PROHIBIDO PROHIBIR
Querido San Lucas:
Me has sido siempre muy grato, por ser tan dulce y conciliador.
En tu evangelio subrayas que Cristo es infinitamente bueno; que los pecadores son objeto de un amor particular por parte de Dios, y que Jesús, casi ostentosamente, se relacionó con aquellos que no gozaban en el mundo de consideración alguna.
Eres el único que nos ofrece el relato del nacimiento e infancia de Cristo, cuya lectura escuchamos siempre con renovada emoción en Navidad. Hay, sobre todo, una frase tuya que me llama la atención: «Envuelto en pañales fue reclinado en un pesebre». Esta frase ha dado origen a todos los belenes del mundo y a miles de cuadros preciosos. Y a ella añado yo esta estrofa del Breviario:
Ha aceptado yacer sobre el heno,
no ha tenido miedo del pesebre,
se alimentó con poca leche
aquel que sacia el hambre del último pajarillo.
Hecho esto, me pregunto: «Si Cristo se ha colocado en ese puesto tan humilde, ¿qué lugar debemos escoger nosotros?» Déjame dar la respuesta que le hallo a esta pregunta.
* * *
Delante de Dios, nuestro puesto es el de Abrahán cuando decía: «¿Osaré hablar a mi Señor, yo que soy polvo y ceniza?» O bien el del publicano, que en el umbral del templo, lejos del altar, no se atrevía siquiera a levantar los ojos del suelo, acordándose de los muchos pecados que había cometido.
Ante un Dios infinito y omnipotente debemos aceptar que somos pequeñísimos, reprimiendo en nosotros toda tendencia contraria a la justa sumisión. La realidad es que Dios quiere que le imitemos en algunas cosas, mientras en otras quiere ser único, inimitable. Dice: «Aprended de mí a ser mansos y humildes»; «sed misericordiosos, como lo es mi Padre». Pero dice también: «Sólo a Dios el honor y la gloria»; «sólo Dios es el Absoluto y el Independiente».
Pero nosotros intentamos invertir las posiciones: queremos para nosotros autonomía, independencia, honores, y no nos apetece ser dependientes, mansos y pacientes. Nos valemos, al efecto, de las «filosofías nuevas» (que en breve serán viejas) y de la Kultura, con K mayúscula. Además se nos ha subido a la cabeza el progreso, plenamente conscientes como somos de haber llegado hasta la luna, de haber puesto en pie la civilización de todos los consumos y de todas las comodidades.
Pero cuando nos estábamos ya olvidando de Aquel de quien proviene todo don de ingenio y energía, he aquí que de labios de los jeques orientales nos llegó el duro y brusco anuncio: «¡Eh, vosotros, los del consumismo y la 0pulencia —nos dijeron—, se acabó la bicoca; ya no queda petróleo más que para unos treinta años; el que lo quiera que lo pague! ¡Así que organizaos y poneos a buscar otras fuentes de energía!»
Este anuncio y los duros momentos que no aguardan pueden resultarnos útiles. Por un lado, nos estimulan a nuevas investigaciones y a abrir nuevas vías de progreso; por otro, nos recuerdan los límites de todo 1o terreno y que hay que poner nuestras supremas esperanzas en lo alto.
Le he oído decir a un «cristiano crítico»: «Basta de religión pequeño-burguesa, que habla del paraíso y de la salvación de cada alma en particular. Todo esto huele a individualismo capitalista y aparta la atención de los pobres de los grandes problemas sociales. El que predica el Evangelio debe hablar de pueblo, de masa, de salvación común. Cristo, en efecto, vino a liberar al pueblo del exilio de la civilización capitalista, para conducirlo, a la patria de la nueva sociedad, que está a punto de surgir».
En todas estas palabras lo único que hay de verdad es que el cristiano debe ocuparse eficazmente de los grandes problemas sociales. Cuanto más le apasione a uno el «cielo», tanto más debe echar una mano para que la justicia se implante en la tierra. En cuanto al resto, capitalista o socialista, la civilización es para cada uno de nosotros algo meramente temporal; estamos aquí de paso.
Nuestra verdadera patria, la que alcanzamos capitaneados por Cristo —todos juntos, pero cada uno con su destino propio—, es el paraíso. El que no cree en el paraíso es un desgraciado; «carece de esperanza», diría San Pablo, y aún no ha encontrado el sentido profundo de su propia existencia.
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Con respecto al prójimo, nuestro puesto es triple, ya se trate de superiores, de iguales o de inferiores.
¿Pero cabe hablar de superiores en estos tiempos? ¿Cabe decir que los hijos deben amar, respetar y obedecer a sus padres, los alumnos a sus profesores y los ciudadanos a la autoridad constituida?
En el siglo XVII se celebraba aquí, en Venecia, el famoso Carnaval. La gente durante aquellos días daba la impresión de trastornarse, hacía un poco lo que le venía en gana y se desahogaba, yendo —con la complicidad de las máscaras— en contra de usos y leyes, como si se tratara de recobrarse de haber vivido unos meses en obediencia y morigeración. Hoy tengo la impresión de que está ocurriendo algo parecido.
A mí no me asusta tanto oír que hay en el mundo atentados, robos, rapiñas, secuestros y homicidios, porque siempre los ha habido; lo que me da miedo es la manera nueva con que muchas gentes ven estos fenómenos. Las leyes y las normas se consideran como cosas de las que hay que burlarse, o se las enjuicia como si fueran represión o alienación. Nos chifla hablar mal de toda ley. Lo único prohibido hoy —se dice—es el prohibir, y quien trate de prohibir da la impresión de pertenecer a la vieja y desfasada «sociedad opresora». Hay magistrados que, al dictar sentencia, parecen abrir arbitrarias «brechas» en el seto de la ley y con mucha frecuencia en la prensa son ridiculizadas las fuerzas que tienen como misión hacer que se respete el orden público.
En los propios ambientes clericales, en eso de «tirar por la borda», una tras otra, las leyes eclesiásticas, se aplica con demasiada alegría y despreocupación aquello del quantum potes tantum aude del «Lauda Sion». Se multiplican las encuestas más o menos científicas, casi todas las cuales parecen concluir con este estribillo: «¡Queridos amigos, sois unos desgraciados en la situación actual; si queréis ser felices, tenéis que cambiarlo todo y tirar por tierra las estructuras!»
Entra aquí también la psicología, ciencia que explica los actos humanos. ¿Y qué sucede? Los adúlteros, los sádicos, los homosexuales, son casi siempre excusados por los «psicólogos de la profundidad»; la culpa es de los padres, que no han amado como es debido a sus tiernos y angelicales retoños. Toda una literatura parece obedecer a esta consigna: «¡Duro contra tu padre!», y hace al padre responsable de casi todo. Otro tipo de literatura, al propagar una liberalización completa de toda ley, pide la anticoncepción sin frenos, el aborto a gusto de la madre, el divorcio libre, las relaciones prematrimoniales, la homosexualidad y el uso de los estupefacientes.
Es una marea, querido San Lucas, una especie de ciclón que avanza sobre nosotros. Frente a él, ¿qué puede hacer un pobre obispo? Puede admitir que en el pasado la ley haya sido frecuentemente algo absoluto, una especie de altar sobre el que se ha sacrificado un poco a la persona. Toma nota de que a veces los propios padres son los que aligeran las riendas de sus hijos («¡no quiero que mi hijo conozca la severidad con que me han tratado a mí!»). Admite que los propios padres se olvidan a veces del consejo de «no ser demasiado exigentes con sus hijos» (Col 3,21). Sabe muy bien que el ejercicio de toda autoridad es un servicio que se ejerce a modo de servicio. Tiene presentes las palabras de San Pedro: Obrad «Como verdaderos hombres libres, que no emplean la libertad como velo de la malicia, sino que están al servicio de Dios» (1 Pe. 2,16). Estas palabras excluyen el llamado «poder» y exigen una autoridad promotora de libertad; no quieren una obediencia servil, sino una obediencia adulta, activa y responsable.
¿Y después? Después debe confiar en Dios, haciendo valer firmemente la palabra divina: «Quien teme a Dios, honra al padre… Hijo mío, honra a tu padre con palabras y obras» (Eclo. 3,7.8). «Hijos, obedeced a vuestros padres en todo; esto place al Señor» (Col. 3,20). «Que cada uno se sujete al que ejerce la autoridad, porque no hay autoridad sino de Dios…, por lo que si alguien se rebela contra la autoridad, se rebela contra el ordenamiento divino» (Rom. 13,1-2). «Recomiendo que se hagan súplicas y oraciones… por todos los hombres, por los reyes y los que están constituidos en autoridad» (1 Tim. 2,1). «Sed obedientes y sumisos a vuestros superiores, a fin de que, teniendo ellos, como responsables, que velar sobre vuestras almas, lo hagan con gozo y no gimiendo» (Hebr. 13,17).
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Luego están nuestros iguales. Respecto a éstos, nuestro deber es comportarnos con sencillez, evitar el singularizarnos y la manía exagerada de distinguirnos de ellos. La tendencia espontánea sería, a veces, no hacer lo que ellos hacen, sino hacer lo que los demás no hacen; llevar la contraria a lo que afirman; desdeñar lo que ellos admiran, y admirar lo que ellos desdeñan.
Unos quieren hacerse notar por la elegancia, el lujo, los colores llamativos y la ostentación en el vestido, y otros por su modo de hablar original y rebuscado. Un anillo en el dedo, un rizo que asoma bajo el sombrero o una pluma en el gorro alpino le llenan a algunos increíblemente de orgullo. Cosas que carecen de gravedad —entendámonos—, pero que frecuentemente se convierten en trucos para llamar la atención, sorprender a los demás y enmascarar la propia mediocridad.
En cambio, el hombre sencillo y auténtico no trata de aparentar que es más rico, ni más culto, ni más piadoso, ni más noble, ni más influyente de lo que es. Ser lo que se debe ser, parecer lo que se es, vestir de acuerdo con la propia condición, no llamar voluntariamente la atención, no dejar a los demás con la boca abierta, he aquí su programa. Jesús se adelantó a aprobarlo y recomendarlo y tú, querido San Lucas, supiste recogerlo: «Escoged el último lugar»; «¡ay de vosotros, que buscáis sentaros en la primera fila en las sinagogas y que os hagan reverencias en las plazas!»
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Están, por último, los inferiores, o mejor dicho, los que tienen menos suerte que nosotros, por estar enfermos o atribulados o ser pobres o pecadores. Hacia ellos tenemos el deber del amor cristiano eficaz, que debe aplicarse a cada uno y también al grupo o la clase en que aquéllos se integran.
Advierto en este punto dos posturas equivocadas. Dicen algunos: Yo amo y ayudo al pobre en particular, y se acabó; no me interesa para nada la «clase» de los pobres. Otros, en cambio, dicen: Yo lucho sólo por la clase entera de los pobres, por todos los marginados, por el Tercer Mundo, porque eso de ocuparse de cada pobre a base de pequeñas caridades no sirve para nada, más bien retrasa la revolución definitiva.
Respondo al primero: Hay que amar eficazmente a los pobres que, unidos entre sí y organizados, luchan por mejorar su situación. Debemos obrar como Cristo, que amó a todos, pero distinguió con un amor intenso a los pobres.
A los segundos les digo: Está muy bien eso de haber escogido la causa de los pobres, de los marginados y del Tercer Mundo. Pero ¡ojo con que, con la excusa de los pobres lejanos y organizados, descuidéis a los pobres cercanos! Pobre cercana a ti es tu madre, ¿por qué no la obedeces y la tratas mal? Pobre cercano a ti es tu profesor, ¿por qué eres con él tan irrespetuoso y despiadado? ¿Por qué impides con la violencia y los piquetes que tu condiscípulo entre contigo en clase, pretextando que sus ideas políticas son opuestas a las tuyas? Apoyas la gran causa de la paz. Muy bien, pero ¡ojo que no se cumplan las palabras del profeta Jeremías!: «Van por ahí diciendo paz, paz, pero no hay ni sombra de paz» (cf. Jer. 6,14 y 11). La paz, en efecto, cuesta; no se logra con palabras, sino con sacrificios y renuncias amorosas por parte de todos. Tampoco es posible lograrla con el mero esfuerzo humano; hace falta la ayuda de Dios.
Es el augurio natal de los ángeles, una de las cosas más hermosas que hayas tú nunca, querido San Lucas, «registrado»: «¡Paz en la tierra a los hombres que ama el Señor!»
Marzo 1974.