LA UNICA ARISTOCRACIA
Querido don Lisander:
Cuando murió usted, hace ya un siglo, sus amigos, reunidos en el humilde aposento mortuorio, exclamaron a coro: «Hoy ha entrado en el cielo un nuevo santo».
Más tarde, en favor de la proclamación oficial por la Iglesia de vuestra santidad, escribió y luchó esa alma pura y generosa llamada Antonio Cojazzi. Exageraban un poco.
En sentido contrario exageraron recientemente María Luisa Astaldi y otros, quienes, en páginas novelescas y desacralizadoras, haciendo gala de gran ligereza, le presentaron a usted como víctima de un mal hereditario, como un neurótico incurable, presa de tormentosas y alucinantes dudas de fe.
La verdad es muy otra. Pese a los condicionamientos de algún complejo, del temperamento y de dolorosos problemas familiares, fue usted sincero, convencido y gran católico. Incluso en la vejez se acercaba usted diariamente a la eucaristía.
Cuál fuera su vida, lo dejan vislumbrar los pensamientos, evangélicos de arriba abajo, que pueblan sus escritos. Por ejemplo: «La vida ya no está destinada a ser una carga para muchos y una fiesta para unos cuantos, sino un compromiso para todos, del que cada uno habrá de rendir cuentas»; «la desgracia no está en sufrir, en ser pobre, la desgracia consiste en hacer el mal»; «la sola idea de provocar disputas me entristece»; «Dios no turba jamás la alegría de sus hijos, si no es para prepararles otra mayor más auténtica».
Allí donde se posa vuestra pluma, brotan centellas de fe religiosa, cosa que no sería posible si mente y corazón, dirigiendo vuestra mano de escritor, no estuvieran saturados de religiosidad. I promessi sposi dan testimonio en este sentido desde el principio al fin. Y no deja de ser sintomático que de ellos, de una novela, de una historia de amor, el santo fraile Ludovico de Casoria haya llegado a decir: «Se trata de un libro que podría leerse en un coro de vírgenes presidido por Nuestra Señora».
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«Historia de gentes humildes», vuestra novela. Humilde el ambiente: montaña, campo, lago. Humildes los protagonistas: Renzo y Lucía, dos jóvenes estupendos, que lo único que buscan es quererse. Renzo ha preparado un nido para aquella que ama, la cual, a su vez, cuando pasa, mira una y otra vez a ese nido, de estampía y no sin ruborizarse, haciéndosele la boca agua al pensar en una dulce y perpetua vida de esposa. Pero, en cambio, he aquí que sobre el nido sobreviene la tempestad, que separa y dispersa a los dos prometidos. «Dios no nos olvidará», dice Lucía en el momento más difícil. «Que sea lo que Dios quiera», dice Renzo, sin renunciar por eso a un honesto y audaz desquite.
En torno a ambos se mueven gentes igualmente simpáticas y honradas. Una Inés, sin letras ningunas, pero con mucha práctica de la vida, que aconseja decididamente: «Hay que obrar de este modo».
«Pero —objeta Lucía— ¿no estará mal imponer al cura un matrimonio-sorpresa?» «Es como dejar que a un cristiano le den un puñetazo —responde Inés—; no está bien, pero si os lo dan, ni el papa os lo podrá quitar».
Y con Inés, otros muchos: un cura pusilánime, egoísta, tímido, cuya mayor preocupación es salvar el pellejo; Perpetua, la serva-patrona, que da sus buenos «pareceres» al cura; Ambrosio el sacristán; un huésped muy práctico; «Paolín de los muertos», el sepulturero; «un tal Tonio» con el simplón de su hermano Gervasio y con una mujer a la que le debe no sé cuántas mentiras; la muchacha esquelética, que le disputa la hierba a la vaquilla flaca; Bettina, la pequeña que grita con júbilo: «¡El novio, el novio!»; Menico, un mozalbete espabiladísimo en eso de saltar de un sitio en otro, y el cónsul del lugar[25].
¿Pero quién es ese que repiquetea con los nudillos en la puerta y dice: «Deo gradas?» Es fray Giraldino que, con el talego colgando del hombro izquierdo, viene a buscar nueces y, entre parrafada y parrafada, cuenta un milagro acaecido allá en un convento de la Romaña.
Y ese otro capuchino que se asoma a la puerta de Inés y se queda clavado en el umbral, ¿quién es? «Un religioso —dice Renzo— del que, sin querer haceros de menos, vale más un pelo de su barba que toda la vuestra», un enemigo declarado de los tiranos, de palabra y, cuando puede, de hecho. Es fray Cristóbal, director espiritual de Lucía, cuya conciencia ha puesto a punto, haciendo de una pobre aldeana, sola en el mundo con su madre, una mujer íntegra y fuerte, rebosante de fe y esperanza.
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Todos éstos se mueven en el lugar. Pero dentro y fuera del lugar usted ha creado hasta 155 personajes, todos ellos trazados al vivo, pese a emplear pocas palabras, como ocurre con la mujer «puchero de asas», el gordinflón tieso en la puerta de su tienda con aire más de preguntar que de responder, el corneta de don Gonzalo, don Pedro, cochero de Ferrer, que, en medio de la muchedumbre tumultuosa, sonríe a la multitud con gracia inefable, rogando melifluo: «Háganme el favor… un poquito de sitio»; pero una vez apartada la gente, renace en su pecho la antigua energía y, dejando aparte el protocolo, arrea briosamente a los caballos y grita: «¡Paso, paso!»
¿Y de los grandes de este mundo, qué? Tienen también un sitio en vuestra novela, pero al servicio de los humildes o, en contraposición a los humildes, a fin de que éstos cobren una buena imagen.
Aristocrático por su cuna, no admite usted más aristocracia que la de estar al servicio de los humildes. Para usted «no existe superioridad de unos hombres sobre otros más que en el servicio del prójimo».
El cardenal Federigo, el padre Cristóbal, el anónimo convertido, el marqués heredero de don Rodrigo, la comercianta bien situada, pertenecen a la aristocracia del espíritu, porque se ocupan de las necesidades de los pobres. Los demás personajes de alcurnia, especialmente los violentos y opresores, no os gustan ¡y qué bien lo dais a entender! «Son de esos que tienen siempre razón». «Descienden de la pata del Cid». Despachan a los hijos menores al claustro, para que quede intacta la fortuna en favor del primogénito, «destinado a procrear hijos para atormentarse y atormentarlos». Don Rodrigo es un hombre poderoso, no teme a Dios, pero sí al mundo y al desprecio de los villanos con quienes convive; es capaz de insultar y echar de casa a un pobre fraile, pero tiembla de miedo ante la Orden («¿queríais que me echara encima a todos los capuchinos de Italia?»)
Del príncipe, que obliga a su hija a hacerse monja, decís: «Se resiste uno a darle el título de padre». Marcados sin piedad aparecen el conde Zio, del consejo secreto, petulante e hipócrita («el habla, ambigua; el silencio, significativo; un ofrecer y no dar; un entornar los ojos; un halagar sin prometer»); el conde Atilio, gran mantenedor de la metodología de las palizas lo mismo contra los portadores de desafíos («el palo no le mancha las manos a nadie») que contra los frailes capuchinos («hay que saber redoblar a tiempo las cortesías a todo el cuerpo, porque así se puede impunemente darle una paliza a un miembro»), y el doctor Tramoya («ese abogado de causas perdidas»), oportunista calculador, «cubiletero», es decir, charlatán, un fantoche en manos de los poderosos, aliado de las faenas que les hacían a los pobres.
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Todo hay que decirlo: ninguna clase de violencia le agrada a usted, ni siquiera la que intentan los pobres cuando son injustamente pisoteados. Renzo, al tomarse la justicia por su mano, exclama: «Por fin en este mundo va a hacerse justicia», frase duramente fulminada por usted con esta apostilla: «¡Qué verdad tan grande es la de que un hombre, cuando ya no puede más, no sabe lo que dice!»
¿Pero qué aconseja usted contra la violencia en lugar de la violencia? El perdón. Perdón le pide fray Cristóbal al hermano del hombre al que él mató, y todo el resto de su vida se lo pasó haciendo propaganda del perdón. Lleva en la bolsa el famoso «pan del perdón» que, antes de morir, entrega como herencia a Renzo y Luda, con estas palabras: «Enseñádselo a vuestros hijos… diciéndoles que perdonen ¡siempre, siempre, siempre y todo, todo, todo!» Un año antes le había dicho a Renzo descompuesto y enfurecido: «Yo también he odiado… y al hombre que odiaba con todas mis fuerzas, que odiaba desde hacía mucho tiempo, le maté… ¿Crees tú que si eso hubiera sido un acto razonable habría tardado treinta años en darme cuenta? ¡Ah, si yo pudiera ahora meter en tu corazón lo que después he sentido siempre… por el hombre que odié!»
La lección no es inútil. Renzo perdona a don Rodrigo, pero con un perdón asaltado por ramalazos de rabia y venganza renovada en su fuga de Monza a Milán, en la que «mató en espíritu a don Rodrigo y lo volvió a resucitar, por lo menos, veinte veces»; un perdón «de todo corazón» tras las nuevas reconvenciones de fray Cristóbal en el Lazareto; perdón repetido en la cabaña de Lucía y, renovado cuando se supo la muerte de don Rodrigo, siempre lo mismo: «de corazón, de corazón».
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Hay también otro sentimiento de no violencia del que están empapadas las páginas de vuestra novela: la confianza en la Providencia.
Lucía, diciendo adiós a sus montes, llora en el fondo de la barca, pero el pensamiento final que le queda grabado en el alma es éste: «Dios, que ha sabido proporcionar tanto contento, está en todas partes». Rechazando un matrimonio por sorpresa, dice: «… sigamos adelante con fe, que Dios nos ayudará…; dejemos hacer al de arriba. ¿No preferís que sepa El encontrar el camino de ayudarnos, mejor de lo que podríamos hacerlo nosotros con todo este embrollo?»
Renzo en la espesura, «antes de acostarse en aquel lecho que la Providencia le había preparado, se arrodilla para darle gracias por este beneficio y por la asistencia que le ha prestado en aquella terrible jornada». Una vez que sus ojos se cierran, los pensamientos acuden en tumulto a su mente, pero termina por predominar este último: «Dios sabe bien lo que hace. Está de nuestra parte. Todo sea por la remisión de mis pecados. ¡Lucía es tan buena que no permitirá que sufra ni tanto así!»
Todavía medio derrengado y hecho polvo tras la carrera y el salto con el que se salvó subiendo al carro de los nomatos[26] «da gracias en su corazón, de la mejor manera, a la Providencia, por haber podido salir de semejante estropicio sin recibir mal alguno ni tampoco causarlo».
Siempre sabe mantenerse en este clima de confianza. «¡He ahí a la Providencia!», exclama, antes de desprenderse en favor de los pobres de las últimas monedas en las puertas de Bérgamo. «¡Ya os dije que la Providencia no faltaría!», exclama cuando su primo Bartola le promete ayuda. «¡Tengo que dar gracias a la Virgen toda la vida!», dice a su amigo, al volver del Lazareto.
Y, finalmente, comentando con Lucía, halla el meollo de toda esta historia, resumiéndolo así: a los males, «vengan por o sin culpa nuestra, la confianza en Dios los suaviza y hace que sirvan para mejorar de vida».
De acuerdo, en esto, con el cardenal Federigo: «Hacer lo que se pueda, ingeniárselas, ayudarse y después ¡quedarse tranquilos!»
De acuerdo también, querido don Lisander, con todos los verdaderos seguidores del Evangelio.
Julio 1973.