Al pintor anónimo del castillo

CUATRO CUADROS DEL VIEJO CASTILLO

Anónimo pintor:

No sé cómo te llamas, pero puedo decirte que esos cuatro cuadros tuyos, colgados en aquella sala angular del viejo castillo, iluminada por pequeñas ventanas góticas, me han gustado. Y, si bien considero que su valor artístico es modesto, no digo lo mismo de su elocuente contenido moral, que me ha hecho meditar.

El primer cuadro representa la infancia. Una barca de vela acaba de dejar el puerto. En medio de la barca hay un niño sentado, contemplando despreocupadamente cómo juegan las olas. Bien puede estar sentado y despreocuparse de todo, porque delante lleva el timón, inconmovible, un ángel y, aunque detrás, a popa, aparece un sombrío personaje, está profundamente dormido y no da señales de que se vaya a despertar.

El segundo cuadro representa la adolescencia. El niño que vimos en el primer cuadro es ya un jovencito que, en pie, desde la barca dirige una mirada de curiosidad hacia inexploradas lontananzas donde imagina existen bellezas infinitas. El timón sigue en manos del ángel, pero las olas se encrespan airadas y el sombrío personaje ha dejado de dormir; su torva mirada nada bueno promete, con esos ojos que ambicionan el timón, dispuestos al asalto.

El tercer cuadro representa la edad madura. Ahora en el barco va un hombre, que lucha denodadamente contra la furia del huracán en una estampa de aquelarre; el cielo está sombrío, sombrío el hombre y el timón en manos del sombrío personaje; el ángel ha sido relegado al fondo.

En el cuarto cuadro es un viejo el que está sentado en la barca. La tempestad se ha aplacado, está a la vista el puerto y el sol dora las olas. Guía el ángel y el sombrío personaje está sólidamente encadenado.

* * *

Estoy de acuerdo contigo, querido pintor, en que nuestra vida es un viaje con un punto de partida y de arribada y nuestros vigésimo, quincuagésimo, y sexagésimo año no son más que un tramo intermedio entre ambos extremos.

Ahora bien, es el caso que, mientras sabemos la distancia que media exactamente desde el punto de partida, desconocemos por completo la distancia a que estamos del punto de llegada. ¿Cuántos años quedan? Conocemos a personas buenísimas expertas en dibujo y mecánica, lengua inglesa y trigonometría, pero ese conocimiento insignificante, ese pequeño detalle de los años que nos faltan, eso nadie lo sabe. Nuestro ánimo, decaído, siente que lo sacude un estremecimiento y exclama: «¡Qué pocos años pueden quedarnos, tal vez sólo unos meses o unos días! ¡Señor, no desperdiciaré ni un solo instante!»

Pero hay otro problema peor. Y es que los puertos de atraque son dos: Paraíso e infierno. Sólo el primero es deseable, pues representa la suerte de las suertes. ¿Llegaremos a él? Este es el problema. Todos los demás problemas, comparados con éste, no son nada. «Fui rico, fui famoso, hice una brillante carrera, mas todo esto no sirve para nada si no logro llegar. ¡Por eso arrumbo a ese bendito primer puerto!»

Sí, estoy de acuerdo contigo en que para ser buenos hemos de luchar, sobre todo en determinados momentos especialmente arduos. Y es cierto que dos fuerzas se disputan el timón, quiero decir el gobernalle de nuestra vida. Y es cierto que la santidad es fruto de unas conquistas y victorias que hay que alcanzar día a día a punta de espada.

Es verdad. Pablo escribió: «No luchamos contra seres humanos débiles y frágiles, sino contra… los dominadores cósmicos de este mundo de tinieblas, contra los espíritus del mal que vagan por el espacio». Y el Papa, hace poco, rememoró también esta verdad.

Estoy de acuerdo contigo en que se emplea una táctica: la táctica de las pasiones humanas. La describe Dante cuando, al emprender su viaje, encuentra interceptado el camino por tres fieras: una pantera, un león y una loba.

La pantera que, ágil y esbelta, no da tregua, es la sensualidad. Se vale de todo para apagar en nosotros el sabor y los gozos del espíritu y para encender los apetitos no buenos; la sentimos por doquier pisándonos los talones y llegaría a desanimarnos y envilecernos, si no contásemos con la ayuda y protección de Dios.

El león, «con la testa alta» (alta la cabeza) representa el orgullo, cuyo punto de mira son esas cabezas que vemos ir por ahí altas y derechas, mientras, debajo, se yergue el cuerpo, pecho afuera y la barriga, al andar, prominente. Pero en realidad no hay motivos para tanta arrogancia.

En tiempos de Giuseppe Giusti había un presidente que rebosaba de satisfacción cuando presidía y que, durante las sesiones, colocaba la chistera en una butaca. Pero cierto pía, por error, se sentó encima y va el poeta y le lanza este dardo:

Le han destrozado la chistera a un Presidente,

¡dentro no había nada, afortunadamente!

¡Ay, esos tipos, que van y vienen con la chistera en la cabeza, incluso delante de Dios, y lo son todo, y lo saben todo, tan autónomos, tan anticonformistas, tan autosuficientes y tan contestatarios! Y después, ¿qué? Y debajo, qué? ¿En qué termina toda su arrogancia?

La loba, delgada y ávida, puede ser la mundanidad, que nos devora con el chorro continuo de sus obligaciones: visitas, exámenes, concursos, negocios, competiciones deportivas, espectáculos. Y nosotros dejándonos tragar por estas cosas como por un abismo.

¿Y Dios? ¿Y nuestra alma? Pasan a ser cosillas secundarias, que vislumbramos de vez en cuando como puntitos lejanos y a los que concedemos pocos instantes de atención, rara vez y como de pasada, en insensata y absurda inversión de valores.

Estoy de acuerdo contigo en que las fuerzas del bien entablan la contraofensiva con tácticas opuestas a las de las fieras. ¡Gracias a Dios!

A la sensualidad le va la táctica del vacío. Sí, hay momentos en los que Dios hace en nosotros el vacío. Notamos que ciertas cosas no son dignas de nosotros, no nos bastan, no nos sacian.

Ahora en 1973 se cumple el centenario del nacimiento de Trilussa, que dijo:

Una abeja se posa

en un botón de rosa:

liba y luego se va …

A fin de cuentas la felicidad

es bien poca cosa.

Con muchísima frecuencia no se trata de felicidad, sino de un placer pasajero. Frecuentemente, una molestia. Se tiene una especie de dolor de muelas, mientras nos grita una voz: «¡Ve al dentista!»

San Agustín, aludiendo a los diecisiete años de su vida de disipación, confiesa: rodebar, cruciabar, me roía por dentro, fueron una tortura aquellos años; ¡aquélla no era vida, Señor! Talis vita, nunquid vita eral? San Camilo se amonestaba a sí mismo y a los demás: «Haciendo el mal se experimenta placer, mas el placer pasa en seguida y el mal permanece; ¡hacer el bien cuesta fatigas, pero la fatiga pasa en seguida y el bien permanece!»

Para la soberbia hace falta el Evangelio, que en este sentido es clarísimo: «Ponte en el último lugar»: el Señor estuvo en medio de sus apóstoles «como quien sirve»; y enseñó que «Debéis lavaros los pies los unos a los otros… dichosos vosotros si lo hacéis».

Para la mundanidad puede bastarnos este breve pensamiento, siempre del Evangelio: «¿De qué sirve ganar todo el mundo, si al fin se pierde el alma? ¿Qué puede dar el hombre a cambio de su alma?»

Amigo pintor, con tus pinturas has logrado tocar algunas fibras de mi corazón. Ha sido un placer para mí.

Lástima que ahora tenga que dar paso a un displacer. ¿Cuál?, dirás. Yo te lo digo confidencialmente: me asalta la duda de si habré fastidiado a los lectores, pues algunos me habrán encontrado romántico, ingenuo y evocador desfasado de castillos, mientras otros habrán interrumpido la lectura apenas les haya dado en la nariz cierto tufillo a «moralismo».

Son gajes del oficio.

Abril 1973.