A NUEVOS TIEMPOS, ESCUELA NUEVA
Ilustre Quintiliano:
Fue usted un gran abogado; un gran maestro de oratoria, pero, sobre todo, un gran y apasionado educador de los jóvenes.
Plinio el Joven fue uno de sus alumnos y el emperador Domiciano le confió la educación de sus sobrinos, hijos de su hermana, Flavia Domitila.
El primero de los doce libros de su obra principal, la Institutio, ha sido libro de texto desde la Edad Media hasta hace pocos años.
Lo he recorrido recientemente y he vuelto a leer algunas de las máximas de usted.
1) No pretenda el maestro de un niño lo que sólo puede dar un adolescente, ni de un adolescente lo que esperamos de un adulto. Dígale, cuando haya aprendido algo bien: ¡Ya eres alguien!, y añada: ¡Lo mejor de ti vendrá después! Así le anima, le estimula y le franquea el camino de la esperanza.
2) No está bien que haya un solo maestro para un solo alumno. Si no se compara con los demás, el estudiante corre peligro de engreírse demasiado; puesto ante un solo estudiante, el maestro no da lo mejor de sí mismo. En cambio, si hay muchos en clase, hay emulación, hay porfía, y ésta estimula frecuentemente al estudio más que las exhortaciones de los maestros y los ruegos de los padres.
3) El espíritu crítico no es adecuado para los jovencitos, no debe hacérsele prevalecer en ellos sobre la imaginación y la creatividad.
4) El maestro no debe ser demasiado severo en la corrección; de lo contrario, los tímidos se desaniman, temen a todo y no intentan nada, mientras que los más despiertos se enfadan y oponen tácita resistencia. Sea como un padre, viva sin vicios y no tolere los vicios. Austero, pero no rígido; benévolo, pero no carente de energía; ni se haga odioso por su rigor, ni despreciable por falta de energía; hable a todas horas de lo que es bueno y honesto…
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Repasar estas máximas me ha producido a la vez ternura y tristeza, por ver que están muy lejos de las máximas que veo ahora en determinados tratados modernos de pedagogía y que veo aprobadas con demasiada generalidad.
1) ¿Y si le dijera a usted, ilustre Quintiliano, que hay maestros que ya en el cuarto curso de EGB se detienen, volviendo luego continuamente sobre temas como el Vietnam, Chile o los palestinos? Lo que interesa —dicen— no es transmitir a los muchachos conocimientos adquiridos de otros en el pasado, lo que importa es que aprendan a discutir los grandes problemas del presente.
2) ¿Emulación, porfía? Estas son hoy palabras prohibidas; favorecerían el individualismo, el espíritu de clase, la meritocracia, el capitalismo. Las notas no deben darse al individuo, sino solamente al grupo.
3) Respecto al espíritu crítico, se trata de una de las cosas que más nos preocupan. La sociedad es presentada a los alumnos en sus aspectos negativos, a veces consciente y deliberadamente exagerados, para después decir: «¡Muchachos, éste es vuestro blanco, disparad contra él!» Usted temía a la «resistencia tácita». ¡Hoy tenemos la contestación escolar y todo lo contrario de tácita!
4) ¿Maestro paternal? ¡Por Dios, que no le oigan a usted! Hoy le echan los perros al paternalismo, se le busca por todas partes, se le teme, es sinónimo de opresión, regresión y autoritarismo. Hoy, en cambio, las palabras de moda son: el trabajo de grupo, la escuela no teórica, de gestión social y democrática, entretenida a todas horas con asambleas y manifestaciones. Si volviera usted a enseñar después de diecinueve siglos, querido Quintiliano, ¡cómo tendría que ponerse al día!
Y no es que todo esto esté mal. Los cuatro puntos que he contrapuesto, junto con muchos otros slogans, a los cuatro de usted, contienen tonalidades y soluciones extremistas. Pero caben también posturas intermedias, que seguramente a usted no le disgustarían y con las cuales, adaptándose un poco, podrían casar muy bien sus máximas.
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Es bueno, por ejemplo, el trabajo de grupo que usted no conoció.
En el grupo, suponiendo que funcione bien, no se produce sólo el fenómeno de tres, cuatro o cinco inteligencias que se suman cuantitativamente, sino que actúa y opera un estímulo nuevo en la inteligencia de cada uno. Yo, en efecto, trato de entender lo que el otro ha entendido ya, y su luz enciende en mí otra luz, que a su vez le ayuda a él, a un tercero o a un cuarto.
Por otra parte, el «trabajo de grupo» me estimula a ser «activo», además de «receptivo»; a ser yo mismo en mi aprendizaje; a manifestar mi pensamiento a los demás haciéndolo de una forma original.
No es esto sólo. Se lleva a cabo un cambio de experiencias que enriquece a los demás y me enriquece a mí; se favorece la lealtad en el intercambio y el respeto cortés hacia los demás.
Esto, sin embargo, no excluye, sino que supone la enseñanza del maestro. De hecho:
—la dependencia es algo natural en la mente, la cual no crea la verdad, sino que sólo debe inclinarse ante ella, venga de donde venga;
—si no nos aprovechamos de las enseñanzas de otros, perderemos mucho tiempo buscando las verdades ya adquiridas;
—no es posible lograr siempre descubrimientos originales; frecuentemente basta con estar críticamente ciertos de los descubrimientos ya realizados;
—por último, la docilidad es también una virtud útil.
Me acuerdo de aquel profesor universitario, al que la criada le pidió que le dejara coger de la estufa unas ascuas para la plancha.
—Hágalo —respondió—, ¿pero dónde está el cacharro para llevar el carbón?
—¡Aquí! —respondió la criada mostrando la palma de la mano. Puso una capa de ceniza fría y sobre ésta colocó los carbones y se marchó dando las gracias.
—¡Caramba! —dijo el profesor—, ¡con todo lo que sé, esto no lo sabía!
No se crea que, porque se escuche a un profesor, hay que estar en plan puramente pasivo o receptivo. Los alumnos que sean verdaderos discípulos de la verdad, no son como escudillas esperando recibir «las alubias» que el maestro les eche, dándole bien al cazo de su erudición. Dante, Leonardo y Galileo, cuando estaban al pie de la cátedra, no se contentaron solamente con «sentarse», y Santo Tomás demuestra que quiere que los alumnos estén bien «de pie» cuando dice: el maestro se limita a «mover», a estimular al discípulo, y el discípulo sólo cuando sabe responder a este estímulo —durante o después de la exposición del maestro— alcanza un verdadero aprendizaje.
Por otra parte, ¿qué es mejor? ¿Ser confidentes de las grandes ideas o autores originales de ideas mediocres?
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Hermosa y positiva es la atención prestada a los débiles de la escuela. Pero esta atención puede prestarse conservando cierto grado de competición. La escuela prepara para la vida, que también está hecha de desigualdades. El mismo deporte, que tanto gusta a los jóvenes, ¡qué sería de él si no hubiese emulación y competitividad! Una escuela sin un primero y sin un último ni es realista ni resulta agradable: se parece demasiado a un rebaño de ovejas.
Don Bosco veía de un modo muy diferente el amor a los jóvenes. «Creo —escribía— que es deber de todo profesor tener en cuenta a los más torpes de la clase; preguntarles col) más frecuencia que a los demás; detenerse con ellos más tiempo en las explicaciones; repetir y repetir, hasta que hayan comprendido, hasta adaptar los deberes y las lecciones a su capacidad. Para tener ocupados convenientemente a los alumnos más despabilados, añádanse deberes y lecciones suplementarios, premiándoles con puntos de aprovechamiento. Más que descuidar a los más atrasados, dispénseseles de cosas accesorias, pero las materias principales adáptense enteramente a ellos».
Tal vez usted también esté de acuerdo en que en el pasado la escuela exageraba un poco con las nociones o definiciones. Me vienen a la mente algunos nombres: Zenoni (gramática latina y griega), Companini-Carboni (diccionario latino), Sanesi (diccionario griego). Vinculados a ellos veo declinaciones, paradigmas, reglas, excepciones, ejercicios y traducciones en número interminable.
La historia tal como la referían los textos, me parecía una «destiladora del ruido» (Carlyle), hecha toda a base de fechas, guerras, paces y tratados. En el estudio de las ciencias aprendí de memoria series de nombres como neurópteros, lepidópteros, coleópteros, dípteros, etc., a la vez que no logré estar nunca seguro de si la mosca y el mosquito pertenecen al mundo de los dípteros y nunca fui capaz de reconocer a los himenópteros en las hormigas rojas, que me picaban dolorosamente en las piernas cuando me sentaba en un prado.
Es mucho mejor la escuela viva. La que ofrece a los muchachos centros de interés; la que, junto a los vocabularios, usa discos y «cassettes» para los idiomas; la que en la historia hace resaltar el progreso de la cultura y las condiciones sociales; la que en la física y ciencias naturales procede a base de experimentos en el laboratorio; la que acostumbra moderadamente a los alumnos a interesarse y a tomar parte en la vida y los acontecimientos de su propio país y del mundo.
Digo «moderadamente». En efecto, estoy convencido de que los alumnos pueden discutir útilmente en clase, pero no va conmigo el que puedan falta de el respeto al profesor, ni ponerse a decir palabrotas, o a hacer gestos obscenos en su presencia. Yo sé que tanto la Constitución italiana como el concilio Vaticano II reconocen el derecho de huelga, pero no soy capaz de ver este derecho en ciertas huelgas de alumnos, que terminan a pedradas contra los cristales de la escuela o con destrozos peores.
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El próximo año escolar se aplicará la ley 477 a la gestión social de la escuela preescolar, elemental, secundaria y artística del Estado italiano.
En su virtud (art. 6), los padres son parte integrante y fundamental en el mundo de la escuela. Se establecerá un Consejo de Instituto o de Círculo. Estará integrado por representantes del personal docente, de personal no docente, de los padres de los alumnos, así como por el director escolar o presidente. Lo presidirá uno de los padres elegido de entre los miembros del propio Consejo. Los padres, además, formarán parte del Consejo de disciplina de los alumnos y de los Consejos de clase e interclase.
Es ésta una verdadera conquista, ilustre Quintiliano: los padres se hacen corresponsables en el seno de la escuela por vía oficial. Ahora bien, ¿están todos preparados para afrontar los problemas escolares? ¿Serán capaces de dejarse guiar sólo por los intereses de sus hijos, dejando fuera de la escuela toda preocupación de partido, hoy cuando la política se infiltra por todas partes, como polvo sutilísimo, hasta en los pulmones? ¿Y esos amplios poderes deliberativos reconocidos por el art. 6 a los padres no serán después anulados por la libertad de enseñanza, que ya algunos profesores están exigiendo, amparándose en el art. 4? Si profesores y maestros tienen una libertad demasiado amplia para enseñar lo que les parezca y lo que les plazca, ¡adiós libertad de los padres!
La escuela italiana se halla ante una encrucijada histórica. Si las familias no lo comprenden y no abren bien los ojos, todo puede acabar en auténtica calamidad.
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¡Ilustre Quintiliano! Muchos siglos nos separan. Detrás de usted han venido muchos filósofos y muchos, muchísimos pedagogos.
La cultura humanística, que fue la de usted, está hoy oscurecida por las ciencias del mundo y del hombre, que imperan en la era del átomo y de la técnica. Sin embargo, hace un siglo Teodoro Mommsen, romanista y protestante, le definía a usted como hombre «inspirado por el buen gusto y el recto juicio, que sabe instruir sin pedantería». Hace cincuenta años, Concetto Marchesi, un comunista, reconocía la cultura de usted como «formadora del espíritu».
Hago votos para que no se venga abajo todo en la escuela de la cultura humanística y sus máximas más famosas sigan influyendo en los educadores. Bastaría la siguiente: Non multa, sed multum, es decir, en la escuela, no muchas cosas, sino mucha profundidad.
Don Bosco la recogió a su modo, cuando escribía: «Mucho hace el que hace poco, pero hace lo que debe hacer; no hace nada el que hace mucho, pero no hace lo que debe hacer». Así, pues, mucho y a fondo, sin complicadas exageraciones a lo Anatole France.
Este, para que una aceituna pudiera ser degustada a la perfección, sugería el siguiente procedimiento: meterla en una alondra, encerrar a ésta en un pichón, el pichón en un pollo, el pollo en un conejillo de Indias, éste en un ternerillo y todo ello tostarlo en un asador. Lo mejor del jugo del ternerillo escurriría, con el del conejillo, el del pollo, el del pichón y el de la alondra sobre la aceituna y la harían superlativamente exquisita. ¡Muchas gracias! ¡El precio de tanta exquisitez sería una hecatombe!
No es una hecatombe de valores lo que usted —con el multum— pretendía y nosotros deseamos para nuestra escuela.
Abril 1974.