES!
Ilustre Marconi:
Estamos celebrando el centenario de su nacimiento (1874-1974).
Dado su extraordinario ingenio, fue una gran suerte para la humanidad que usted se dedicara desde la adolescencia a los problemas, fascinantes para usted, de la física moderna.
A los veintiún años —sin tener un doctorado, ni siquiera una licenciatura— había descubierto ya la radiotelegrafía, transmitiendo señales eléctricas a distancia. Los años posteriores trajeron, en catarata, nuevos estudios y nuevos descubrimientos.
En 1924 logró usted perfeccionar la radiofonía, haciendo que la voz humana llegara desde Inglaterra hasta Australia. Con el descubrimiento de las ondas cortas y de las microondas aseguró nuevos desarrollos a la televisión.
Recuerdo perfectamente con cuánto interés le seguía el mundo entero. Yo era entonces un pobre muchacho. Sin embargo, sabía que en 1912, gracias precisamente a sus inventos, se había podido salvar la mayor parte de los pasajeros del Titanic, que se había hundido en pocas horas por haber chocado contra un iceberg. También oía hablar de su Electra, la nave-laboratorio, como de un barco fantasma. Causaba profunda impresión verle en una fotografía junto a Pío XI y saber que a una simple señal suya se habían encendido simultáneamente millares de bombillas en Sidney y que usted había cruzado hasta 87 veces el océano para realizar sus experimentos.
Parecía que ya no se podía avanzar más allá de lo conseguido. ¿O era al contrarío?
Al contrario, se ha continuado avanzando rápidamente. Si volviera usted a este mundo, ¡encontraría muchas cosas nuevas que han surgido después de 1937, el año de su muerte!
Tenemos ya la televisión en color, los video-cassettes, los transistores, los satélites artificiales, el radar, la penicilina y las cámaras de reanimación. En las fábricas hay máquinas automáticas que elaboran los productos desde el principio hasta el fin, sin que las distintas piezas que los componen hayan sido ni siquiera tocadas por la mano del hombre. También existen máquinas de contrarreacción que controlan los productos, y descubren y corrigen automáticamente sus eventuales defectos. Cerebros electrónicos registran multitud de datos y realizan las más diversas operaciones en un tiempo brevísimo. Los hombres han llegado ya varias veces a la luna y están proyectando viajes a otros planetas. ¡Estamos en plena era tecnológica, postindustrial e interplanetaria!
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¡Entonces todo va bien! —dirá usted—, pues usted fue también empresario, además de gran descubridor.
Se impone una aclaración. Muchas cosas van muy bien, pero están originando consecuencias cargadas de problemas y peligros. Sería necesario, por tanto, introducir en ellas correcciones y encauzarlas mejor.
Pablo VI, por ejemplo, ha hablado de los «pueblos hambrientos, los cuales interpelan hoy dramáticamente a los pueblos opulentos», y de la «cólera de los pobres, de consecuencias imprevisibles». En realidad lo que ocurre es lo siguiente: Una tercera parte de la humanidad nada en la abundancia de todo y derrocha sin miramientos, mientras las otras dos terceras partes viven en la miseria, que aumenta constantemente. Para remediarla bastaría suprimir los insensatos gastos de armamento y reducir ciertos lujos; en poco tiempo, la tecnología podría proporcionar a la familia humana un nivel económico, social y cultural bastante elevado. Esto lo sabe muy bien todo el mundo, y es esto sobre todo lo que irrita a los pobres.
He hablado de la «familia humana»… Nunca como en nuestros días se ha tenido conciencia de la pequeñez de nuestro planeta. Por ello tenemos hambre y sed de unidad, pero fuerzas opuestas nos paralizan constantemente en el camino hacia ella.
Crean unidad: la red prodigiosa de comunicaciones que envuelve actualmente la tierra en todas direcciones, la aspiración universal a la paz, la existencia de la ONU y de otras organizaciones internacionales y los escritos y las obras de una minoría escogida de pensadores y de políticos.
Causan desunión: las llamaradas del nacionalismo exagerado, que se encienden de cuando en cuando en distintos puntos, tanto en los pueblos viejos como en los nuevos; la división del mundo en bloques opuestos, guiados por las superpotencias; las tensiones sociales, que ahora ya no existen solamente entre clase y clase, sino también entre región y región, y entre Estados ricos y Estados pobres.
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Dirá usted además: Yo fui también un creyente.
¿Por qué la Iglesia no desarrolla el inmenso poder renovador que encierra el Evangelio, renovándose ella misma y caminando al compás de los nuevos tiempos?
Deseo justísimo. Ya lo hizo suyo el Mensaje del Concilio a los pensadores y científicos: «Vuestro camino —dijo— es el nuestro… Somos amigos de vuestra vocación de investigadores, aliados de vuestros esfuerzos, admiradores de vuestras conquistas y, si llega el caso, consoladores de vuestro desánimo y de vuestro fracaso». Palabras que, estoy seguro, le habrían complacido mucho. A ellas siguieron los hechos: está en marcha en la Iglesia una renovación interior y un diálogo con las fuerzas externas.
Pero surgen dificultades. Yo, que soy obispo, me siento a veces en la misma situación que el hijo de Juan II, rey de Francia.
Este, en la batalla de Poitiers, del año 1356, luchaba ardorosamente sin dar descanso a su espada. A su lado combatía también su hijo, el cual velaba además por su padre y le gritaba de cuando en cuando: «¡Cuidado, padre, a la derecha!» «¡Cuidado, padre, a la izquierda!»
Es lo mismo que yo debo hacer continuamente. La Iglesia desea, por ejemplo, llevar a la práctica la recomendación de Rosmini de «sentir altamente de Dios» con celebraciones litúrgicas dignas, despojando el concepto de Dios de ciertas formas, tal vez ingenuas y caricaturescas, con que lo había revestido una civilización agrícola y precientífica.
Pero es tarea difícil. Desde la derecha se levantan airados gritos acusando de impiedad y sacrilegio cada vez que se sustituye un rito viejo por otro nuevo. En cambio, desde la izquierda se introduce indiscriminadamente el prurito de la novedad por la novedad, se desmantela alegremente todo el edificio del pasado, se arrinconan en el desván cuadros e imágenes, se ve a la idolatría y la superstición extenderse por todas partes y se llega a decir que, para salvar la dignidad de Dios, es preciso hablar de él en términos elevadísimos o guardar absoluto silencio.
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¡Ilustre Marconi! En el campo de la ciencia, usted exigía justamente la certeza física y matemática. Pero en otros campos se daba por satisfecho con la certeza del buen sentido y del sentido común, que es también una certeza. Yo sé muy bien que no puedo hablar de Dios tal como Él se merece, pero también sé que debo hablar de El de alguna manera.
Hago como aquella madre que, encarcelada en una prisión sin ventanas, dio a luz un hijo, el cual creció a su lado sin ver jamás el sol. Cuando el niño tenía seis años, la madre, para que él se formara una idea del sol, le mostró el candil encendido por el carcelero y le dijo: «Mira, hijo, el sol es como esta llama; ilumina y calienta. ¡Pero el sol es mucho, mucho mayor!» Era poco. Era una simple analogía. Pero era mejor que nada.
En el campo social y económico, la Iglesia encuentra también dificultades al aportar su contribución. Como Iglesia, declara que no tiene mandato, ni competencia, ni medios para resolver los problemas estrictamente técnicos. Pero los fieles, que son también ciudadanos, deben actuar en el mundo sindical, político y empresarial, inspirándose en la propia fe religiosa.
La jerarquía eclesiástica propone a los católicos y a todos los hombres de buena voluntad una doctrina social extraída directamente de los principios del Evangelio, la cual ha de abrirse camino actualmente entre las ideologías opuestas del capitalismo y del marxismo.
El capitalismo tiene el mérito de haber promovido el desarrollo industrial y de defender la libertad personal. Pero se le reprocha haber causado los gravísimos sufrimientos de los pobres en el siglo pasado y los desequilibrios actuales.
El marxismo conculca la libertad personal y suprime todos los valores religiosos. Sin embargo, no se le puede negar el mérito de haber hecho que muchos abran los ojos a los sufrimientos de los obreros y al deber de la solidaridad.
Según la enseñanza de la Iglesia, el capitalismo, para ser justo, debería experimentar una profunda modificación. Es buena la riqueza producida, pero a condición de que no se pegue a ella demasiado el corazón, de que participe de ella el mayor número posible de hombres y de que deje de producir los graves desequilibrios que padece el mundo actual. El lucro es bueno sólo si se consigue por medios justos, es decir, sin sacrificar la dignidad de ninguna persona humana. También la competencia es buena, con tal que no degenere en una lucha feroz, que no pone freno alguno a sus ataques. La Iglesia, siguiendo el ejemplo de Cristo, debe amar a todos los hombres, pero debe mostrar un amor especial a los pobres y a los más necesitados.
En cuanto al marxismo, anda ahora intentando penetrar en las filas de los católicos a través de una sutil distinción. «Una cosa es —se dice— el análisis que Marx hizo de la sociedad, y otra distinta, la ideología que guió a Marx. El análisis es una cosa rigurosamente científica, iluminadora y útil para resolver los problemas; por eso lo aceptamos. Pero rechazamos la ideología materialista».
La jerarquía eclesiástica está alarmada ante semejantes posiciones. «Nos negamos —escribió el episcopado francés el 14 de noviembre de 1973— a aceptar el carácter científico de un análisis que, de hecho, se apoya en cierto número de postulados filosóficos, algunos discutibles, otros inaceptables».
Pablo VI ya había advertido (Octogesima adveniens n. 34): «Sería ilusorio y peligroso… aceptar los elementos del análisis marxista sin reconocer sus relaciones con la ideología [materialista]».
Seguramente, ilustre Marconi, me haría usted la siguiente observación: «Usted me está escribiendo una carta, la cual, por pertenecer a un género literario muy humilde, ¡resultará inadecuada para una crítica de los gigantes del capitalismo y del marxismo!» Tiene razón, pero ¿qué quiere que haga? ¡La mosca da golpes a la medida de sus fuerzas!
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La contribución de la Iglesia a la unidad del mundo, la expresó así Pablo VI: «Experta en humanidad…, sin pretender entrometerse en la política…, la Iglesia ofrece lo que posee como propio: una visión global del hombre y de la humanidad». Esta visión hunde sus raíces en la Biblia, la cual muestra a todos los hombres dirigidos a un mismo destino y redimidos por un solo Salvador, que es y se declara solidario de todo el género humano y se halla investido de la misión de «reconciliar consigo todo lo que existe en la tierra y en los cielos» (Col 1,20).
Jonás, el del Antiguo Testamento, pensaba que no debía compartir con otros pueblos los privilegios del suyo. Enviado a predicar a Nínive, en Oriente, intenta escapar hacia Occidente, porque los ninivitas no son hebreos. Dios, por medio de un sistema de tempestades huracanadas y de fauces abiertas de ballenas, hace que Jonás vuelva al Oriente. Al predicar a los ninivitas, espera que éstos no se conviertan. Pero sucede lo contrario: los ninivitas se convierten. Dios les perdona. Jonás, como si fuera un muchacho caprichoso, se queja a Dios: «¡Lo sabía, Señor! Tú te dejas llevar siempre por la misericordia y perdonas incluso a esta gentuza».
Dios le da una lección de universalidad con fino humorismo, pero también con inquebrantable firmeza.
Una vez fuera de la ciudad, Jonás construye con ramas un sombrajo que le proteja contra los calurosos rayos del sol. Dios echa una mano a Jonás haciendo crecer a toda prisa una planta de ricino, que da sombra a su cabeza. Jonás se duerme contento. Pero a la mañana siguiente descubre que la planta se ha secado, y los rayos del sol caen como dardos ardientes sobre su cabeza. Jonás se lamenta de nuevo, pero Dios le responde: «¿Cómo? Tú sientes pena por un ricino, que no te costó nada, que creció en una noche y en otra noche se secó, ¿y yo no debía compadecerme de Nínive, una ciudad de ciento veinte mil habitantes, que no saben distinguir su derecha de su izquierda?»
Esta doctrina universalista —clarísima también en las profecías de Isaías, de Miqueas y en algunos salmos— fue continuada plenamente por Jesús. Al. portal de Belén llegan, además de los pastores, que son judíos, los magos, que no lo son. Jesús obra milagros también en favor de la mujer cananea y del centurión romano, cuya fe elogia. Y confía a los apóstoles la misión evangelizadora en estos precisos términos: «Id y enseñad a todas las gentes» (Mt. 28,19). Por eso, San Pablo pudo exponer el plan divino de la salvación con la siguiente frase: «Recapitular en Cristo todas las cosas, tanto las celestiales como las terrestres» (Col. 1,10).
En línea con la Biblia, los últimos papas han abogado calurosamente por la causa de la unidad y de la paz. En especial, Pablo VI ha abierto incluso vías completamente nuevas, hablando ante la ONU, enviando telegramas a los mismos jefes de los Estados comunistas, ofreciendo su mediación.
Me preguntará usted: ¿Con qué resultados? Al menos, se ha obtenido el resultado de propagar y difundir una convicción, de crear un nuevo clima y de impulsar un cambio que se está produciendo. Usando un recurso clásico, yo diría que estamos pasando de la mentalidad de Juan Galeazzo Viscontí a la de Petrarca.
El primero, según el estilo de los señores renacentistas, no concebía un gobierno que no mantuviera guerras, y llegó al extremo de prohibir que los sacerdotes dijeran en la misa las palabras dona nobis pacem.
Petrarca era de parecer diametralmente opuesto y refería el diálogo mantenido entre él y un loco. Este, al ver soldados en marcha, preguntó al poeta:
«¿Adónde van?» «A la guerra», le respondió Petrarca. Y el loco observó: «¿No es cierto que esta guerra terminará un buen día mediante la paz?» «¡Cierto!», replicó el poeta. «Entonces —añadió el loco— ¿por qué no hacen inmediatamente la paz antes de comenzar la guerra?» Petrarca concluía melancólicamente: «¡Yo pienso igual que este loco!» Con la ayuda de Dios, parece que un poco de esta bendita locura se está difundiendo también por la acción de la Iglesia en todas las mentes.
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¡Ilustre Marconi! Su vida intensísima, vivida para la investigación y para las aplicaciones de ésta hasta el último día, se resume en esta frase: Pocas palabras, muchos hechos. También en este aspecto nos enseña usted algo a nosotros, que, según parece, estamos actualmente inclinados al extremo contrario de muchas palabras (habladas o escritas) y escasos frutos prácticos.
Junio 1974.